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La crisis humanitaria y los sabios filósofos

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Hace ya más de un mes que Alexis Tsipras ganó las elecciones en Grecia; no obstante, como reza el dicho, ha ganada una batalla pero no la guerra. La maquinaria política, institucional y mediática de los grandes poderes fácticos que rigen los vaivenes de esta (des)Unión Europea ha puesto en marcha su arsenal más pesado para mitigar el libre ejercicio democrático de la ciudadanía griega.

Los sabios filósofos platónicos, los que nos pidieron que confiáramos en sus predicciones y se equivocaron, los mismos que siguieron negando el cataclismo económico hasta después de sus primeras sentencias de muerte, los que volvieron a vendernos aquella baratija del TINA thatcheriano (There is no alternative!, no hay alternativa), nos piden ahora que no nos dejemos embaucar por flautistas heterodoxos. A nosotros, los del futuro hipotecado, los que nos agolpamos confundidos frente a los antidisturbios que blanden amenazantes sus porras, los que por perder hemos perdido hasta la indignación por la que dimos la vuelta al mundo.

Aquí, en España, estamos viviendo Grecia como un partido de fútbol, con sus religiosidades, lealtades, nacionalismos de clase y fanatismos varios. El pueblo parece haber adelantado a la casta en el primer tiempo, pero la troika está bien lejos de darse por vencida. El debate económico parece haberse reducido a una pueril competición por ver quién orina más lejos. ¿Podremos o no podremos? ¿Se podrá o acabará siendo verdad aquello de que no había otra solución posible?

Mientras los de los trajes discutían, en Grecia la gente ha seguido pasando hambre. Se ha hecho insoportable llevar la cuenta de cuántos otros, como Dimitris Christoulas, el trágicamente afamado mártir de la plaza Syntagma, se han quitado la vida. Han rebrotado el racismo, el machismo, el clasismo y la homofobia, pero lo único que hemos escuchado en respuesta es que no había (y no hay) otra alternativa posible. Como decía Thatcher, como parecen resonar siempre los ecos en aquellas lejanas instituciones comunitarias que, según dicen algunos, nos representan. Alternativas tendrá que haber, ¿no? ¿O era esto lo que nos deparaba el prometedor cambio de siglo, la maravillosa era de la globalización?

En España, nuestros actuales líderes, el llamado establishment, se han apresurado a condenar las promesas mesiánicas de Syriza. Utopías y mentiras, denuncian. ¿Utopía, dar de comer? ¿Imposible, dar un techo a una familia desahuciada? ¿Poco realista, dar acceso a electricidad y agua? A nosotros, los que no somos (y probablemente nunca seremos) sabios filósofos, los que no entendemos de economía, todo esto no deja de rechinarnos, después de tantas convenciones y tratados sobre derechos humanos, después de tantas condenas a terribles dictaduras y estados díscolos que vulneran sistemáticamente los derechos fundamentales de la persona.

Tsipras ha hecho de la crisis humanitaria griega un asunto primordial en la agenda. Es curioso que esto sea un logro e incomprensible que no se haya hecho antes. Dentro de poco les toca a los españoles elegir una papeleta (¿¡ejercer la democracia!?) y dar su apoyo a una propuesta convincente de gobierno. ¿Y aquí qué? ¿No hay crisis humanitaria?

Muchos habrán torcido la boca al leer esta última línea. ¿Cómo hablar de una crisis humanitaria en España? ¡Si hace unos días nos decían que había 13.538 parados menos! ¡Si cada telediario nos aporta una nueva cifra macroeconómica positiva! Aunque, para ser sinceros, son ellos los que dicen que es positiva, nosotros más bien nos limitamos a creerlo a pies juntillas. PIB, prima de riesgo, cotizaciones, deuda pública, déficit comercial... Bienvenidos sean los cambios a mejor, esperemos que hayan llegado para quedarse.

Los sabios filósofos que planifican y ordenan la economía de nuestras sociedades se congratulan de estos buenos resultados como si de una buena cosecha se tratara. Mientras tanto, las malas hierbas asoman por doquier. Aumenta la pobreza, que padecen a día de hoy 12,8 millones de personas, cuando hace apenas cuatro años sólo 11,5 millones se veían forzadas a padecer esta situación. Nuestros jóvenes y niños se llevan la guinda del pastel: el 33% de los primeros y el 31,8% de los segundos viven en riesgo de pobreza y exclusión en nuestro país. Eso claro, si han logrado quedarse: 43.600 jóvenes emigraron en 2013, una "fuga de cerebros" que nos cuesta a los españoles casi 4.000 millones de euros al año. Ellos pueden contar que nadie nos roba la plata en el ranking de países con mayor desigualdad económica en la Unión Europea. Pero tranquilos, siempre nos quedará Letonia para adornar la estadística.

Aumentan las principales magnitudes macroeconómicas, sí, pero también aumentan los desahucios; en concreto, un 22,1% los derivados de ejecuciones hipotecarias con respecto a 2013. También la brecha salarial, que marca un récord de los últimos cinco años al situarse en el 24%. Lo mismo hacen las desigualdades entre territorios dentro del Estado español, redibujando esa frontera norte-sur tan politizada; o la exclusión sanitaria de colectivos especialmente desprotegidos, como los inmigrantes en situación irregular; o las cifras de empleo precario, temporal y a tiempo parcial que sustentan el crecimiento económico que hace henchirse de orgullo a nuestros gobernantes y sus sabios filósofos.

A nosotros, el pueblo, a quien Platón recomendó dejarse gobernar por los sabios filósofos, la situación económica nos parece igual o peor que hace un año. O eso dice el CIS; habría que preguntarse, ya que estamos, si el CIS nos representa o no. A todo esto, Rajoy nos contaba en el debate sobre el estado de la nación que ha "sufrido mucho con algunas medidas".

A nosotros, los que echamos de menos a nuestros jóvenes en las cenas familiares, los que controlamos con ansiedad los números rojos ya en la tercera semana del mes, los que miramos incómodos para otro lado cuando alguien nos pide limosna en el metro o rebusca en el contenedor en el que todos los días tiramos la basura, nos vuelve a rechinar tanto cinismo, tantos reproches y acusaciones y tan pocas soluciones. O eso dice el CIS. Esperamos con expectación qué nos cuenta sobre este año el susodicho debate, anunciado a bombo y platillo y cuya trascendencia es inversamente proporcional a su propaganda, si nos ha aburrido tanto o más que el año pasado.

Grecia antes no importaba, ahora es el centro de las conversaciones. Lejos de fomentar un debate verdaderamente democrático, un ágora donde reconstruir la libertad y la igualdad que hemos dejado por el camino, en un par de meses nos hemos comido dos milenios de historia y hemos vuelto a los oráculos. A la espera de ver si podremos, podrán o nos llevaremos una sorpresa (o una ducha de agua fría), volvemos a mirar a los que quizás no tengan tanto tiempo para esperar o llevan ya demasiado esperando. La pregunta es si nuestros sabios filósofos, los que tanto saben del bien común, sobre el camino a seguir, tienen alguna solución para ellos.

Platón, por cierto, no era excesivamente demócrata. Visto queda que los sabios filósofos que hoy tenemos tampoco.

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