Del amor nacen, pues, en el sujeto muchas cosas: deseos, pensamientos, voliciones, actos; pero todo esto que del amor nace como la cosecha de una simiente, no es el amor mismo; antes bien, presupone la existencia de éste. Aquello que amamos, claro está que, en algún sentido y forma, lo deseamos también; pero, en cambio, deseamos notoriamente muchas cosas que no amamos, respecto a las cuales somos indiferentes en el plano sentimental. Desear un buen vino no es amarlo; el morfinómano desea la droga al propio tiempo que la odia por su nociva acción. Ortega y Gasset.
Hemos abusado del amor o por lo menos hemos abusado mucho de la palabra. Nos hemos acostumbrado a llamar amor a cualquier cosa. De hecho creo que llamamos amor más veces al desamor y al dolor que al verdadero amor. ¿Qué es el amor? ¿Un sentimiento, una constelación de emociones o algo más? Una definición, de José Antonio Marina, que me gusta mucho, dice que el amor es un deseo acompañado de sentimientos. Pero en esta definición, como en la mayoría, pueden meterse muchas cosas que no creo que merezcan la palabra amor.
El amor, según Robert J. Sternberg, es pasión, intimidad y compromiso. Y la presencia o falta de alguno de esos componentes da lugar a diferentes tipos de amor, el amor fatuo, el amor romántico o el amor compañero por ejemplo. Hay muchos tipos de amor, cada cual puede vivirlo a su manera, cada pareja puede tener sus propias normas, su propio camino. Sin embargo, necesitamos poder poner un límite a lo que llamamos amor, no podemos llamar amor a cualquier amor ni a cualquier relación: el amor nos tiene que hacer disfrutar.
No debemos llamar amor a lo que hace daño. Una relación donde son mayores los momentos malos que los buenos será una relación de pareja pero no será amor. Si vives una relación marcada por las discusiones, la incomprensión o la falta de confianza, estás sufriendo, no estas amando. Ya sé que la música, la literatura, o las películas te han dicho que el amor duele (incluso Santa Teresa de Calcuta lo decía), pero no es verdad. Cuando una relación está marcada por lo negativo, se produce un círculo vicioso en nuestros pensamientos, emociones y comportamientos donde pasamos de la esperanza al dolor, y del deseo de estar bien y superar los problemas a la emoción de no poder más. Claro que hay momentos buenos, instantes, días o semanas pero siempre como respuesta a los momentos malos.
Cuando vives una relación así puede que creas que lo que sientes es amor. El problema reside en que tus sentimientos y deseos están contaminados por los celos, la desesperanza, el control, la violencia, la tristeza o el conflicto. Cuando una relación nos da continuamente una de cal y una de arena, nuestras emociones y pensamientos tienen que ver más con la obsesión, la obsesión de estar bien, que con un verdadero amor, un amor feliz.
Para que a un amor se le pueda llamar amor, debe ser feliz. Los psicólogos definimos la felicidad como bienestar positivo subjetivo. Las personas felices se ven y se valoran como personas felices, que se encuentran bien, que tienen bienestar. Las personas felices tienen, como todo el mundo, emociones negativas en diferentes momentos de su vida, pero son más las emociones positivas, que son las que marcan su estado general. Desde aquí es fácil definir el amor feliz como aquellas relaciones donde nuestro deseo de estar, compartir y vivir con la otra persona está marcado por emociones positivas, pensamientos y comportamientos que nos hacen ser felices y sentirnos satisfechos con nuestra relación romántica.
No se trata de pensar que el amor solo es disfrutar y sentir felicidad. Nada es completamente bueno y positivo. Una relación está compuesta por dos personas y los conflictos son inevitables, así como las emociones negativas. El amor feliz no impide que nos sintamos tristes, cabreados o nerviosos, pero el balance tiene que ser claramente positivo. Nuestro tiempo juntos debe ser sobre todo un tiempo feliz donde lo malo sea la excepción, lo minoritario. El amor es para disfrutarlo, disfrutar de la otra persona, de nuestra relación.