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Escuelas sin cocina, un recorte al Estado de bienestar

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Lunes, para desayunar, un trozo de pizza y un zumo de fruta preparado; para comer, alubias con queso, un burrito de segundo, verduras congeladas y fruta, generalmente de lata (pueden ser mandarinas, piña o similar, almibaradas). Martes, una barra energética de sirope y chocolate y un zumo de fruta preparado; a las once de la mañana, pan de pizza, ensalada verde con aliño de sobre, verduras congeladas y fruta en conserva. Miércoles, un donut con un zumo de fruta preparado por la mañana; a mediodía, nuggets de pollo, alubias en salsa dulce de tomate, verduras congeladas y unos gajos de manzana envasados al vacío.

Un desayuno tipo de una escuela pública americana tipo en cualquier estado de la unión. La comida se sirve en bandejas similares a las de los aviones, aunque, y parece mentira, sea mucho menos apetitosa que la que sirven las compañías aéreas. Es tan mala, que los únicos que la comen son los chicos que provienen de familias muy humildes, a menudo con ingresos por debajo del salario mínimo. La desigualdad llevada a su maxima expresión.

Sorprende que en un país donde los niños se han convertido en la autoridad, los grandes tomadores de decisiones acerca de todo, dónde ir, qué comprar o qué colegio o profesor es mejor, al mismo tiempo se les trate tan mal en cuestiones tan básicas. Siempre me ha parecido triste condenar a un niño a comer un sándwich frío de mermelada y mantequilla de cacahuete todos los días, o que tengan que llevar la comida en un termo a falta de un microondas o cualquier otro sistema para calentar la comida. La comida es nutrición, pero también placer y educación del paladar.

Los edificios de las escuelas norteamericanas son acogedores, concebidos como enclaves donde los niños exponen sus dibujos y otros trabajos en los pasillos, lugares de diversión en los cuales a menudo se sacrifica el conocimiento por el entretenimiento. Son lugares amables, calurosos. Sin embargo, falta algo en las cafeterías, faltan las perolas, los pucheros, los cocineros, el olor de los guisos a menudo reemplazado por el de los platos de comida rápida precocinada.

Siempre he pensado que uno de los pocos motivos de orgullo que le sigue quedando a las escuelas en España es la calidad de la comida, y ese momento de compartir experiencias y sabores (o sinsabores) entre los compañeros.

No les privemos de ese rato con comida servida en bandeja de plástico y donde las diferencias de sabor entre los ingredientes y sus texturas apenas se perciben. No sacrifiquemos el placer por las economías de escala y las obsesiones antibacterianas. El sistema ha funcionado bien hasta la fecha, y a un precio razonable. ¿Comida casera de calidad y además siguiendo un modelo en el que se informa a los padres de lo que los niños comen y no comen? Un modelo imbatible, aunque los españoles no se den cuenta. En Estados Unidos hay muchas escuelas que cuestan dos mil dólares mensuales en la que esto no sucede.

Es cierto que, como dice el artículo publicado en El País la semana pasada, la comida de catering puede cumplir en materia de nutrición con los requisitos legales, al igual que sucede en las escuelas norteamericanas, pero todos sabemos que no es lo mismo.

Comer mediocremente es un recorte al Estado de bienestar, una pérdida de capital social y económico tan grande como el recorte de cualquier subsidio. Como dice Ferrán Adrià, comer es una de las pocas cosas que los humanos hacemos desde el principio al fin de nuestras vidas.

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