Quien haya seguido cualquiera de las tres temporadas la serie House of Cards descubrirá que, en política, toda cara tiene su envés. Aprende que cualquier decisión, toda iniciativa, absolutamente todas las declaraciones, persiguen únicamente el interés personal. El ciudadano, muchas veces molesto y siempre manipulable, es un mal necesario para conseguir un fin.
La serie inocula como un veneno la sensación de que el ciudadano es una marioneta víctima de una conspiración fraguada con un objetivo doble: conseguir su voto y, como consecuencia, afianzar o impulsar la prosperidad --económica, de poder-- del político.
Nada es casual. Una sonrisa en un momento adecuado esconde más de lo que dice. Un apretón de manos sella una alianza secreta de beneficio mutuo. Una frase aparentemente inocua en un discurso esconde un mensaje soterrado que sólo unos pocos saben interpretar. La política es puro teatro.
El veneno conspiranoico circula por la sangre del espectador de House of Cards, que pierde capítulo a capítulo la inocencia política hasta descubrir que nada es lo que parece. Por ejemplo: fotografías que captan la más pura realidad tal vez, sólo tal vez, contienen un mensaje intencionado.
Las imágenes del paseíllo de Rodrigo Rato frente al portal de su domicilio en el madrileño barrio de Salamanca no tienen, aparentemente, ninguna doble intención: un detenido es introducido en un vehículo por agentes del Servicio de Vigilancia Aduanera de la Agencia Tributaria, dependiente del Ministerio de Hacienda, tras registrar su domicilio en busca de pruebas.
Hasta ahí de acuerdo.
Pero el espectador de House of Cards no se fía. Duda, se pregunta y tira de hemeroteca mental para cuestionarse si siempre es así. Si el procedimiento es el mismo en todas las ocasiones. La respuesta es no.
Observen la imagen de Rato:
El exvicepresidente del Gobierno con Aznar, exdirector gerente del FMI, expresidente de Bankia y símbolo del milagro económico del PP abandona el edificio sin esposar, bien trajeado, con cara seria y sin la más mínima apariencia de que le hayan detenido in extremis o con las manos en la masa.
No parece, en ningún caso, que vaya a intentar escapar.
Aun así, está rodeado de varios agentes y uno posa su mano sobre el cogote del expolítico. "Tranquilos, está bien cogido, no se va a escapar", dice esa mano.
Esa imagen es una sentencia. Contiene teatralidad --cuántas veces no hemos visto situaciones similares en películas de Hollywood-- y cierta impostura. Todo, en definitiva, parece exagerado y muy preparado: una escena de carácter ejemplarizante, desarrollada una hora antes de que comiencen los Telediarios --de hecho, los policías llegaron dos horas después que los primeros periodistas a la casa de Rato--, que traslada la idea de que ningún corrupto está libre en España, de que todos tienen el aliento amenazante del Gobierno sobre su cogote, no importa el partido al que pertenezcan o qué nombre tengan. Es decir, exactamente el mensaje que de forma inmediata se empezó a trasladar desde las filas del PP y que el viernes rubricó la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. No habrá paz para los corruptos.
Sin embargo echemos un vistazo a esta otra imagen:
Otro presunto corrupto llega a prisión, pero no se le ve entrar. Los fotógrafos apenas pueden captar la imagen de un furgón policial cruzando la puerta del centro penintenciario de Soto del Real. Ni el zoom más potente es capaz de captar la imagen del supuesto delincuente que va dentro del vehículo: es Luis Bárcenas, extesorero del PP, el guardián de las finanzas del partido que hoy gobierna España.
Durante los 572 días que Luis Bárcenas permaneció encarcelado apenas se lograron publicar algunas escenas del preso en el interior de la cárcel. Sólo cuando Bárcenas salió de Soto del Real las cámaras pudieron captar sin problemas su figura: los españoles vieron a un hombre libre.
Las diferencias entre Rato --el chivo expiatorio necesario del que todos en el PP reniegan-- y Bárcenas --la manzana podrida dentro de una cesta inmaculada de la que no quieren ni hablar-- pueden ser pura casualidad. Puede.
Pero también es posible que Francis Underwood esté maquinando más allá de las paredes del Despacho Oval.
La serie inocula como un veneno la sensación de que el ciudadano es una marioneta víctima de una conspiración fraguada con un objetivo doble: conseguir su voto y, como consecuencia, afianzar o impulsar la prosperidad --económica, de poder-- del político.
Nada es casual. Una sonrisa en un momento adecuado esconde más de lo que dice. Un apretón de manos sella una alianza secreta de beneficio mutuo. Una frase aparentemente inocua en un discurso esconde un mensaje soterrado que sólo unos pocos saben interpretar. La política es puro teatro.
El veneno conspiranoico circula por la sangre del espectador de House of Cards, que pierde capítulo a capítulo la inocencia política hasta descubrir que nada es lo que parece. Por ejemplo: fotografías que captan la más pura realidad tal vez, sólo tal vez, contienen un mensaje intencionado.
Las imágenes del paseíllo de Rodrigo Rato frente al portal de su domicilio en el madrileño barrio de Salamanca no tienen, aparentemente, ninguna doble intención: un detenido es introducido en un vehículo por agentes del Servicio de Vigilancia Aduanera de la Agencia Tributaria, dependiente del Ministerio de Hacienda, tras registrar su domicilio en busca de pruebas.
Hasta ahí de acuerdo.
Pero el espectador de House of Cards no se fía. Duda, se pregunta y tira de hemeroteca mental para cuestionarse si siempre es así. Si el procedimiento es el mismo en todas las ocasiones. La respuesta es no.
Observen la imagen de Rato:
El exvicepresidente del Gobierno con Aznar, exdirector gerente del FMI, expresidente de Bankia y símbolo del milagro económico del PP abandona el edificio sin esposar, bien trajeado, con cara seria y sin la más mínima apariencia de que le hayan detenido in extremis o con las manos en la masa.
No parece, en ningún caso, que vaya a intentar escapar.
Aun así, está rodeado de varios agentes y uno posa su mano sobre el cogote del expolítico. "Tranquilos, está bien cogido, no se va a escapar", dice esa mano.
Esa imagen es una sentencia. Contiene teatralidad --cuántas veces no hemos visto situaciones similares en películas de Hollywood-- y cierta impostura. Todo, en definitiva, parece exagerado y muy preparado: una escena de carácter ejemplarizante, desarrollada una hora antes de que comiencen los Telediarios --de hecho, los policías llegaron dos horas después que los primeros periodistas a la casa de Rato--, que traslada la idea de que ningún corrupto está libre en España, de que todos tienen el aliento amenazante del Gobierno sobre su cogote, no importa el partido al que pertenezcan o qué nombre tengan. Es decir, exactamente el mensaje que de forma inmediata se empezó a trasladar desde las filas del PP y que el viernes rubricó la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. No habrá paz para los corruptos.
Sin embargo echemos un vistazo a esta otra imagen:
Otro presunto corrupto llega a prisión, pero no se le ve entrar. Los fotógrafos apenas pueden captar la imagen de un furgón policial cruzando la puerta del centro penintenciario de Soto del Real. Ni el zoom más potente es capaz de captar la imagen del supuesto delincuente que va dentro del vehículo: es Luis Bárcenas, extesorero del PP, el guardián de las finanzas del partido que hoy gobierna España.
Durante los 572 días que Luis Bárcenas permaneció encarcelado apenas se lograron publicar algunas escenas del preso en el interior de la cárcel. Sólo cuando Bárcenas salió de Soto del Real las cámaras pudieron captar sin problemas su figura: los españoles vieron a un hombre libre.
Las diferencias entre Rato --el chivo expiatorio necesario del que todos en el PP reniegan-- y Bárcenas --la manzana podrida dentro de una cesta inmaculada de la que no quieren ni hablar-- pueden ser pura casualidad. Puede.
Pero también es posible que Francis Underwood esté maquinando más allá de las paredes del Despacho Oval.