No te olvides mirar
los ojos de la muerte
cuando la mañana
te devuelva a la vida.
Recuerda que eres polvo
y en tu fragilidad
se esconde la grandeza
que te permitirá volar.
Sólo tú mismo puedes decidir
cuánta conciencia
disponer en tus días
¡Calcula bien y vive!
(Versos de Salvador Casado)
Nos es dado orientar el rumbo de conciencia de nuestra propia existencia. Avanzamos por un mar de incertidumbre sobre olas que vienen y van zarandeándonos. Podemos poner rumbo hacia derivas que nos aumenten la conciencia o que la adormezcan. Nos es posible meter más conciencia en el caldo de nuestra vida o menos, según nos guste de sabor. Es verdad que hay muchos factores que nos condicionan. Estamos rodeados de elementos que fagocitan nuestra exigua capacidad de atención. Televisores y aparatos musicales permanentemente encendidos, ordenadores, tabletas y móviles que nos reclaman atención sin parar, agendas exhaustivas e intensivas, prisas y zozobras múltiples, ecosistemas laborales hostiles, ecosistemas familiares angostos, atomización de la red social de relaciones... Todo confluye para que el nivel de autoconciencia baje, como esas iluminaciones progresivas que dejan la estancia casi en penumbra. Sin luz, no podemos ver, no nos es posible atender lo que nos surge dentro, las necesidades, los deseos, los sentimientos, las ideas. Y al no atenderlas tratamos de colmar nuestras ansias con automatismos o recurriendo a elementos que no sacian, a la par que nos dañan.
Muchos motivos de consulta en mi centro de salud surgen de una deriva vital que lleva a la persona a desatenderse por completo. Se desatiende el cuerpo, se desatiende el alma. Finalmente, cualquiera de las dos termina llamando la atención con algún síntoma. Un dolor de espalda, una cefalea, insomnio, cansancio, el vientre que se hincha... En consulta tratamos de aliviar, pero poco haremos si no damos la pista del origen, de la causa primera que está sin atender. Poner un parche no solucionará el desequilibrio pero, ¿cómo ayudar a que la persona consultante se dé cuenta de que no se está atendiendo bien?
Olvidamos la gran ayuda que nuestra propia muerte es capaz de brindarnos hoy. No es verdad que la muerte sea algo oscuro que ocurrirá en algún lugar remoto del futuro. Está ocurriendo hoy mismo, sí, en tu propio cuerpo. Millones de células mueren hoy, otras se dañan y deterioran. Millones de cromosomas se desgastan un poco, como una vela que consume su cera. Miles de mutaciones potencialmente lesivas se producen, casi todas serán neutralizadas. La lista podría seguir. No lo sentimos pero todos nos estamos muriendo, lentamente, imperceptiblemente. ¿Cómo nos puede ayudar tomar conciencia de este espinoso asunto? La respuesta es sencilla: dándonos la oportunidad de vivir la vida con mayor plenitud. No es lo mismo beber una copa de vino sabiendo que hay cien botellas más en la bodega que al comprobar que es la última disponible. Solemos pasar los días con la ilusión de ser inmortales, no hay fin, no hay prisa, todo sigue igual. Apelar al fin puede permitirnos apostar más por la vida, arriesgar más, tomarnos más en cuenta, atender a lo que verdaderamente deseamos y necesitamos. Cuando nuestras necesidades auténticas son satisfechas con sucedáneos, nos dirigimos irrenunciablemente a escenarios de sufrimiento y enfermedad. Para salir de ellos, es fundamental recuperarnos a nosotros mismos, atrevernos a mirar para dentro, contemplar serenamente los ojos de nuestra propia necesidad. Nadie va a hacerlo por nosotros, nadie lo puede hacer.
Los antiguos chinos se dieron cuenta que en el Tao, el ying contiene un poco de yang, y el yang un poco de ying. La oscuridad, un poco de luz, y la luz, un poco de oscuridad. En Oriente, la cultura asume que vida y muerte están entrelazadas. Por contra, en Occidente prima el maniqueísmo, la luz se opone a la oscuridad, el bien al mal, la vida a la muerte, y nos es mucho más difícil integrar los opuestos. No hace falta ser un sabio para darse cuenta de cómo son las cosas; basta con mirarse un poquito por dentro. Nadie es luz o sombra pura, nadie es salud o enfermedad pura. Quizá si nos atrevemos a vivir esta propuesta nos sea más fácil dar sentido a esas partes de sombra que todos tenemos. Quizá nos demos cuenta de que el mundo no se divide entre buenos y malos, como en las películas de Disney o las superproducciones americanas. El argumento de que los malos son otros o que la sombra tiene la culpa, no tiene consistencia cuando nos enfrentamos a una prueba vital que termina desarbolando nuestras escasas defensas al alcanzarnos. Mientras más nos atrevamos a contemplar y aceptar nuestras propias sombras, nuestras propias muertes, más nos atreveremos a potenciar nuestras propias luces, nuestras propias vidas. No es necesario esperar al final, hoy tienes la oportunidad de vivir con un poco más de plenitud tu vida y ayudar a los que te rodean hagan lo mismo.
los ojos de la muerte
cuando la mañana
te devuelva a la vida.
Recuerda que eres polvo
y en tu fragilidad
se esconde la grandeza
que te permitirá volar.
Sólo tú mismo puedes decidir
cuánta conciencia
disponer en tus días
¡Calcula bien y vive!
(Versos de Salvador Casado)
Nos es dado orientar el rumbo de conciencia de nuestra propia existencia. Avanzamos por un mar de incertidumbre sobre olas que vienen y van zarandeándonos. Podemos poner rumbo hacia derivas que nos aumenten la conciencia o que la adormezcan. Nos es posible meter más conciencia en el caldo de nuestra vida o menos, según nos guste de sabor. Es verdad que hay muchos factores que nos condicionan. Estamos rodeados de elementos que fagocitan nuestra exigua capacidad de atención. Televisores y aparatos musicales permanentemente encendidos, ordenadores, tabletas y móviles que nos reclaman atención sin parar, agendas exhaustivas e intensivas, prisas y zozobras múltiples, ecosistemas laborales hostiles, ecosistemas familiares angostos, atomización de la red social de relaciones... Todo confluye para que el nivel de autoconciencia baje, como esas iluminaciones progresivas que dejan la estancia casi en penumbra. Sin luz, no podemos ver, no nos es posible atender lo que nos surge dentro, las necesidades, los deseos, los sentimientos, las ideas. Y al no atenderlas tratamos de colmar nuestras ansias con automatismos o recurriendo a elementos que no sacian, a la par que nos dañan.
Muchos motivos de consulta en mi centro de salud surgen de una deriva vital que lleva a la persona a desatenderse por completo. Se desatiende el cuerpo, se desatiende el alma. Finalmente, cualquiera de las dos termina llamando la atención con algún síntoma. Un dolor de espalda, una cefalea, insomnio, cansancio, el vientre que se hincha... En consulta tratamos de aliviar, pero poco haremos si no damos la pista del origen, de la causa primera que está sin atender. Poner un parche no solucionará el desequilibrio pero, ¿cómo ayudar a que la persona consultante se dé cuenta de que no se está atendiendo bien?
Olvidamos la gran ayuda que nuestra propia muerte es capaz de brindarnos hoy. No es verdad que la muerte sea algo oscuro que ocurrirá en algún lugar remoto del futuro. Está ocurriendo hoy mismo, sí, en tu propio cuerpo. Millones de células mueren hoy, otras se dañan y deterioran. Millones de cromosomas se desgastan un poco, como una vela que consume su cera. Miles de mutaciones potencialmente lesivas se producen, casi todas serán neutralizadas. La lista podría seguir. No lo sentimos pero todos nos estamos muriendo, lentamente, imperceptiblemente. ¿Cómo nos puede ayudar tomar conciencia de este espinoso asunto? La respuesta es sencilla: dándonos la oportunidad de vivir la vida con mayor plenitud. No es lo mismo beber una copa de vino sabiendo que hay cien botellas más en la bodega que al comprobar que es la última disponible. Solemos pasar los días con la ilusión de ser inmortales, no hay fin, no hay prisa, todo sigue igual. Apelar al fin puede permitirnos apostar más por la vida, arriesgar más, tomarnos más en cuenta, atender a lo que verdaderamente deseamos y necesitamos. Cuando nuestras necesidades auténticas son satisfechas con sucedáneos, nos dirigimos irrenunciablemente a escenarios de sufrimiento y enfermedad. Para salir de ellos, es fundamental recuperarnos a nosotros mismos, atrevernos a mirar para dentro, contemplar serenamente los ojos de nuestra propia necesidad. Nadie va a hacerlo por nosotros, nadie lo puede hacer.
Los antiguos chinos se dieron cuenta que en el Tao, el ying contiene un poco de yang, y el yang un poco de ying. La oscuridad, un poco de luz, y la luz, un poco de oscuridad. En Oriente, la cultura asume que vida y muerte están entrelazadas. Por contra, en Occidente prima el maniqueísmo, la luz se opone a la oscuridad, el bien al mal, la vida a la muerte, y nos es mucho más difícil integrar los opuestos. No hace falta ser un sabio para darse cuenta de cómo son las cosas; basta con mirarse un poquito por dentro. Nadie es luz o sombra pura, nadie es salud o enfermedad pura. Quizá si nos atrevemos a vivir esta propuesta nos sea más fácil dar sentido a esas partes de sombra que todos tenemos. Quizá nos demos cuenta de que el mundo no se divide entre buenos y malos, como en las películas de Disney o las superproducciones americanas. El argumento de que los malos son otros o que la sombra tiene la culpa, no tiene consistencia cuando nos enfrentamos a una prueba vital que termina desarbolando nuestras escasas defensas al alcanzarnos. Mientras más nos atrevamos a contemplar y aceptar nuestras propias sombras, nuestras propias muertes, más nos atreveremos a potenciar nuestras propias luces, nuestras propias vidas. No es necesario esperar al final, hoy tienes la oportunidad de vivir con un poco más de plenitud tu vida y ayudar a los que te rodean hagan lo mismo.