Hace tiempo que me atormentaba la idea, que últimamente cada día se mostraba más inevitable, de tener que enfrentarme al folio en blanco para escribir que Manu Leguineche había muerto. Llevaba muchos años sufriendo en su retiro de Brihuega y sin perder su buen humor una enfermedad, o mejor un popurrí de dolencias, todas serias. Cuantos le tratábamos, y por supuesto él mismo, sabíamos que lo inevitable podría suceder en cualquier momento. Hasta el final mantuvo la tranquilidad y la sonrisa contagiosa que a pesar de sus males nunca le abandonaba.
Compartí con él muchas peripecias difíciles, desde Vietnam a Cachemira pasando por la Revolución de los Claveles; otras humanamente dolorosas, a menudo indignantes, y no siempre carentes de peligro. Pero nunca le noté que sintiera el miedo que a mí me hacía temblar las piernas. Casi me atrevería a decir que en más de un momento nos jugamos la vida juntos aunque, a su lado, el peligro acababa convertido en una anécdota y a menudo en una lección. Sabía buscar la noticia como nadie y para conseguir un dato o vivir de cerca una experiencia que consideraba interesante para sus lectores nunca regateaba esfuerzos, ni se dejaba vencer por las dificultades.
Era, sin duda, el mejor de una generación de reporteros excelentes de la cual tengo el honor de considerarme un alumno, aunque no especialmente aventajado. Todos los días me daba lecciones discretas que pocas veces asimilé. Era el mejor como periodista. Su fama había traspasado muchas fronteras, pero además era admirable como persona. Rebosaba humanidad y la transmitía convertida en ejemplo de vida interior intensa. Se reía mucho, a carcajada batiente a veces, pero también reflexionaba mucho sobre la sociedad en que estamos incardinados. En los conflictos y desastres que con tanta frecuencia vivió desde dentro, más de una vez le vi derramar lágrimas que le saltaban espontáneamente ante las desgracias y miserias que presenciábamos.
Manu Leguineche era una figura del periodismo admirada y respetada tanto por sus lectores o espectadores como por sus compañeros en la competencia por obtener una noticia o por divulgarla el primero, lo que siempre resulta más difícil. No tenía enemigos. Sólo tenía amigos y pocos. Ayudaba a todo el mundo, estimulaba a quienes sin manifestarlo queríamos lo imposible, que era superarle, y se convertía en el paño de lágrimas en el que nos refugiábamos cuando la emoción o la incertidumbre embargaban el ánimo de quienes compartíamos con él angustias y fatigas.
La grandeza de Manu siempre se revelaba en los momentos más difíciles, los que le hacían abandonar sus largas pausas en silencio. Era un profesional de enormes recursos y brillantes ideas que vinculaba invariablemente a su independencia. Una independencia que le llevó a crear agencias exitosas y a tratar de ejercer la profesión como él la entendía, sin amarras de ningún tipo. Al hacer balance de la obra que nos lega, tampoco hay que olvidar sus libros, libros siempre impregnados de buen sentido periodístico.
Recordar ahora vivencias conjuntas se haría interminable, además de particularmente emotivo. Manu Leguineche nos ha dejado, pero como consuelo nos queda su obra para recordar en directo, tal como él la contaba en sus crónicas y narraciones la historia reciente. Ningún acontecimiento en más de cuarenta años le fue ajeno a su entrega profesional para transmitirlo de forma clara, amena y sobre todo rigurosa, con el rigor que aporta el haberla compartido con frecuencia desde la propia sensibilidad de sus protagonistas.
Diego Carcedo entrevista a Manu Leguineche para TVE, durante la caída de Saigón, en 1975.Puedes ver el reportaje y la foto aquí.
Compartí con él muchas peripecias difíciles, desde Vietnam a Cachemira pasando por la Revolución de los Claveles; otras humanamente dolorosas, a menudo indignantes, y no siempre carentes de peligro. Pero nunca le noté que sintiera el miedo que a mí me hacía temblar las piernas. Casi me atrevería a decir que en más de un momento nos jugamos la vida juntos aunque, a su lado, el peligro acababa convertido en una anécdota y a menudo en una lección. Sabía buscar la noticia como nadie y para conseguir un dato o vivir de cerca una experiencia que consideraba interesante para sus lectores nunca regateaba esfuerzos, ni se dejaba vencer por las dificultades.
Era, sin duda, el mejor de una generación de reporteros excelentes de la cual tengo el honor de considerarme un alumno, aunque no especialmente aventajado. Todos los días me daba lecciones discretas que pocas veces asimilé. Era el mejor como periodista. Su fama había traspasado muchas fronteras, pero además era admirable como persona. Rebosaba humanidad y la transmitía convertida en ejemplo de vida interior intensa. Se reía mucho, a carcajada batiente a veces, pero también reflexionaba mucho sobre la sociedad en que estamos incardinados. En los conflictos y desastres que con tanta frecuencia vivió desde dentro, más de una vez le vi derramar lágrimas que le saltaban espontáneamente ante las desgracias y miserias que presenciábamos.
Manu Leguineche era una figura del periodismo admirada y respetada tanto por sus lectores o espectadores como por sus compañeros en la competencia por obtener una noticia o por divulgarla el primero, lo que siempre resulta más difícil. No tenía enemigos. Sólo tenía amigos y pocos. Ayudaba a todo el mundo, estimulaba a quienes sin manifestarlo queríamos lo imposible, que era superarle, y se convertía en el paño de lágrimas en el que nos refugiábamos cuando la emoción o la incertidumbre embargaban el ánimo de quienes compartíamos con él angustias y fatigas.
La grandeza de Manu siempre se revelaba en los momentos más difíciles, los que le hacían abandonar sus largas pausas en silencio. Era un profesional de enormes recursos y brillantes ideas que vinculaba invariablemente a su independencia. Una independencia que le llevó a crear agencias exitosas y a tratar de ejercer la profesión como él la entendía, sin amarras de ningún tipo. Al hacer balance de la obra que nos lega, tampoco hay que olvidar sus libros, libros siempre impregnados de buen sentido periodístico.
Recordar ahora vivencias conjuntas se haría interminable, además de particularmente emotivo. Manu Leguineche nos ha dejado, pero como consuelo nos queda su obra para recordar en directo, tal como él la contaba en sus crónicas y narraciones la historia reciente. Ningún acontecimiento en más de cuarenta años le fue ajeno a su entrega profesional para transmitirlo de forma clara, amena y sobre todo rigurosa, con el rigor que aporta el haberla compartido con frecuencia desde la propia sensibilidad de sus protagonistas.
Diego Carcedo entrevista a Manu Leguineche para TVE, durante la caída de Saigón, en 1975.Puedes ver el reportaje y la foto aquí.