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11. ¿Pero tú por qué lloras? (Novela)

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(Resumen de lo publicado: Por el tiempo en que mi matrimonio entró repentinamente en una fase difícil en la que se vertían no pocas lágrimas, yo me interesaba de un modo profundo por el fenómeno humano del llanto. Día a día descubría en mis lecturas insólitos abordajes al mecanismo del llorar, los cuales me ofrecían nuevas vías de reflexión sobre un asunto que ni la ciencia ni la filosofía han explicado sino perentoriamente.)

El llanto es dolor, dicen los estoicos; el llanto es comunicación, dirían los niños de pecho si pudieran hablar, pero sólo lloran, o ríen, o balbucean. Las lágrimas ablandan, consiguen cosas, son a veces un precio barato. El llanto es, pues, moneda: te compro con mis lágrimas tu compasión.

E. M. Cioran pensaba que es lo único que contará el día del juicio final: "En el juicio final sólo pesarán las lágrimas", escribió en su librito De lágrimas y de santos, precisamente él, que no derramó ni una en su vida.

Nunca Cioran, el filósofo europeo más fiel al cinismo, se habrá mostrado tan idealista como en esa sentencia, pues en efecto, de acuerdo con la geometría cartesiana de las pasiones, los desalmados no lloran, y los bondadosos lo hacen a lágrima viva. El llanto es un criterio de la verdad... y de la bondad. ¡Hace auténtico al ser humano y lo reviste de la condición de hombre bueno!

Después de leerse toda la literatura lacrimógena de Oriente y de Occidente, Tom Lutz asegura, sin embargo, que "llorar es siempre una máscara, y disimula al mismo tiempo que revela".

Todas estas aseveraciones sobre un fenómeno tan inexplicado parten de la misma premisa de considerar a las lágrimas como signos. De ahí que a veces se hable de un lenguaje de las lágrimas. Pero no cabe duda de que con el llanto se acaba la conversación. Es lo emocional que irrumpe en lo racional. Y lo racional, entonces, tiene que apartarse, pues no sabe cómo seguir ante la aparición de unas lágrimas.

De este hilo antropológico tiró Helmuth Plessner en la primera mitad del siglo pasado para llegar a la conclusión de que llorar es la respuesta cuando ya no queda respuesta, cuando el desafío de la vivencia es tan descomunal que el organismo humano es incapaz de articular una réplica utilizando sus recursos habituales. Es la salida a una "paralización del comportamiento por la negación de la relatividad de la existencia", dice Plessner en su jerga de filósofo alemán: ante un absoluto, se llora. Así que podríamos decir que lloramos porque no podemos hacer otra cosa. Llorar es el reconocimiento de una impotencia, la bandera blanca de una capitulación.

Nuestro cuerpo ha sido el campo de esa cierta batalla, un cuerpo sometido al desorden de una refriega sin cuartel, inútiles trincheras de la razón, con una intendencia de gestos y conductas puesta a prueba hasta el agotamiento de todas las reservas. Sitiados, nos abandonamos a la desesperada acción de ese cuerpo que somos y de ese cuerpo que tenemos. Pero lo que ocurre -igual que les pasa a los oficiales sin autoridad-, es que perdemos su control, y se emancipa de nosotros, deja de ser el instrumento -el ejército, diríamos- que nos defiende, el fondo de resonancia de lo que somos y nos pasa. En esos momentos de zozobra y deserción, se desencadena el llanto. Llorar es, pues, síntoma y efecto de una rendición.

¿No se rinden los malvados de Cioran? Catherine Chalier, que ha estudiado la presencia de las lágrimas en las páginas de la Biblia, coincide con Blaise Pascal en señalar que el llanto es el lenguaje para relacionarse con Dios. Esa sería la semejanza entre el creador y sus criaturas a la que se refieren las Escrituras, a juicio de muchos cabalistas: el uso de un lenguaje común. Las lágrimas que salen del interior más secreto del hombre lo vincularían, pues, con el cruce en que lo divino y lo humano se encuentran. Cada vez que se llora se invoca a ese creador, quien, de una manera especular, también derrama lágrimas.

En el mismo sentido decía Cioran que llorar santifica la vida y repara el mundo. En realidad, el católico "valle de lágrimas" no es más que una mala transcripción del Edén, palabra que en sí misma significa "fuente". Hacer surgir las "aguas que lloran", dicen los cabalistas, es remitirse a ese Edén, a esa fuente primera de las aguas que reparan el mundo en un gesto inconsciente, inspirado, incontrolable. La Tierra es una "fuente de lágrimas", un Edén. Santificar el mundo no es sino encontrar en esa fuente de lágrimas la liberación del daño y la desgracia que nos acechan sin cesar en la vida. El Paraíso tiene la cura de nuestro dolor, y las lágrimas que se extraen de él son, como afirma Chalier, "la manifestación de que el alma humana no se ha convertido aún totalmente en la prisionera de su daño hasta el punto de desaparecer en él".

(Continuará.)

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