Cuando el pasado 24 de marzo se estrelló en los Alpes el avión de Germanwings que hacía el trayecto Barcelona-Düsseldorf con 150 ocupantes, la dimensión del accidente nos estremeció y nos sumió a todos en el dolor y el desconcierto. Tantos muertos de pronto, tan cercanos, tan reconocibles como cualquiera de nuestros vecinos: la chavalería alemana regresando alegre de una semana de intercambio de institutos, las parejas rotas, los bebés, los esforzados empresarios, los turistas...
Pero el fiscal de Marsella nos sacó pronto del duelo y la postración. Del estupor por la tragedia súbita pasamos a transitar por un camino de horror y sobresalto ante lo inexplicable: se trataba de una masacre ejecutada voluntariamente por el copiloto. Andreas Lubitz.
Fuimos sabiendo que bloqueó la puerta de la cabina como quien clausura una tumba. Que se trataba de una persona mentalmente inestable, con antecedentes de trastornos mentales y comportamiento alterado. Y cada día tenía a su cargo cientos de vidas. Que planificó su acción con antelación y frialdad. Que su respiración ni se alteró. Y cada día tenía a su cargo cientos de vidas. Que en su entorno había dejado multitud de avisos y señales, un ahora espantoso rastro de miguitas de su iluminación destructiva, pero nadie había conectado los puntos hasta que lo inimaginable ocurrió... Y cada día tenía a su cargo cientos de vidas. Empeñados todos (familia, amigos, novias, jefes, médicos, administración) en mirar de soslayo y restar importancia a lo que más la tiene.
Más allá de la inaceptable reacción estigmatizadora de la enfermedad mental de estas dos semanas de inmersión en la oscura vida de Andreas Lubitz, este drama demoledor ha traído consigo algunas reflexiones que me voy a permitir considerar un resultado positivo. Siempre y cuando, claro está, supongan introducir las medidas correspondientes para reparar las grietas de nuestro imperfecto sistema que han permitido a un psicópata (sí, así lo considero) lograr su objetivo de ser recordado.
Aunque solo sea como homenaje a las 149 víctimas inocentes.
Desde 1948, para la Organización Mundial de la Salud la salud es "un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades". Es decir: la salud o es integral o no es salud. Y garantizar la adecuada atención a la salud mental es condición previa y necesaria para una sociedad sana.
La depresión es una enfermedad frecuente en todo el mundo, y se calcula que afecta a unos 350 millones de personas en distintos grados. Puede convertirse en un problema de salud serio, especialmente cuando es de larga duración e intensidad moderada a grave, y puede causar gran sufrimiento y alterar las actividades laborales, escolares y familiares. Entre un 10% y un 25% de las mujeres y de un 5% a un 12% de los hombres sufrirán de depresión en algún momento de su vida. Sólo 1 de cada 3 personas que sufren depresión recibe el tratamiento adecuado... pero es una enfermedad que se diagnostica, se trata y se cura y permite llevar una vida perfectamente normal en la inmensa mayoría de los casos.
La OMS ofrece asimismo una estadística inquietante: el 2% de la población mundial (unos 140.000.000 de personas) es psicópata. De estos, solo un 1%, cerca de un millón y medio, cometen actos delictivos. La psicopatía (o trastorno antisocial de la personalidad) es una enfermedad mental que afecta únicamente a la voluntad, no a la inteligencia. Su rasgo esencial es la falta de empatía absoluta, el completo desprecio por el efecto de sus actos en los demás, y/o un grado sustancial de resentimiento que vehicula esos actos. El psicópata o sociópata no está exento, por tanto y en principio, de responsabilidad criminal.
Las personas que sufren depresión (y la mayoría de trastornos mentales) suelen ser un peligro para sí mismos, pero raramente para los demás; justo lo contrario ocurre con los individuos que sufren una psicopatía, debido a su déficit emocional y extrema falta de conciencia del otro.
Una persona deprimida suele ser incapaz de esconder su enfermedad, por los efectos debilitantes de la misma. Un psicópata es más que capaz de engañar a cualquiera, incluidos los especialistas en salud mental.
El hecho de que Lubitz lograra procesionar por todo un catálogo de expertos que suscribieron solo sus problemas de depresión, psicosomáticos y oculares, sin que le fuera detectado precisamente el trastorno mental más peligroso y destructivo de su personalidad, parece validar precisamente, a la luz de su gran momento final, que nos encontramos ante un psicópata.
Desde mi punto de vista, la clave del caso Lubitz no es en absoluto la pulsión suicida, ni mucho menos los episodios depresivos previos, sino un trastorno de carácter psicopático, todo indica que asociado a un perfil de orden bipolar o maníaco-depresivo. Esto implica, por un lado, una absoluta falta de empatía (nadie importa) y por otro un sentimiento de superioridad plena, exacerbado en la fase maníaca: ser Dios, el poder de la vida y de la muerte. La inmolación en la cumbre, con un séquito inerme de 149 personas, 149 vidas en sus manos. Incluida la del comandante, el superior que nunca llegaría a ser.
Ser Dios.
"Un día, todos sabrán mi nombre y lo guardarán en la memoria". Difícil encontrar mejor expresión de la arrogancia, la grandilocuencia, el sentimiento de "derecho" que son características clásicas de la psicopatía, no de la depresión clínica.
Un suicida no quiere matarse. Quiere morir. Y, desde luego, no quiere llevarse a la humanidad por delante, ni considera su desaparición una proeza por la que ser recordado. Solo quiere acabar con una vida que ya no puede soportar. La suya propia.
Los trastornos psiquiátricos son detectables, diagnosticables y tratables. Pero hay que reconocer que existen y asumir que deben ser abordados como condición imprescindible para una sociedad sana. Y la validación del estado de salud mental debe ser tan cotidiana, normalizada y aceptada como el del estado de la salud cardíaca o respiratoria. Como el nivel de colesterol o la tensión. O la agudeza visual o la capacidad motriz.
Y, por supuesto, nadie con responsabilidad sobre la integridad de los ciudadanos puede estar exento de esta validación de su salud integral. Ni un cirujano, ni un bombero, ni un taxista. Ni un policía, ni un maestro, ni un juez. Ni un presidente, ni un alcalde, ni un concejal.
Ni un piloto.
Porque no hay nada más cercano a un demonio que quien se cree Dios.
Pero el fiscal de Marsella nos sacó pronto del duelo y la postración. Del estupor por la tragedia súbita pasamos a transitar por un camino de horror y sobresalto ante lo inexplicable: se trataba de una masacre ejecutada voluntariamente por el copiloto. Andreas Lubitz.
Fuimos sabiendo que bloqueó la puerta de la cabina como quien clausura una tumba. Que se trataba de una persona mentalmente inestable, con antecedentes de trastornos mentales y comportamiento alterado. Y cada día tenía a su cargo cientos de vidas. Que planificó su acción con antelación y frialdad. Que su respiración ni se alteró. Y cada día tenía a su cargo cientos de vidas. Que en su entorno había dejado multitud de avisos y señales, un ahora espantoso rastro de miguitas de su iluminación destructiva, pero nadie había conectado los puntos hasta que lo inimaginable ocurrió... Y cada día tenía a su cargo cientos de vidas. Empeñados todos (familia, amigos, novias, jefes, médicos, administración) en mirar de soslayo y restar importancia a lo que más la tiene.
Más allá de la inaceptable reacción estigmatizadora de la enfermedad mental de estas dos semanas de inmersión en la oscura vida de Andreas Lubitz, este drama demoledor ha traído consigo algunas reflexiones que me voy a permitir considerar un resultado positivo. Siempre y cuando, claro está, supongan introducir las medidas correspondientes para reparar las grietas de nuestro imperfecto sistema que han permitido a un psicópata (sí, así lo considero) lograr su objetivo de ser recordado.
Aunque solo sea como homenaje a las 149 víctimas inocentes.
Desde 1948, para la Organización Mundial de la Salud la salud es "un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades". Es decir: la salud o es integral o no es salud. Y garantizar la adecuada atención a la salud mental es condición previa y necesaria para una sociedad sana.
La depresión es una enfermedad frecuente en todo el mundo, y se calcula que afecta a unos 350 millones de personas en distintos grados. Puede convertirse en un problema de salud serio, especialmente cuando es de larga duración e intensidad moderada a grave, y puede causar gran sufrimiento y alterar las actividades laborales, escolares y familiares. Entre un 10% y un 25% de las mujeres y de un 5% a un 12% de los hombres sufrirán de depresión en algún momento de su vida. Sólo 1 de cada 3 personas que sufren depresión recibe el tratamiento adecuado... pero es una enfermedad que se diagnostica, se trata y se cura y permite llevar una vida perfectamente normal en la inmensa mayoría de los casos.
La OMS ofrece asimismo una estadística inquietante: el 2% de la población mundial (unos 140.000.000 de personas) es psicópata. De estos, solo un 1%, cerca de un millón y medio, cometen actos delictivos. La psicopatía (o trastorno antisocial de la personalidad) es una enfermedad mental que afecta únicamente a la voluntad, no a la inteligencia. Su rasgo esencial es la falta de empatía absoluta, el completo desprecio por el efecto de sus actos en los demás, y/o un grado sustancial de resentimiento que vehicula esos actos. El psicópata o sociópata no está exento, por tanto y en principio, de responsabilidad criminal.
Las personas que sufren depresión (y la mayoría de trastornos mentales) suelen ser un peligro para sí mismos, pero raramente para los demás; justo lo contrario ocurre con los individuos que sufren una psicopatía, debido a su déficit emocional y extrema falta de conciencia del otro.
Una persona deprimida suele ser incapaz de esconder su enfermedad, por los efectos debilitantes de la misma. Un psicópata es más que capaz de engañar a cualquiera, incluidos los especialistas en salud mental.
El hecho de que Lubitz lograra procesionar por todo un catálogo de expertos que suscribieron solo sus problemas de depresión, psicosomáticos y oculares, sin que le fuera detectado precisamente el trastorno mental más peligroso y destructivo de su personalidad, parece validar precisamente, a la luz de su gran momento final, que nos encontramos ante un psicópata.
Desde mi punto de vista, la clave del caso Lubitz no es en absoluto la pulsión suicida, ni mucho menos los episodios depresivos previos, sino un trastorno de carácter psicopático, todo indica que asociado a un perfil de orden bipolar o maníaco-depresivo. Esto implica, por un lado, una absoluta falta de empatía (nadie importa) y por otro un sentimiento de superioridad plena, exacerbado en la fase maníaca: ser Dios, el poder de la vida y de la muerte. La inmolación en la cumbre, con un séquito inerme de 149 personas, 149 vidas en sus manos. Incluida la del comandante, el superior que nunca llegaría a ser.
Ser Dios.
"Un día, todos sabrán mi nombre y lo guardarán en la memoria". Difícil encontrar mejor expresión de la arrogancia, la grandilocuencia, el sentimiento de "derecho" que son características clásicas de la psicopatía, no de la depresión clínica.
Un suicida no quiere matarse. Quiere morir. Y, desde luego, no quiere llevarse a la humanidad por delante, ni considera su desaparición una proeza por la que ser recordado. Solo quiere acabar con una vida que ya no puede soportar. La suya propia.
Los trastornos psiquiátricos son detectables, diagnosticables y tratables. Pero hay que reconocer que existen y asumir que deben ser abordados como condición imprescindible para una sociedad sana. Y la validación del estado de salud mental debe ser tan cotidiana, normalizada y aceptada como el del estado de la salud cardíaca o respiratoria. Como el nivel de colesterol o la tensión. O la agudeza visual o la capacidad motriz.
Y, por supuesto, nadie con responsabilidad sobre la integridad de los ciudadanos puede estar exento de esta validación de su salud integral. Ni un cirujano, ni un bombero, ni un taxista. Ni un policía, ni un maestro, ni un juez. Ni un presidente, ni un alcalde, ni un concejal.
Ni un piloto.
Porque no hay nada más cercano a un demonio que quien se cree Dios.