Hace escasas semanas participé en Zaragoza en el Congreso Anual de la Asociación Española de Constitucionalistas. Se discutió abiertamente la agenda de nuestra disciplina académica -Derecho Constitucional- cuyo "objeto, método y fuentes" han experimentado transformaciones profundas desde que, hace más de 30 años, los profesores de esta asignatura comenzamos a reunirnos periódicamente con la intención declarada de conocernos, mantenernos al día y debatir todo y de todo entre nosotros.
A la luz de lo allí discutido, resulta llamativo un hecho que invita a pensar. De un lado, los profesores, investigadores y estudiosos del Derecho Constitucional hemos aprendido, con el curso de los años de desarrollo democrático, a cuestionarlo todo en el ordenamiento jurídico, y a hacerlo de forma dialogada, provocadora y, al mismo tiempo, respetuosa y cortés. De otro lado, esto contrasta con lo sucedido en la arena política durante este mismo tiempo. La jibarización del lenguaje político, el energumenismo en el debate, el sectarismo en la confrontación y, sobre todo, la generalización de la brocha gorda y el recurso a los eslóganes en perjuicio del razonamiento y de la argumentación..., todos estos ingredientes han hecho cada vez más difícil la siempre postergada adaptación de nuestra Constitución de 1978 a los enormes cambios y mutaciones sociales que han tenido lugar en las últimas décadas.
He criticado muchas veces el inmovilismo del PP, profundamente perjudicial para el crédito de la Constitución, y cada vez más contraproducente respecto del objetivo de preservar los pactos de la Transición hacia el futuro.
Pero hoy y aquí quiero llamar de nuevo la atención sobre el inquietante tufo de intolerancia sectaria que exhuman muchas de las actitudes y comentarios provenientes de quienes se han erigido en fervientes abogados de la "demolición" del despectivamente llamado "Régimen del 78", argumentando un sedicente "movimiento destituyente" que, según su narrativa, habría tomado el relevo a la indignación, ciertamente justificada, que dio en llamarse "15-M".
Por supuesto que el abyecto manejo de la crisis que hemos venido padeciendo en toda Europa -singularmente cruel el ejecutado en España- ha sido lo peor que nos había pasado en nuestro tiempo vital. Por descontado, también, que vengo, como muchos progresistas y gente de izquierdas, abogando por un cambio de política económica y fiscal en la UE y en España. Y además vengo exigiendo la apertura de un ciclo serio de reforma constitucional profunda, y de relanzamiento y profundización democrática. Pero nada de ello impide expresar preocupación por un discurso simplista, derogatorio y abusivo, que pretende reeditar una vieja querencia española (basta releer a Galdós): la de edificar cada nuevo orden (y cada nueva constitución) sobre los escombros y las ruinas de la situación precedente. Dicho más crudamente: en España, las constituciones no se reforman, se derriban.
A esta preocupación debo añadir la que me suscita la reacción airada, a ratos descalificatoria y rayana en el insulto, que suele producirse entre el público proclive a la demolición del Régimen del 78 cada vez que en un foro de debate o discusión alguien tiene la osadía de refutar o impugnar la validez o consistencia de los postulados teóricos sobre los que se sustenta ese discurso derogatorio contra todo lo que los españoles hemos hecho desde 1978 hasta hoy. El enfado intolerante que reflejan muchos comentarios en la red o las respuestas en vivo argumento a quienes no aceptamos que todo obedeciera, como algunos pretenden por simplificación o ignorancia, a una conspiración de las élites para que nada cambiara desde el franquismo tardío hasta la fecha. Y como si los cambios y avances experimentados desde entonces sólo fueran el reflejo virtual, cosmético o especular, de una apariencia de democracia que en realidad no era tal. Como si la democracia hubiera sido una farsa, un montaje, un remedo del turnismo pactado entre las mismas oligarquías caciquiles que orquestaron el tinglado entre Cánovas y Sagasta detrás de los bastidores de la Constitución canovista de 1876.
No sólo no estoy de acuerdo con esa falacia inveraz, antihistórica y falsable, a poco que tomemos en serio las enseñanzas de nuestra propia experiencia, sino que la combato por engañosa y perniciosa.
Con todo, lo más preocupante es la cuestión de estilo. Cada vez que este debate aflora en el espacio público (un aula de universidad, un foro cívico, una tribuna de opinión, una conversación en red en un medio digital,...), preocupa sobremanera observar que muchos de los que se autopresentan como aguerridos defensores de la nueva política y de la democracia auténtica exhiban rasgos de intolerancia sectaria ante la controversia.
En ocasiones, esas reacciones denotan una inusitada ira represiva ("¡Cállate! ¡Lo que hay que oír!" "!Cómo se os nota el miedo!") contra cualquier razonamiento que no les adule ni se rinda ante su flamígera indignación predispuesta a demoler todo lo hecho hasta ahora -con sus luces y sus sombras- para que, sobre sus ruinas, florezca al fin un orden nuevo... luminosa Arcadia, finalmente democrática.
Y esta preocupación dispara alguna alerta más cuando, en la discusión, surgen algunas evidencias poco a poco disponibles de que algunos de los que se erigen en implacables martillos contra las impurezas de todos los demás no se muestran en disposición de resistir ellos mismos la prueba del algodón. Y el solo hecho de mentar esa contradicción suele desencadenar, de un tiempo a esta parte, algún nuevo episodio de clímax álgido de ira represiva, cuando no de acusaciones de estar "vendido a la casta" o ser "portavoz del miedo" a la cólera de Dios que está ya a medio minuto de llevársenos a todos por delante y convertirnos en cenizas, víctimas, queramos o no, del huracanado viento de la historia.
Cuidado con la tentación de la intolerancia, compañera habitual de la demagogia. Sigue siendo preferible el razonamiento, la discusión, el debate, y, por supuesto, el respeto. Porque nos costó mucho, muchísimo, llegar hasta aquí a los españoles.