Cada vez que visito casas de amigos o familiares con niños, respiro con alivio. Sí, en esas casas los niños también pasan bastante tiempo viendo la tele o conectados a Internet mediante una tableta o un portátil, viendo series, películas o con un videojuego. No me tengo que sentir culpable. Sí, mi casa no es la única en la que los adultos y los niños ven programas distintos por la noche, sin compartir el espacio alrededor de la caja tonta como recuerdo que hacíamos en los años 70 y 80.
No tengo nada en contra de los videojuegos o Internet o las series de Netflix. Pueden ser herramientas de aprendizaje y entretenimiento tan válidas como cualquier otra. La televisión ayuda a expandir el mundo de uno, sobre todo cuando se vive en una ciudad pequeña. Uno puede socializar con los videojuegos, y hay series y películas capaces para entretener a los niños, inculcándoles buenos valores.
Si estoy en contra de algo es de esa desconexión mental que se ha asentado entre las distintas generaciones que conviven bajo un mismo techo, de la idea de que distintas generaciones consumen distintos productos audiovisuales, de la desaparición de esas veladas en las que toda la familia veía un concurso o una película, de la tendencia a que el tiempo doméstico compartido se ciña a la comida, la cena y poco más.
Hace poco fui testigo y partícipe de un experimento involuntario. Pasamos un largo puente en casa de una amiga que se acababa de comprar una casa. Los padres, nosotros, de cuarenta y tantos, los niños de 7 y 10. El sitio vacío, sin muebles, sin camas, sin apenas cacharros de cocina. Un espacio alegre y luminoso, sin más. Lo divertido era salir durante el día a visitar sitios en Seattle y su area metropolitana; a veces eran sitios turísticos y, otras veces, parques, campus de universidades, vecindarios. Por la noche, nos dedicábamos cocinar algo sencillo y A leer los libros que habíamos comprado, a falta de otras alternativas. A Poner un CD de música en un aparato portátil. A veces, a jugar una partida al ajedrez, un juego siempre tan a mano.
Pero no todo era tan estructurado. Los niños pasaban horas jugando a bajar las escaleras como si fueran windsurfistas, con una tienda de campaña plantada en la habitación, ensayando trucos de magia, simplemente hablando y divagando con nosotros o entre ellos, debatiendo qué hacer mañana, dónde ir. Los adultos, nosotros, leíamos en el suelo, sobre un colchón hinchable, resolvíamos problemas domésticos olvidados (arreglar una cisterna, colocar unas cortinas, averiguar por qué el agua de la ducha no caía caliente, etc.) que nos enseñaban paciencia, a gestionar las contrariedades.
Quizás hubiera sido mejor un hotel, una casa con todas las comodidades, pero lo cierto es que nadie quería regresar a una casa, la nuestra, con tanta comodidad, con internet, con un buen paquete de televisión por cable. Todos echamos de menos la casa luminosa, sin muebles, sin posesiones innecesarias, sin cortinas, de nuestra amiga.
Por unos días, habíamos vivido, o mejor dicho, convivido, con más palabras que imágenes.
Recomendable.