A un mes de las elecciones municipales de mayo y en plena campaña electoral de las distintas formaciones políticas, resulta importante reflexionar sobre la calidad de nuestra democracia, sobre las deficiencias de un sistema democrático que permite a los partidos políticos, con sus promesas electorales, mentir descaradamente a los ciudadanos, sin consecuencia inmediata alguna que no sea no volver a votarlos en los próximos comicios. Los partidos políticos deberían tener la obligación legal de cumplir con su programa electoral, salvo que unas circunstancias totalmente imprevisibles hagan necesario este cambio de rumbo. Y los tribunales, por su parte, deberían poder garantizar el cumplimiento de los programas electorales presentados, imponiendo multas astronómicas a los partidos que recurren al engaño como estrategia electoral.
Los ciudadanos tenemos el derecho a no ser engañados. Un partido político dentro de un sistema democrático serio no debería ganar, sin ninguna consecuencia, las elecciones con unas promesas electorales que no son más que humo, sabiendo perfectamente que las medidas anunciadas no se llevarán nunca a cabo o que es una táctica para garantizar una campaña electoral exitosa y así rentabilizar votos. No puede ser que votar sea «equivocarse a sabiendas», tal como lo aventuró Risto Mejide en su artículo Diccionario Básico: Miquelet- Botifler. Es evidente que no se trata de un problema estrictamente español, sino que es inherente a la democracia misma como sistema. Es un problema estructural que hay que solucionar. El actual primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, es un claro y reciente ejemplo del engaño como práctica electoral: poco antes de las elecciones, hizo unas promesas de las que pocas horas después de ganar se desdijo.
Para estas próximas elecciones, la ingenuidad debe ser aparcada: tenemos que examinar con lupa las decisiones políticas de los partidos con una larga trayectoria en lugar de fijarnos únicamente en sus programas electorales, porque hasta la fecha no garantizan de forma efectiva ninguna política, ya que su incumplimiento no lleva aparejado sanción alguna. Tampoco nos podemos permitir el lujo de seguir nuestra rutina de votos sin más consideración: el voto debe ser responsable, porque afecta al bienestar de todos, y puede hasta hipotecar el futuro de gran parte de la población. Puede llevar a la precariedad a colectivos enteros. Respecto a los partidos con menos recorrido, o los que todavía no han gobernado, sus promesas electorales deben analizarse a fondo para desinflarlas, y así poder decidir con conocimiento de causa. Es necesario apuntar que los ciudadanos tenemos no solo el derecho a poder decidir nuestro futuro político desde la libertad, sino también el deber de hacerlo desde la responsabilidad que exige comprometer el futuro de un país en un sentido u otro.
Las promesas electorales engañosas son bromas de mal gusto gastadas a una ciudadanía ingenua que sigue fijándose más en su rutina de voto, en espontáneas promesas electorales caídas de la nada, en lugar de en la realidad diaria a la que se enfrenta. O exigimos un cambio fundamental en el sistema haciendo obligatorio el cumplimiento de los programas electorales por los partidos políticos o seguimos equivocándonos a sabiendas cada vez que haya elecciones. Votar no puede ser como un sorteo, cuyo resultado es totalmente aleatorio. El sistema democrático, tal como está diseñado, se encuentra lejos de ser perfecto, y sus deficiencias deben ser paliadas para evitar que unos cuantos las tomen como rehenes para defender sus propios intereses en detrimento de los de la mayoría. Debemos entender que los engaños son mucho más que humo, porque luego se materializan en políticas económicas y sociales que inciden en la vida cotidiana y son susceptibles de perjudicarnos gravemente. El carácter obligatorio de los programas electorales es una cuestión que debería generar debate entre la ciudadanía y, desde luego, protagonizar los debates en los medios de comunicación antes de estas elecciones. El próximo gran avance de la democracia pasa por hacer obligatorios los programas electorales de los partidos políticos; un cambio que debe ser impulsado desde abajo hasta que ocupe un sitio en la agenda de los partidos políticos.
La verdad, hay quienes ya están hartos de equivocarse a sabiendas.
www.reaccionando.org
Los ciudadanos tenemos el derecho a no ser engañados. Un partido político dentro de un sistema democrático serio no debería ganar, sin ninguna consecuencia, las elecciones con unas promesas electorales que no son más que humo, sabiendo perfectamente que las medidas anunciadas no se llevarán nunca a cabo o que es una táctica para garantizar una campaña electoral exitosa y así rentabilizar votos. No puede ser que votar sea «equivocarse a sabiendas», tal como lo aventuró Risto Mejide en su artículo Diccionario Básico: Miquelet- Botifler. Es evidente que no se trata de un problema estrictamente español, sino que es inherente a la democracia misma como sistema. Es un problema estructural que hay que solucionar. El actual primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, es un claro y reciente ejemplo del engaño como práctica electoral: poco antes de las elecciones, hizo unas promesas de las que pocas horas después de ganar se desdijo.
Para estas próximas elecciones, la ingenuidad debe ser aparcada: tenemos que examinar con lupa las decisiones políticas de los partidos con una larga trayectoria en lugar de fijarnos únicamente en sus programas electorales, porque hasta la fecha no garantizan de forma efectiva ninguna política, ya que su incumplimiento no lleva aparejado sanción alguna. Tampoco nos podemos permitir el lujo de seguir nuestra rutina de votos sin más consideración: el voto debe ser responsable, porque afecta al bienestar de todos, y puede hasta hipotecar el futuro de gran parte de la población. Puede llevar a la precariedad a colectivos enteros. Respecto a los partidos con menos recorrido, o los que todavía no han gobernado, sus promesas electorales deben analizarse a fondo para desinflarlas, y así poder decidir con conocimiento de causa. Es necesario apuntar que los ciudadanos tenemos no solo el derecho a poder decidir nuestro futuro político desde la libertad, sino también el deber de hacerlo desde la responsabilidad que exige comprometer el futuro de un país en un sentido u otro.
Las promesas electorales engañosas son bromas de mal gusto gastadas a una ciudadanía ingenua que sigue fijándose más en su rutina de voto, en espontáneas promesas electorales caídas de la nada, en lugar de en la realidad diaria a la que se enfrenta. O exigimos un cambio fundamental en el sistema haciendo obligatorio el cumplimiento de los programas electorales por los partidos políticos o seguimos equivocándonos a sabiendas cada vez que haya elecciones. Votar no puede ser como un sorteo, cuyo resultado es totalmente aleatorio. El sistema democrático, tal como está diseñado, se encuentra lejos de ser perfecto, y sus deficiencias deben ser paliadas para evitar que unos cuantos las tomen como rehenes para defender sus propios intereses en detrimento de los de la mayoría. Debemos entender que los engaños son mucho más que humo, porque luego se materializan en políticas económicas y sociales que inciden en la vida cotidiana y son susceptibles de perjudicarnos gravemente. El carácter obligatorio de los programas electorales es una cuestión que debería generar debate entre la ciudadanía y, desde luego, protagonizar los debates en los medios de comunicación antes de estas elecciones. El próximo gran avance de la democracia pasa por hacer obligatorios los programas electorales de los partidos políticos; un cambio que debe ser impulsado desde abajo hasta que ocupe un sitio en la agenda de los partidos políticos.
La verdad, hay quienes ya están hartos de equivocarse a sabiendas.
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