Esperanza Aguirre tiene el mérito de haber construido un personaje al que todo le parece permitido. Con una mezcla de campechanía, simpleza y descaro ha podido sobrevivir en política de escándalo en escándalo sin sentirse siquiera aludida o, en último caso, presentándose ella misma como la víctima. Para la historia quedará su burda interpretación del papel de la señora ingenua y confiada engañada por el amigo malvado para explicar los delitos que cometía Granados mientras era su consejero y hombre de confianza. Cómo olvidar también su insólito "Yo destapé la trama Gürtel", pese a que las empresas de esa trama eran sus organizadores de eventos de cabecera, desde su propia toma de posesión como presidenta. O sus recientes declaraciones con cara compungida, tras darse a la fuga de la Policía Municipal, diciendo: "Parece que en España no hubiera problemas más importantes que el que le pongan una multa a una sexagenaria, con su coche particular, en el carril bus de la Gran Vía". No hay hecho, por grave que sea, que le cambie la expresión ni la firme voluntad de continuar. No hay delito a su alrededor en que ella no sea la víctima. Cosas que a cualquiera nos avergonzarían forman parte de su normalidad. A eso debe referirse el padre de Juan Carlos Monedero, fan incondicional de Esperanza Aguirre, cuando dice: "Es la política con más pelotas que he conocido". En ese sentido de dureza formal ha creado escuela entre las dirigentes más jóvenes de su partido, como las propias Dolores de Cospedal y Soraya Sáenz de Santamaría, capaces como ella de sostener los argumentos más inverosímiles con gesto firme y una desvergüenza pasmosa.
En ella no es una contradicción ser una liberal con plaza de funcionaria y título nobiliario. En su primaria y poco sofisticada forma de ser liberal el desmantelamiento de todo lo público no es solo un objetivo ideológico sino, antes y sobre todo, el medio por el que abrir un fabuloso negocio a manos privadas y amigas. Derivar al sector privado las partidas presupuestarias que se destinaban a sostener el Estado del bienestar ha sido su principal empeño en sus años al frente de la Comunidad de Madrid. Lo importante no es que un hospital cueste más o menos con una gestión publica o privada sino si ese presupuesto público se destina a mantener unas condiciones laborales dignas del personal de la sanidad y una buena calidad en el servicio o a aumentar el beneficio empresarial de las empresas privadas en detrimento de las anteriores. Los liberales como ella no buscan el ahorro de dinero público (esa gran mentira que repiten envuelta en la metáfora de la buena ama de casa, que administra bien y no gasta más de lo que gana, pese a que lo desmienten los presupuestos de las comunidades y ayuntamientos donde gobiernan) sino gastar todo lo que sea necesario y más siempre que los beneficiarios sean grandes corporaciones privadas. Cuando lo son el conjunto de los madrileños, es cuando hay que ahorrar y se aplican implacables los recortes.
Su modo de llegar a la Presidencia de la Comunidad de Madrid ya anunciaba lo que sería su Gobierno: una sucesión de intrigas y escándalos, cuando no directamente delitos. Hay pocas cosas públicas que no haya tocado desde entonces para convertirlas en algo peor para los madrileños y mucho mejor para alguna gran compañía. Una sanidad pública arrasada por sus dos consejeros, Güemes y Lamela, hoy imputados por cohecho y prevaricación supuestamente por beneficiarse personalmente en el proceso de externalización de la sanidad madrileña. Una educación pública degradada y condenada en beneficio de la enseñanza privada y del propio Granados, que como acabamos de saber, se embolsaba 900.000 euros para su cuenta suiza por cada colegio concertado adjudicado. Telemadrid puesta al servicio del aparato de propaganda del PP y en manos de sus periodistas y empresarios de cabecera, desprestigiándola, arruinándola y utilizando luego esos malos números para justificar el despido de sus trabajadores. Caja Madrid como el campo de batalla de sus disputas con Gallardón y el saco sin fondo con el que pagar todas las cuentas. Las ruinosas autopistas radiales madrileñas que impulsó como si fueran una necesidad apremiante y que hoy pretenden que paguemos todos los españoles. Ese podría ser el balance de su paso por el gobierno de la Comunidad de Madrid, muy satisfactorio para los que se benefician del desmantelamiento de lo público pero dramático para los que solo tienen el Estado del bienestar para dar cobertura a sus necesidades sanitarias, educativas y sociales.
Pese a que es difícil recordar una sola medida de gobierno de Esperanza Aguirre que haya beneficiado a las clases populares, se presenta nuevamente a las urnas, esta vez para el Ayuntamiento, pidiendo su confianza. Lo hace del único modo que sabe: embistiendo contra todos, incluido su propio partido, manipulando a la opinión pública y sonriendo cuando la cámara enfoca. Pero esta vez parece difícil que los madrileños no le hagan pagar en las urnas su nefasta acción de gobierno. Parece difícil obviar tanta indecencia como va aflorando. Porque nos va mucho en ello. No puede colar otra vez.
En ella no es una contradicción ser una liberal con plaza de funcionaria y título nobiliario. En su primaria y poco sofisticada forma de ser liberal el desmantelamiento de todo lo público no es solo un objetivo ideológico sino, antes y sobre todo, el medio por el que abrir un fabuloso negocio a manos privadas y amigas. Derivar al sector privado las partidas presupuestarias que se destinaban a sostener el Estado del bienestar ha sido su principal empeño en sus años al frente de la Comunidad de Madrid. Lo importante no es que un hospital cueste más o menos con una gestión publica o privada sino si ese presupuesto público se destina a mantener unas condiciones laborales dignas del personal de la sanidad y una buena calidad en el servicio o a aumentar el beneficio empresarial de las empresas privadas en detrimento de las anteriores. Los liberales como ella no buscan el ahorro de dinero público (esa gran mentira que repiten envuelta en la metáfora de la buena ama de casa, que administra bien y no gasta más de lo que gana, pese a que lo desmienten los presupuestos de las comunidades y ayuntamientos donde gobiernan) sino gastar todo lo que sea necesario y más siempre que los beneficiarios sean grandes corporaciones privadas. Cuando lo son el conjunto de los madrileños, es cuando hay que ahorrar y se aplican implacables los recortes.
Su modo de llegar a la Presidencia de la Comunidad de Madrid ya anunciaba lo que sería su Gobierno: una sucesión de intrigas y escándalos, cuando no directamente delitos. Hay pocas cosas públicas que no haya tocado desde entonces para convertirlas en algo peor para los madrileños y mucho mejor para alguna gran compañía. Una sanidad pública arrasada por sus dos consejeros, Güemes y Lamela, hoy imputados por cohecho y prevaricación supuestamente por beneficiarse personalmente en el proceso de externalización de la sanidad madrileña. Una educación pública degradada y condenada en beneficio de la enseñanza privada y del propio Granados, que como acabamos de saber, se embolsaba 900.000 euros para su cuenta suiza por cada colegio concertado adjudicado. Telemadrid puesta al servicio del aparato de propaganda del PP y en manos de sus periodistas y empresarios de cabecera, desprestigiándola, arruinándola y utilizando luego esos malos números para justificar el despido de sus trabajadores. Caja Madrid como el campo de batalla de sus disputas con Gallardón y el saco sin fondo con el que pagar todas las cuentas. Las ruinosas autopistas radiales madrileñas que impulsó como si fueran una necesidad apremiante y que hoy pretenden que paguemos todos los españoles. Ese podría ser el balance de su paso por el gobierno de la Comunidad de Madrid, muy satisfactorio para los que se benefician del desmantelamiento de lo público pero dramático para los que solo tienen el Estado del bienestar para dar cobertura a sus necesidades sanitarias, educativas y sociales.
Pese a que es difícil recordar una sola medida de gobierno de Esperanza Aguirre que haya beneficiado a las clases populares, se presenta nuevamente a las urnas, esta vez para el Ayuntamiento, pidiendo su confianza. Lo hace del único modo que sabe: embistiendo contra todos, incluido su propio partido, manipulando a la opinión pública y sonriendo cuando la cámara enfoca. Pero esta vez parece difícil que los madrileños no le hagan pagar en las urnas su nefasta acción de gobierno. Parece difícil obviar tanta indecencia como va aflorando. Porque nos va mucho en ello. No puede colar otra vez.