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La soledad de Francisco, y el silencio de la izquierda sobre los cristianos

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¿Dónde estás, Izquierda? No, no pretendo hablar sobre la polémica que ha causado la reforma electoral introducida por Renzi, ni tampoco estoy pidiendo que se escuchen los argumentos a favor y en contra del primer ministro italiano.

Me pregunto dónde está la Izquierda con mayúscula, ese amplio colectivo social que se nutre de una historia y de unos principios, que no se entretiene en las disputas cotidianas, que se quiere a sí misma porque ama su sentido de la justicia. ¿Y dónde está ahora que se ha cometido uno de los crímenes más terribles contra personas indefensas?

Sí, hablo de las masacres de cristianos que han empapado de sangre tantos lugares en el mundo. ¿Por qué no recibo manifiestos para adherirme a ellos (y eso que me mandan muchos sobre tantos asuntos)? ¿Por qué no convoca alguien, no ya una manifestación, sino una simple sentada o una concentración? No digo en el Auditorio Parco Della Musica o en el teatro Ambra Jovinelli, pero sí al menos en un pabellón situado a las afueras o en una de esas plazas que antes ocupaban la Confederación General Italiana del Trabajo o la Federación de Empleados y Obreros Metalúrgicos. Nada. No oigo las protestas, no llegan los panfletos, ni las convocatorias, ni las muestras de apoyo o de adhesión.

La televisión está en algún otro sitio, lo sabemos, sobre todo los que trabajamos en ella. Ni siquiera en esta redacción del HuffPost existe un grupo de periodistas jóvenes y ambiciosos que quieran dar voz a estos nuevos débiles e indefensos.

Si releo las noticias de los últimos meses, compruebo que la izquierda ha asumido como suyas gran cantidad de causas: la de las mujeres, la de la violencia de género, la de los trabajadores, la de los jóvenes desempleados, la de los matrimonios entre personas del mismo sexo, la de frenar los excesos de la política, la de la reforma de las instituciones, la de la reorganización del Partido Democrático, la de la libertad en Internet, la de que Google pague impuestos, la de la ley de protección de datos, la del desarrollo de la investigación, la de la renovación de todo aquello que debe reformarse, la de la lucha contra la pobreza, la de la propagación de la idea de austeridad. Incluso la del kilómetro cero (que los productos se vendan y comercialicen en las zonas donde se producen), la de las dietas equilibradas, la de los desnudos artísticos, la del derecho a tatuarse, la del Estado Islámico y sus guerras, la de Europa y las suyas, la de Putin, la de Obama, la de Charlie Hebdo, y la del Museo del Bardo de Túnez.

Pero, salvo alguna excepción suelta, no se ha mostrado públicamente pena u horror por la muerte de hombres y mujeres que han perecido a causa de su fe. La muerte como violación final del derecho más importante de la libertad personal. Una fe que, por cierto, es aquella que tiene la mayoría de las personas en Italia, y es también la base de la definición (se quiera o no) de la historia y de la cultura del continente en el que vivimos.

Ni he sido católica ni lo soy. Soy atea y pretendo seguir siéndolo. Y no, no he escrito ni una sola palabra sobre el papa actual, no he ido a una misa de las nuevas jerarquías religiosas y todavía menos estoy obligada a decir que este papa está haciendo una revolución y que él es el verdadero líder de la izquierda.

Solo soy una periodista y creo que todavía comprendo lo que es una noticia. Y últimamente la noticia es la soledad en la que ha sido abandonado este papa tan popular, que desde hace meses es el único que denuncia las masacres de los fieles y hoy en día es el único jefe de Estado capaz de apuntar con el dedo a la pasividad de los países occidentales por estas muertes. De hecho, justo lo contrario de lo que ocurrió con Charlie Hebdo.

Las razones del silencio y la vergüenza de los países occidentales se conocen muy bien. Se pueden leer entre líneas en las explicaciones que el secretario de la iglesia católica italiana (Cei), monseñor Nunzio Galantino, ha dado sobre la intervención del papa Francisco. "El llamamiento del papa no pretende incitar al 'choque entre civilizaciones'", se ha visto en la obligación de explicar Galantino. Incluso ha aclarado lo obvio, diciendo que Francisco no pretende incitar a la "guerra santa".

Este es el punto en el que todo se paraliza: el miedo de que la defensa de los cristianos pueda significar la creación de nuevos problemas dentro del problema y termine desatando una reacción contraria a la que se persigue. Ese miedo consiste, en fin, en legitimar a una derecha, ya existente en Europa, que pueda aprovechar la ocasión para reforzar sus intereses y su discurso político a la vez que añade leña al fuego del racismo y del choque entre religiones.
Pero si bien sabemos que el respeto de los derechos humanos es en general la primera víctima del sacrificio de las razones de Estado, ¿podemos también nosotros, los ciudadanos, la opinión pública, defender estos temores y estos oportunismos?

Vuelvo con esto a hablar de la izquierda. Izquierda porque esta es la parte política que siempre ha reivindicado tener la fuerza y la convicción necesarias para afrontar los temas sobre la defensa de los débiles. Y porque la izquierda en este momento tiene gran poder en importantes países de Occidente. Especialmente en Italia.

Hay que actuar con celeridad. Los gobiernos pueden y deben trazar un plan para poner a salvo a los miles de refugiados, no solo con la asistencia básica (medicina, escuela y vivienda), sino también ofreciendo de forma generosa y amplia la nacionalidad a todas las familias que huyan de sus propios países.

Con especial atención a todos los jóvenes que quieren venir a Italia a estudiar o a trabajar. Es parecido a lo que hicieron los países occidentales antes de la segunda guerra mundial acogiendo a los judíos y otros perseguidos del nazismo incipiente. No es mucho, pero es el principio y también es un mensaje eficaz de fuerza moral y solidaridad para aquellos que desafían y se oponen a la violencia del Estado Islámico.

La izquierda no puede quedarse callada, repito. Al contrario, su silencio, su miedo pusilánime a provocar críticas de unos y de otros, su falta de coraje para asumir riesgos es, en esta encrucijada, también la mejor forma para declarar su propia disolución moral.

Este post fue publicado originalmente en la edición italiana de 'El Huffington Post' y ha sido traducido del italiano por Lucía Bueno López.

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