Hay una cifra que estremece a los políticos de nuestro país, que evidencia un fracaso de la sociedad en su conjunto, y que muchos preferirían no conocer. Esa cifra es 3.870. Es el número de personas que se quitaron la vida en el último año del que tenemos datos, 2013. El reciente incremento del número de muertes por suicidio requiere que prestemos una especial atención a su relación con la crisis económica. Y es que el número de muertes ha aumentado entre un 16 y un 22 por ciento en los últimos tres años, dependiendo del método de recuento utilizado.
Esta evidencia debería ser suficiente para acallar los mensajes negadores, que con una intención constructiva o interesada, intentan transmitir una imagen de que aquí no pasa nada. O de que, al menos, no es tan grave, comparado con otros países. Desde distintos grupos políticos se lanzan mensajes cruzados de propuestas y reproches que no acaban de traducirse en planes de actuación. Parecería que con hablar anualmente desde una tribuna política de esta cuestión ya se estuviera haciendo algo, aunque todo quede en palabras y no se implementen programas específicos de prevención y detección temprana.
Curiosamente, durante los dos primeros años de crisis -2009 y 2010- los suicidios descendieron en España. El efecto amortiguador de la red familiar y, sobre todo, la posibilidad de atribuir la responsabilidad de la situación personal a factores externos, tuvo un efecto de contención en muchos sujetos y el número de víctimas bajó ligeramente. Pero la insistencia del problema y la falta de un horizonte esperanzador han dado la vuelta por completo a las primeras estadísticas. Ahora va en serio. El dato requiere asumir responsabilidades y dejar de mirar para otro lado.
Los medios de comunicación se debaten entre el pánico al factor de contagio imitativo y un nuevo enfoque, que va ganando terreno, basado en la información responsable encaminada a la prevención. Pero no debe haber duda de cuál debe ser el posicionamiento periodístico con relación al suicidio. Desde las más altas instituciones sanitarias internacionales se insiste que solo el incremento de la conciencia social sobre la existencia de este problema puede permitir su abordaje. Y a eso contribuye una información respetuosa y concienciada con la gravedad del asunto. También se ha de cuestionar la lentitud en la publicación de los datos oficiales sobre el suicidio, que se dan a conocer con dos años de desfase. Este retraso resulta una dificultad añadida, porque el conocimiento tardío de lo que está sucediendo en nuestro entorno, impide tomar medidas que lleguen a tiempo cuando la situación lo requiere.
La atención que presta al suicidio la actual Estrategia en Salud Mental del Sistema Nacional de Salud es, a todas luces, insuficiente. Y su eficacia, claramente fallida. La disputa sobre la elaboración de una nuevo plan de actuación se ha resuelto con la decisión de actualizar el actual. Pero se necesitan profundos cambios y planes conjuntos que impliquen a los distintos agentes sociales, que abarquen desde la sanidad hasta la educación, que contemplen desde campañas sociales hasta la intervención directa. Lo más relevante sería que se produjera una modificación en la orientación de la atención a la afección psíquica, que no privilegie el uso expeditivo de psicofármacos y que permita la expresión del paciente. Porque los recortes de los recursos sanitarios tienen un claro impacto en los tiempos de atención y de escucha que los profesionales de la Sanidad pueden dedicar a cada consulta. Y en ese tiempo, algunos, se están jugando la vida.
La recién publicada estadística sobre suicidios multiplica por tres la de muertos en carretera -que afortunadamente ha descendido de manera espectacular. La conclusión ahora es, pues, innegable: la crisis está teniendo un impacto clarísimo en la tasa de muerte por suicido en la población. Sin pretender caer en el alarmismo y asumiendo que las estadísticas -siempre cuestionables- sitúan a España muy por debajo de la media mundial, no podemos quitar importancia al hecho de que más de diez personas se quitan la vida cada día en nuestro país.
3.870 es una cifra que nos daña a todos. Sobre todo, tras las víctimas, a sus familiares, que verán sus vidas impactadas de una forma irreversible, con la dificultad añadida que el silencio y el estigma social suman a este complejo duelo. Pero también a todos los demás, que perdemos pulsión de vida cuando otros se dan muerte por su propia mano. Y no lo llamaré "muerte voluntaria", porque la voluntad no rige cuando la realidad asfixia.
La pregunta es ¿qué vamos a hacer?
Esta evidencia debería ser suficiente para acallar los mensajes negadores, que con una intención constructiva o interesada, intentan transmitir una imagen de que aquí no pasa nada. O de que, al menos, no es tan grave, comparado con otros países. Desde distintos grupos políticos se lanzan mensajes cruzados de propuestas y reproches que no acaban de traducirse en planes de actuación. Parecería que con hablar anualmente desde una tribuna política de esta cuestión ya se estuviera haciendo algo, aunque todo quede en palabras y no se implementen programas específicos de prevención y detección temprana.
Curiosamente, durante los dos primeros años de crisis -2009 y 2010- los suicidios descendieron en España. El efecto amortiguador de la red familiar y, sobre todo, la posibilidad de atribuir la responsabilidad de la situación personal a factores externos, tuvo un efecto de contención en muchos sujetos y el número de víctimas bajó ligeramente. Pero la insistencia del problema y la falta de un horizonte esperanzador han dado la vuelta por completo a las primeras estadísticas. Ahora va en serio. El dato requiere asumir responsabilidades y dejar de mirar para otro lado.
Los medios de comunicación se debaten entre el pánico al factor de contagio imitativo y un nuevo enfoque, que va ganando terreno, basado en la información responsable encaminada a la prevención. Pero no debe haber duda de cuál debe ser el posicionamiento periodístico con relación al suicidio. Desde las más altas instituciones sanitarias internacionales se insiste que solo el incremento de la conciencia social sobre la existencia de este problema puede permitir su abordaje. Y a eso contribuye una información respetuosa y concienciada con la gravedad del asunto. También se ha de cuestionar la lentitud en la publicación de los datos oficiales sobre el suicidio, que se dan a conocer con dos años de desfase. Este retraso resulta una dificultad añadida, porque el conocimiento tardío de lo que está sucediendo en nuestro entorno, impide tomar medidas que lleguen a tiempo cuando la situación lo requiere.
La atención que presta al suicidio la actual Estrategia en Salud Mental del Sistema Nacional de Salud es, a todas luces, insuficiente. Y su eficacia, claramente fallida. La disputa sobre la elaboración de una nuevo plan de actuación se ha resuelto con la decisión de actualizar el actual. Pero se necesitan profundos cambios y planes conjuntos que impliquen a los distintos agentes sociales, que abarquen desde la sanidad hasta la educación, que contemplen desde campañas sociales hasta la intervención directa. Lo más relevante sería que se produjera una modificación en la orientación de la atención a la afección psíquica, que no privilegie el uso expeditivo de psicofármacos y que permita la expresión del paciente. Porque los recortes de los recursos sanitarios tienen un claro impacto en los tiempos de atención y de escucha que los profesionales de la Sanidad pueden dedicar a cada consulta. Y en ese tiempo, algunos, se están jugando la vida.
La recién publicada estadística sobre suicidios multiplica por tres la de muertos en carretera -que afortunadamente ha descendido de manera espectacular. La conclusión ahora es, pues, innegable: la crisis está teniendo un impacto clarísimo en la tasa de muerte por suicido en la población. Sin pretender caer en el alarmismo y asumiendo que las estadísticas -siempre cuestionables- sitúan a España muy por debajo de la media mundial, no podemos quitar importancia al hecho de que más de diez personas se quitan la vida cada día en nuestro país.
3.870 es una cifra que nos daña a todos. Sobre todo, tras las víctimas, a sus familiares, que verán sus vidas impactadas de una forma irreversible, con la dificultad añadida que el silencio y el estigma social suman a este complejo duelo. Pero también a todos los demás, que perdemos pulsión de vida cuando otros se dan muerte por su propia mano. Y no lo llamaré "muerte voluntaria", porque la voluntad no rige cuando la realidad asfixia.
La pregunta es ¿qué vamos a hacer?