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Las dichosas perras

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"Las perras, las dichosas perras". Esta expresión, murmurada por mi madre o mi padre, la escuché muy a menudo desde niño. La repetían cada vez que se enteraban de algún desastre provocado por el dinero, por las perras. Mi madre aún lo dice de vez en cuando: "El dinero me da asco". Tal vez por eso nunca me ha gustado hablar de dinero. Como tema de conversación, me parece, como mínimo, indelicado, hortera. En las navidades de 1992, viajé por primera vez a Estados Unidos, a Los Ángeles. Nada más llegar, en una fiesta, el primer norteamericano al que me presentaron, me preguntó esto: "Y tú, ¿cuánto ganas?". Comprendí que medir a la gente por su riqueza formaba parte de su cultura de un modo descarado. El dinero era su prioridad número uno, a gran distancia del resto. Nosotros disimulamos más o somos más pudorosos. Pero eso no significa que el dinero no nos domine.

Como droga peligrosa y adictiva, el dinero admite muy pocos rivales. La gente es insaciable, siempre quiere más, por mucho que tenga. Si fuésemos inteligentes aspiraríamos al equilibrio perfecto: poseer el dinero suficiente para vivir tranquilos, pero no más. Sin embargo, somos tan estúpidos que no nos acabamos de creer que tener demasiado dinero nos pueda complicar la vida. Y, en cualquier caso, no nos importa correr el riesgo de comprobar cómo el dinero nos puede llegar a hacer infelices.

Los yonkis del dinero experimentan diversos tipos de placeres: acumularlo, saber que lo tienen y no soltarlo. Por eso hay tantos multimillonarios tacaños. Pero casi siempre es mentira eso de que han llegado a ser multimillonarios por ser muy agarrados. Las fortunas se suelen lograr con métodos menos honestos que la racanería. En España, el hambre de la guerra y la posguerra fue una fábrica de tacaños en la generación de mis padres y en la de mis abuelos. Pero esos tacaños tenían disculpa: en realidad, sufrían un pánico atroz a volver a padecer hambre y desarrollaron una inseguridad enfermiza.

La codicia siempre ha manejado el mundo pero ahora se ha puesto muy de moda. La gran derrota de nuestra civilización se resume en nuestra incapacidad para ponerle freno y lograr un planeta un pelín más justo y equilibrado. El 1% de la población mundial acumula más riqueza que el 99% restante. El dato es bochornoso y está en la raíz de toda clase de conflictos.

El dinero es capaz de contaminarlo todo. Un buen asunto es la relación del dinero con la ideología y con los afectos. El dinero ahoga la libertad, incluida la de pensar. Hay muchos, por ejemplo, que esconden lo que de verdad piensan para no arriesgar el dinero que les paga el dueño de su empresa. El dinero tiene un poder espectacular para condicionar o destruir convicciones y relaciones. Maruja Torres sostenía que Fernando Sánchez Dragó se había vuelto de repente de derechas cuando reparó en lo que se le llevaba Hacienda del premio Planeta.

Alguna vez se escucha que un rico no puede ser de izquierdas. Pero menuda tontería: un rico demuestra realmente ser de izquierdas cuando apoya a un partido político que, si gobernara, amenazaría su patrimonio. Por eso, en general, un rico de izquierdas tiene mucho más mérito, y es más de izquierdas que un pobre de izquierdas.

Hemos sacralizado el amor y la amistad como algunos de los sentimientos más sublimes, y a la familia como el refugio afectivo más seguro. Pero resulta desolador comprobar hasta qué punto el dinero puede pervertir las emociones y destrozar, enrarecer o enfriar los vínculos más sólidos o entrañables. Hay gente enamorada del dinero y gente que se enamora de las personas por su dinero. El dinero es muy, terriblemente, sexy. En muchas relaciones, todo va bien hasta que se mete el dinero de por medio. Sé de infinidad de personas cuyo cariño por seres muy importantes en su vida se envenenó por culpa del dinero. Son muy frecuentes los ejemplos de familiares que se dejan de hablar durante el reparto de una herencia, de amigos que rompen porque uno de ellos resulta devorado por la envidia del dinero del otro o de socios íntimos que salen escaldados después de compartir un negocio. Uno de los abusos más incómodos en una amistad consiste en pedirle dinero al amigo y, en el mejor de los casos, no tener ninguna prisa en devolvérselo. Rafael Azcona decía que si se quería perder un amigo, lo más fácil era pedirle dinero dos o tres veces. Pero aún resulta más sencillo perder a un amigo negándole el dinero que pide prestado.

"Si le prestas dinero a un amigo, perderás el dinero y el amigo". Hay gente que se toma al pie de la letra esa advertencia que hemos oído millones de veces. Cuando, después de la Guerra Civil, Luis Buñuel las pasaba canutas en Nueva York con su mujer y su hijo Juan Luis, le pidió 50 dólares a Salvador Dalí para poder pagar el alquiler del apartamento. Dalí le escribió una carta en la que le explicaba que no se le presta dinero a un amigo. Hay casos mucho más reconfortantes: a finales de los 40, Fernando Fernán-Gómez lideró de forma anónima una colecta entre amigos de Jardiel Poncela para que el escritor, que se había arruinado, pudiera salir adelante en los últimos años de su vida. Jardiel murió sin saber quiénes habían sido sus benefactores. El colmo de la vileza es pillarle manía al amigo al que no le devuelves el dinero. Pero no es extraño. Ya decía el clásico que era un gran misterio cómo el ser humano acaba odiando a quien ofende. Casi nadie parece a salvo del demonio del dinero. Tal vez lo más decepcionante es advertir que gente admirable, distinguida por su bondad, cultura, inteligencia, integridad o poderío moral sucumben a la tentación y parezcan más débiles que el dinero. Hasta los mejores se prostituyen.

Gracia Querejeta ha estrenado Felices 140, una película excelente sobre el poder del dinero para corromper los afectos y descubrir el lado más oscuro y miserable de la condición humana. Maribel Verdú -enorme- interpreta a una mujer que, para celebrar sus 40 años, reúne a sus seres más queridos en una casa rural durante un fin de semana. Todo transcurre con normalidad hasta que ella arroja esta bomba: es la afortunada que acaba de ganar 140 millones de euros en el Euromillón. Mientras escribían la película, Antonio Mercero, el coguionista, cuando iba en un taxi a reunirse con Gracia, escuchó en La ventana, -el programa de la Ser que entonces aún presentaba Gemma Nierga-, una encuesta entre los oyentes a partir de esta pregunta: "¿Perderías a tu mejor amigo a cambio de un millón de euros?". La pregunta era inquietante pero aún lo fueron más las respuestas: nadie, absolutamente nadie, prefirió a su mejor amigo. Antonio se lo contó a Gracia y ambos pensaron que su película sintonizaba muy bien con el aire de los tiempos. Los oyentes no se habían molestado ni en fingir, como si fueran norteamericanos.

Este artículo fue publicado inicialmente en Heraldo de Aragón

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