En las últimas tres semanas se ha acelerado dramáticamente el deterioro de la situación en Yemen. Desde que aviones saudíes comenzaron a imponer una zona de exclusión aérea sobre Adén, junto al bloqueo naval que buques saudíes y egipcios ejercen en sus aguas costeras, ya han muerto unas 1.000 personas y más de 2.000 han resultado heridas solo en esa ciudad. En este corto plazo de tiempo se han multiplicado los frentes bélicos, lo que ha acentuado la gravedad de la crisis humanitaria que afecta a buena parte de la población, sin que ninguno de los actores implicados parezca próximo a la victoria (pero tampoco a la derrota).
Como era previsible, la limitada campaña liderada por Riad -Arabia Saudita- no ha logrado echar abajo la ofensiva huzí (apoyada visiblemente por fuerzas yemeníes leales al expresidente Saleh). Tras el impacto inicial, las milicias huzíes han vuelto a recuperar posiciones en zonas sensibles de Adén, convertida hoy en una ciudad sin dueño claro, en la que constantemente cambia de mano el control del diversos barrios, del palacio presidencial donde Hadi se había refugiado (actualmente se encuentra en Riad), del aeropuerto y del puerto (infraestructuras vitales para sostener el esfuerzo bélico de cada bando y para negar opciones al contrario). La situación es, asimismo, fluida en el resto del país, con choques que se repiten diariamente tanto en la capital como en otras ciudades como Taiz (tercera urbe del país) y en la región de Marib, con movimientos de las huestes alineadas con Hadi tratando de cortocircuitar las líneas de comunicación necesarias para que los huzíes y sus ocasionales aliados puedan trasladar hacia el sur nuevas tropas y apoyo logístico desde sus feudos del norte y desde Saná.
En ese complejo contexto, los actores humanitarios ven enormemente dificultado su esfuerzo para atender a la necesitada población civil -no olvidemos que, según Intermon-Oxfam, de los 25 millones de yemeníes, unos 16 malviven gracias a la asistencia humanitaria, 10 no disponen de alimentos básicos suficientes y 9 no reciben asistencia médica elemental-, mientras los actores combatientes desprecian las reiteradas demandas de alto el fuego, al menos temporal, para permitir la llegada de ayuda de emergencia. Por su parte, los yihadistas -no solo Al Qaeda en la Península Arábiga, sino también Daesh- aprovechan el caos reinante para atreverse incluso a intentar controlar territorio (como Mukalla, quinta ciudad del país), aprovechando la menor atención que se le presta últimamente (tanto en el seguimiento de sus movimientos como en los ataques con drones a sus dirigentes y milicianos).
Los huzíes, por su parte, aprovechan también para eliminar a rivales políticos (como los dirigentes del partido suní al Islah, perseguidos explícitamente desde la toma de Saná en septiembre pasado). Simultáneamente, Riad y Teherán siguen adelante en su creciente choque por interposición; con el primero tratando de forzar a los huzíes a volver a la mesa de negociaciones, para encontrar un punto de acuerdo que permita a Arabia Saudí volver a respirar con cierta comodidad en su vecindad sur, y con el segundo añadiendo más bazas de retorsión con las que poder frenar el esfuerzo de quienes quieren evitar a toda costa que se reconvierta en el líder regional de Oriente Medio.
Llegados a este punto parece imponerse la idea de que sin una masiva operación terrestre sostenida en el tiempo será imposible inclinar decididamente la balanza a favor de Riad y sus socios locales. A pesar de los continuos rumores sobre el asunto (más allá del hecho de que ya haya unidades de operaciones especiales saudíes sobre el terreno), nada apunta a que eso vaya a ocurrir de inmediato, tanto por razones políticas (no hay unanimidad sobre los objetivos a marcar) como militares (descartadas las tropas occidentales, se especula con que tendrían que ser soldados saudíes, egipcios y sudaneses los que constituyeran el grueso de la fuerza y ninguno de ellos se distingue precisamente por su operatividad). Queda por ver si la generosidad de Riad, como potencial financiador de todos aquellos a los que ha requerido colaboración (que incluyen también a Pakistán), termina por vencer las resistencias políticas de estos, contribuyendo con la carne de cañón que nadie más parece dispuesto a aportar. Y todo eso sabiendo que, tampoco aquí, el problema se va a arreglar en el campo de batalla.
Como era previsible, la limitada campaña liderada por Riad -Arabia Saudita- no ha logrado echar abajo la ofensiva huzí (apoyada visiblemente por fuerzas yemeníes leales al expresidente Saleh). Tras el impacto inicial, las milicias huzíes han vuelto a recuperar posiciones en zonas sensibles de Adén, convertida hoy en una ciudad sin dueño claro, en la que constantemente cambia de mano el control del diversos barrios, del palacio presidencial donde Hadi se había refugiado (actualmente se encuentra en Riad), del aeropuerto y del puerto (infraestructuras vitales para sostener el esfuerzo bélico de cada bando y para negar opciones al contrario). La situación es, asimismo, fluida en el resto del país, con choques que se repiten diariamente tanto en la capital como en otras ciudades como Taiz (tercera urbe del país) y en la región de Marib, con movimientos de las huestes alineadas con Hadi tratando de cortocircuitar las líneas de comunicación necesarias para que los huzíes y sus ocasionales aliados puedan trasladar hacia el sur nuevas tropas y apoyo logístico desde sus feudos del norte y desde Saná.
En ese complejo contexto, los actores humanitarios ven enormemente dificultado su esfuerzo para atender a la necesitada población civil -no olvidemos que, según Intermon-Oxfam, de los 25 millones de yemeníes, unos 16 malviven gracias a la asistencia humanitaria, 10 no disponen de alimentos básicos suficientes y 9 no reciben asistencia médica elemental-, mientras los actores combatientes desprecian las reiteradas demandas de alto el fuego, al menos temporal, para permitir la llegada de ayuda de emergencia. Por su parte, los yihadistas -no solo Al Qaeda en la Península Arábiga, sino también Daesh- aprovechan el caos reinante para atreverse incluso a intentar controlar territorio (como Mukalla, quinta ciudad del país), aprovechando la menor atención que se le presta últimamente (tanto en el seguimiento de sus movimientos como en los ataques con drones a sus dirigentes y milicianos).
Los huzíes, por su parte, aprovechan también para eliminar a rivales políticos (como los dirigentes del partido suní al Islah, perseguidos explícitamente desde la toma de Saná en septiembre pasado). Simultáneamente, Riad y Teherán siguen adelante en su creciente choque por interposición; con el primero tratando de forzar a los huzíes a volver a la mesa de negociaciones, para encontrar un punto de acuerdo que permita a Arabia Saudí volver a respirar con cierta comodidad en su vecindad sur, y con el segundo añadiendo más bazas de retorsión con las que poder frenar el esfuerzo de quienes quieren evitar a toda costa que se reconvierta en el líder regional de Oriente Medio.
Llegados a este punto parece imponerse la idea de que sin una masiva operación terrestre sostenida en el tiempo será imposible inclinar decididamente la balanza a favor de Riad y sus socios locales. A pesar de los continuos rumores sobre el asunto (más allá del hecho de que ya haya unidades de operaciones especiales saudíes sobre el terreno), nada apunta a que eso vaya a ocurrir de inmediato, tanto por razones políticas (no hay unanimidad sobre los objetivos a marcar) como militares (descartadas las tropas occidentales, se especula con que tendrían que ser soldados saudíes, egipcios y sudaneses los que constituyeran el grueso de la fuerza y ninguno de ellos se distingue precisamente por su operatividad). Queda por ver si la generosidad de Riad, como potencial financiador de todos aquellos a los que ha requerido colaboración (que incluyen también a Pakistán), termina por vencer las resistencias políticas de estos, contribuyendo con la carne de cañón que nadie más parece dispuesto a aportar. Y todo eso sabiendo que, tampoco aquí, el problema se va a arreglar en el campo de batalla.