Era un proyecto escolar para un curso que estoy haciendo en mi último año en la universidad. Era un post de Instagram para estudiar las diferentes formas en que los medios abordan la retórica visual. No debería haber sido un problema de esta magnitud. No debería haber sido una cosa valiente, desagradable ni horrible. Un proyecto escolar nunca debería haberse convertido en una protesta.
Pero cuando Instagram retira repetidas veces la foto de una chica dormida con el pantalón del pijama manchado de sangre de la regla, esto se convierte en más que un proyecto. Te sientes otra vez en cuarto de primaria con los numerosos abusones que conociste. En ese momento, debes decidir si te vas a convertir en la persona que necesitaste junto a ti entonces, o si vas a ser esa otra persona que estaba a tu lado y se limitó a mirar lo que pasaba sin decir nada. Sabes el dolor que trae el silencio y no te puedes quedarte callada. Así que decides hablar.
Y, al final, te escuchan.
Acabo de volver de una cena familiar. He tratado de no salir de casa demasiado en los últimos días. Ver tu trasero adornando las portadas de las cabeceras más importantes del mundo te obliga a ello. Pero me apetecía comida italiana y entramos en un restaurante. Antes de que nos diera tiempo a sentarnos, los cocineros y camareros se acercaron a nuestra mesa, me agradecieron haber publicado la foto y me dieron un abrazo. Y entonces me di cuenta. Estaba claro: la conversación se había extendido. La discusión había comenzado, había intercambio de opiniones. Por fin estábamos hablando de la regla sin vergüenza. Ya no había que susurrar esa palabra.
Esta foto debía incomodarte. Su intención era perturbar y abrir diálogos más allá de la concepción simplista de que no nos incomoda, alcanzar a las mujeres marginadas a las que nuestro silencio ha creado problemas serios y reales.
¿Por qué nos da tanto miedo un proceso natural que permite crear vida? ¿Por qué nos obsesiona tanto ocultar nuestros tampones cuando los sacamos del bolso? ¿Por qué susurramos "regla" pero gritamos "puta" y "zorra"? ¿Qué es más dañino? ¿Qué es lo que nos avergüenza tanto del funcionamiento de nuestros cuerpos?
No nos importa ver cuerpos sexualizados, pero en cuanto vemos algo que no alimenta nuestro ego sexual, nos ofendemos. Señalar que la vagina se usa para otras cosas aparte del sexo es un ataque directo a la concepción idílica de nuestra identidad femenina: no nos escandaliza la sangre; vemos sangre constantemente. La sangre inunda las películas, la televisión y los videojuegos. Pero nos escandaliza que alguien comente abiertamente que sangra por un orificio, como si tuviéramos derecho a impedirlo.
"Yo no subo fotos de mi semen, así que tú no deberías ponerlas de tu regla".
Esta equivalencia se ha convertido en la crítica más extendida al post. En clases, funerales, templos y comentarios de Instagram, un hombre puede hablar abiertamente de pelársela. En estas esferas, públicas y privadas, el semen no tiene el mismo tabú ni despierta la misma vergüenza que la regla. Otra comparación que se hace es con las heces o la orina, pero estas no tienen una influencia negativa en nuestra vida. No están asociadas a estar enfermas o a ser sucias, ni nos obligamos a quedarnos en casa por ellas. Estas excreciones no nos llenan de vergüenza y miedo cada vez que nos levantamos de una silla y nos aterra haberla manchado y la opinión que tendrán los demás de nosotras si lo hemos hecho.
Desde que la foto circula por las redes, me asombra la efusión de cariño y respuestas positivas que he recibido. Ha sido un paso en la dirección correcta, un paso hacia la discusión sin tapujos y la aceptación de lo que es, por naturaleza, nuestro. Una de las respuestas más destacadas es la de Mary Elizabeth Williams, de Salon, que ha escrito:
Este blog fue publicado originalmente en la edición estadounidense de The Huffington Post y ha sido traducido del inglés por María de Sancha.
Pero cuando Instagram retira repetidas veces la foto de una chica dormida con el pantalón del pijama manchado de sangre de la regla, esto se convierte en más que un proyecto. Te sientes otra vez en cuarto de primaria con los numerosos abusones que conociste. En ese momento, debes decidir si te vas a convertir en la persona que necesitaste junto a ti entonces, o si vas a ser esa otra persona que estaba a tu lado y se limitó a mirar lo que pasaba sin decir nada. Sabes el dolor que trae el silencio y no te puedes quedarte callada. Así que decides hablar.
Y, al final, te escuchan.
Acabo de volver de una cena familiar. He tratado de no salir de casa demasiado en los últimos días. Ver tu trasero adornando las portadas de las cabeceras más importantes del mundo te obliga a ello. Pero me apetecía comida italiana y entramos en un restaurante. Antes de que nos diera tiempo a sentarnos, los cocineros y camareros se acercaron a nuestra mesa, me agradecieron haber publicado la foto y me dieron un abrazo. Y entonces me di cuenta. Estaba claro: la conversación se había extendido. La discusión había comenzado, había intercambio de opiniones. Por fin estábamos hablando de la regla sin vergüenza. Ya no había que susurrar esa palabra.
Esta foto debía incomodarte. Su intención era perturbar y abrir diálogos más allá de la concepción simplista de que no nos incomoda, alcanzar a las mujeres marginadas a las que nuestro silencio ha creado problemas serios y reales.
¿Por qué nos da tanto miedo un proceso natural que permite crear vida? ¿Por qué nos obsesiona tanto ocultar nuestros tampones cuando los sacamos del bolso? ¿Por qué susurramos "regla" pero gritamos "puta" y "zorra"? ¿Qué es más dañino? ¿Qué es lo que nos avergüenza tanto del funcionamiento de nuestros cuerpos?
No nos importa ver cuerpos sexualizados, pero en cuanto vemos algo que no alimenta nuestro ego sexual, nos ofendemos. Señalar que la vagina se usa para otras cosas aparte del sexo es un ataque directo a la concepción idílica de nuestra identidad femenina: no nos escandaliza la sangre; vemos sangre constantemente. La sangre inunda las películas, la televisión y los videojuegos. Pero nos escandaliza que alguien comente abiertamente que sangra por un orificio, como si tuviéramos derecho a impedirlo.
"Yo no subo fotos de mi semen, así que tú no deberías ponerlas de tu regla".
Esta equivalencia se ha convertido en la crítica más extendida al post. En clases, funerales, templos y comentarios de Instagram, un hombre puede hablar abiertamente de pelársela. En estas esferas, públicas y privadas, el semen no tiene el mismo tabú ni despierta la misma vergüenza que la regla. Otra comparación que se hace es con las heces o la orina, pero estas no tienen una influencia negativa en nuestra vida. No están asociadas a estar enfermas o a ser sucias, ni nos obligamos a quedarnos en casa por ellas. Estas excreciones no nos llenan de vergüenza y miedo cada vez que nos levantamos de una silla y nos aterra haberla manchado y la opinión que tendrán los demás de nosotras si lo hemos hecho.
Desde que la foto circula por las redes, me asombra la efusión de cariño y respuestas positivas que he recibido. Ha sido un paso en la dirección correcta, un paso hacia la discusión sin tapujos y la aceptación de lo que es, por naturaleza, nuestro. Una de las respuestas más destacadas es la de Mary Elizabeth Williams, de Salon, que ha escrito:
Si eres una plataforma que llega a millones de individuos cada día, tienes la oportunidad única de educar e informar. Quizá incluso ayudar. O puedes continuar tratando las experiencias femeninas que no son sexys como algo ofensivo. Lo que se espera que las mujeres soporten en silencio es algo real, y el silencio les hace daño. Debemos luchar por el cambio. Y no hay batallas sin sangre
Este blog fue publicado originalmente en la edición estadounidense de The Huffington Post y ha sido traducido del inglés por María de Sancha.