
Las bellas imágenes de ese partido sin balón son parte de la poesía, transida de dolor y angustia, que nos relata Abderrahmane Sissako es su espléndida Timbuktu. Pese a la dureza de lo que nos cuenta, la conversión de la plácida Tombuctú en un infierno en manos de los extremistas religiosos, el director mauritano no renuncia a la belleza de unas imágenes que juegan con las metáforas y con la fuerza de una narrativa que en ocasiones está más cerca del verso que de la prosa. La película nos muestra todo esto sin renunciar a la crudeza de la barbarie que supone valerse de la religión, interpretada por quienes tienen el poder que dan las armas (y las nuevas tecnologías), para imponer un estilo de vida en el que se anula la autonomía individual y en el que todo se supedita a una dimensión comunitaria en la que es imposible hablar el lenguaje de los derechos humanos.
Las mujeres, y muy especialmente su cuerpo, aparecen como esa frontera que nos sirve para definir con precisión los espacios en los que la dignidad y su prima hermana, la justicia, brillan por su ausencia. Las mujeres que han de taparse no solo el rostro, sino también las manos y los pies. Guantes y calcetines para que no provoquen el deseo de los hombres. Como bien dice una de las poderosas mujeres de la película, ellos deberían aprender que el problema está en sus miradas, no en los cuerpos que miran. Mujeres que además son objetos en transacciones familiares, botín de guerra y víctimas de normas que los varones hacen e interpretan. Las siempre humilladas en nombre de dioses patriarcales avalados por metralletas. De ahí la fuerza de esa mujer metáfora que en Timbuktu desafía el negro y los dogmas, la que en su aparente locura mantiene el poso de la auténtica libertad, la que parece sacada de una novela de García Márquez para decirnos que solo desde la ausencia del miedo es posible vencer la batalla frente a quienes son incapaces de ver más allá de su miseria. Una sacerdotisa de la imaginación, el deseo y los amores.
Timbuktu nos deja con un sabor amargo y nos angustia en su final cuando contemplamos a esos niños que corren en el desierto. Gacelas que tal vez no encuentren el camino por donde huir. ¿Es posible el futuro? Sissako se limita a mostrarnos la barbarie que supone confundir el islam con las lecturas interesadas y extremas del mismo, nos pone sobre aviso de que tal vez éste sea el conflicto mundial del siglo XXI, uno de los más complejos de toda la historia, dado que es imposible de ubicar espacial y temporalmente. La mayor angustia del espectador, más allá del proceso empático que supone sentir como propia el alma herida de los protagonistas, reside en no encontrar respuestas frente al avance de una enfermedad que tal vez nosotros mismos, desde nuestra superioridad colonizadora y capitalista, hemos contribuido a prorrogar. Quizás la única salida para esa niña y ese niño que corren y lloran por el desierto tenga que ver con el potencial transformador que las élites ilustradas puedan desenvolver en países y en comunidades donde ahora parece ganar la batalla el otoño gris de los yihadistas. Y junto a ellas, las urgentes alianzas entre los que desde esta parte privilegiada del globo creemos en la universalidad de la dignidad y quienes en otros territorios también tienen claro que lo único realmente universalizable es el sentido último de la igualdad y la justicia. Solo así, me temo, será posible ganarle la batalla al horror. El que esta película nos muestra con firmeza pero también con la dulzura del que bien sabe que el cine es una prodigiosa herramienta para despertar conciencias a través del latido de las emociones.
Este post fue publicado inicialmente en el blog del autor