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Desigualdades socioeconómicas en Estados Unidos

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A Shawn (ha dado un nombre ficticio por privacidad) le comunicaron hace unas semanas que a partir de enero le reducían el sueldo por hora un 50%, ya que la aerolínea regional para la que trabaja ha sido sometida a una reestructuración por problemas económicos. Lo han bajado de categoría, de capitán a copiloto. Shawn tiene 35 años y siete años de experiencia como piloto de aviones comerciales en Estados Unidos. Antes había trabajado para el ejército, en Iraq y Afganistán. Su currículum es impecable. Es de esas personas serias, que organiza con diligencia su jornada laboral, comprueba concentrado los vuelos, el estado del tráfico y las condiciones meteorológicas en su tableta, deja su uniforme planchado en la percha la noche anterior y la maleta negra de mano preparada, con el asa metálica levantada, a punto para cogerla y salir de casa. Le dicen que podrá seguir ingresando la misma cantidad que hasta ahora, sí, si vuela el doble de horas al mes y le queda tiempo para el descanso estipulado en su profesión.

"Nunca me habría imaginado que me sucedería algo así", dice Shawn, que ha empezado a suprimir gastos en salidas, suministros y renovaciones en la casa, a la vez que acude a entrevistas en otras aerolíneas comerciales, en las que compite con cientos de candidatos. Nunca habría imaginado que en la aún primera potencia del mundo, que se precia de ofrecer oportunidades de ascenso social más que ningún otro país, quien tiene una formación sólida y buena carrera profesional pueda estar expuesto de tal modo a la inestabilidad laboral.

La pauperización de la sociedad

En Estados Unidos la población ha experimentado un progresivo retroceso de su calidad de vida a lo largo de las últimas tres décadas, que se ha agravado durante la reciente crisis económica. Los ingresos no suben proporcionalmente al coste de la vida, y se están llevan a cabo reducciones de plantilla, de salarios y de prestaciones a buena parte de los trabajadores. Sin embargo esos recortes no se aplican por igual: altos ejecutivos (como los de las aerolíneas), profesionales de las finanzas e inversores siguen ganando cantidades millonarias. Esta situación, que se ha venido denunciando desde hace años, quedó reflejada en el lema We are the 99%, abanderado por los manifestantes del movimiento Occupy Wall Street, que cristalizó en otoño de 2011 en Nueva York y se extendió con celeridad en el resto del país. En la actualidad, aunque el movimiento ha terminado, la idea del 1% versus el 99% es fuente de debate entre conservadores y liberales, se ha convertido en el tema estrella de la agenda del nuevo alcalde de Nueva York, Bill di Blasio (ya que esta es una de las ciudades con mayores diferencias socioeconómicas), y probablemente protagonizará la campaña presidencial para las elecciones de 2016.

La brecha entre los que tienen mucho y los demás era hasta hace poco un problema de las economías emergentes, pero en hoy en día es acuciante en EEUU: el coeficiente de Gini en este país (una cifra del 0 al 1 que indica la desigualdad de ingresos entre los habitantes de un país) se encuentra en el 0,42, uno de los más elevados entre los países de la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCED). La disparidad en las retribuciones tiene su origen en varios factores: en la globalización y progresos tecnológicos, puesto que los cambios estructurales por una mayor integración de los países en la economía mundial ha beneficiado sobre todo a los profesionales más cualificados; en las reformas del sistema tributario y exenciones fiscales, de las que se han podido aprovechar más los que perciben rentas elevadas; y en la flexibilización del mercado laboral, que ha permitido crear nuevos puestos pero en buena medida precarios, temporales o a tiempo parcial. La sensación general es que, para los que no forman parte del 1% privilegiado, cuesta mucho prosperar.

¿Qué significa no prosperar? Significa endeudarse para realizar una carrera (la cantidad media aquí en EEUU es de casi 30.000 dólares), terminar trabajando en un puesto para el que a menudo estás sobrecualificado, soportar la frustración y destinar parte del salario a pagar un préstamo de estudios durante años, cuando deberías estar invirtiendo en tu futuro. No prosperar significa que con el transcurso del tiempo tus ingresos se estanquen o desciendan, como le ocurre a Shawn, cuya remuneración en cifras absolutas era más elevada en 2008 que en 2014; o que no te promocionen, después de años en la empresa. No prosperar es que no valoren tu lealtad, que te sustituyan por otro que está dispuesto a cobrar menos o nada, porque prime el beneficio de la empresa y no el talento del empleado. No prosperar es que tu vivienda pierda la mitad de su valor tras la crisis inmobiliaria, que no recibas ayudas pero se rescate a los bancos con fondos públicos, ya que son too big to fail (demasiado grandes para caer). No prosperar significa que sigas preocupado por tu estabilidad financiera a medida que te haces mayor, que tu plan de jubilación (el llamado 401K plan) decrezca, que debas reincorporarte al mercado laboral con setenta años, que no puedas dar a tus hijos garantías de bienestar, que la movilidad intergeneracional sea una falacia. Significa que, en mayor o menor medida, tengas problemas económicos, laborales y de salud un año, detrás de otro, detrás de otro.

The working poor

Shawn cobrará ahora la mitad: 40 dólares por hora de vuelo (no le pagan las varias horas de desplazamiento al aeropuerto ni de espera). Y su seguro médico será más costoso que antes. Si no fuera por el sueldo de su esposa no podrían seguir asumiendo la hipoteca de su casa, en Florida. Los recortes en las empresas están afectando a su sector y a muchos otros. Pero los que se encuentran en peores circunstancias son aquellos que no tienen una carrera profesional: algunos de ellos perciben un sueldo tan escaso que los deja por debajo del umbral de la pobreza.

La situación de este colectivo (the working poor) queda brillantemente descrita en el bestseller Nickel and Dimed de la periodista estadounidense Barbara Ehrenheich, del que hablé en un artículo en La Vanguardia digital. Las personas de esta historia real ejercen de camareros, dependientes o empleados domésticos, y cobran el sueldo mínimo (7,25 dólares la hora a nivel federal). Como este no ha ascendido a la par que el coste de vida a lo largo de los años, trabajar a jornada completa los sitúa en la categoría oficial de pobres (11.170 dólares anuales por persona y 23.050 dólares para una familia de cuatro, según el Departamento de Salud y Servicios Humanos de EEUU). Algunos viven en residencias de familiares, moteles, caravanas o en su coche. Solicitan subsidios del Estado porque solo trabajando no pueden subsistir, e incluso ciertas empresas en las que están contratados tienen una línea de atención al trabajador que los deriva a centros de acogida y comedores sociales. Algunas obtienen beneficios anuales multimillonarios, como la cadena de comida rápida McDonalds.

Una de las personas del conocido reportaje, Rosalie, es empleada del hogar en una empresa de limpieza en el estado de Maine, y vive con su pareja y la madre de él. Uno de los clientes se queja porque considera que debería fregar los suelos agachada, con un trapo, un cubo de agua caliente y detergente. No se le está permitido comer ni beber nada en horas laborales, para el almuerzo compra patatas de bolsa, porque dice no disponer de nada en casa, y cuando una compañera se ofrece para ir a comprar refrescos le confiesa que no tiene 85 céntimos para pagarle. "¿Cómo aguantas?", le preguntan. "Bueno, a veces me mareo", reconoce. Rinde ocho horas diarias, pero con eso no consigue comer bien, ni vestir bien, ni alquilar una vivienda propia, ni ahorrar, ni ampliar sus estudios, ni salir de ese estado. Le alcanza para sobrevivir y seguir limpiando habitaciones.

Como ella hay muchos otros que, por sus ingresos, entran en la categoría de trabajadores pobres o casi pobres (estos últimos ganan un 50% por encima del umbral de la pobreza). ¿Qué significa exactamente ser pobre o casi pobre? La pobreza relativa de los países industrializados, a diferencia de la absoluta en los países menos desarrollados, no siempre es tan evidente puesto que, como afirman algunos comentaristas y políticos del ala más conservadora, al fin y al cabo los más necesitados aquí no están tan mal: tienen vehículos, televisor, móvil, hasta acceso a internet. Pero huelga decir que la carencia de recursos debe entenderse en relación con el contexto socioeconómico. Ser pobre en un país avanzado implica que carezcas de algunas cosas necesarias para vivir bien, como una alimentación equilibrada y una vivienda digna; que no dispongas de activos tangibles, como una cuenta corriente o de ahorros, ni intangibles, como capital social o capital cultural; que no puedas vivir bien por falta de acceso a la educación, a la sanidad, al poder político; que dependas de otros, que no puedas desarrollar y mantener relaciones sociales estables. Pero, realmente, lo peor de ser pobre es la falta de movilidad social y de igualdad de oportunidades.

En EEUU hay además ciudadanos que apenas disponen de ingresos: aproximadamente 1,5 millones de hogares en este país viven en la pobreza extrema, con 2 dólares al día por persona, tal y como destaca un reciente informe del Centro Nacional de Pobreza en la Universidad de Michigan.


¿Por qué no progresa la mayoría?

El argumento que esgrime el partido republicano para evitar reformas en este ámbito es que la clase media y baja no avanzan debido a las decisiones que toman: no estudian o no trabajan lo suficiente, no ahorran o no invierten adecuadamente, crean una familia sin disponer aún de medios, entran en conflictos laborales, llevan una mala vida. Es evidente que todo ello, cuando se da, repercute en el grado de éxito que alcanza cada individuo en la sociedad. Pero los datos indican que, aunque se sigan las normas del juego, si los salarios no ascienden proporcionalmente al nivel de vida disminuye la capacidad de poder adquisitivo y de ahorro. Las cifras son claras: por ejemplo, del 2009 al 2012, las ganancias del 99% de la población ascendieron solo un 0,4% (mientras que los del 1% más adinerado aumentaron un 31,4%), unas cifras mucho más desfavorables para el 99% que las de la recuperación tras la Gran Depresión en los años treinta del siglo pasado. Numerosos economistas, entre ellos premios Nobel como Joseph Stiglitz y Paul Krugman, han denunciado repetidamente esta situación.

Además de ello hay que tener en cuenta el papel que desempeñan otros factores, como el de la psicología, para entender por qué es difícil prosperar. Se ha demostrado empíricamente que pensar cómo reunir grandes sumas de dinero cuando pasas por dificultades erosiona tu capacidad cognitiva más que si te faltaran horas de sueño. Individuos con un grado de inteligencia alto toman decisiones muy diferentes según si disponen o no de dinero y energía. Los más necesitados desarrollan una mentalidad de corto plazo y hábitos autodestructivos, como aceptar un puesto de trabajo injustamente remunerado, no buscar mejores opciones, solicitar una tarjeta de crédito para pagar otra y abonar solo la cantidad mínima mensual, con lo cual se paga en intereses varias veces el precio del producto adquirido.

El contraste entre el estatus socioeconómico de unos pocos privilegiados y el resto se está extendiendo a otros países industrializados. Incluso a aquellos que hasta hace poco tenían un índice de desigualdad muy bajo, como Alemania, Dinamarca o Suecia, como apunta un análisis de la OCED. También a España, desde los últimos 15 años: mientras la clase política y algunos empresarios tienen remuneraciones elevadas, millones de ciudadanos padecen las consecuencias de las medidas de austeridad aplicadas por el Gobierno. El índice de desempleo sigue siendo uno de los más elevados de Europa, y ello ha generado un aumento del número de emigrantes y de remesas de dinero. ¿Qué esperanzas puede tener un joven español, si la mitad de la gente de su edad está desocupada?

Cierta dosis de desigualdad puede ser un incentivo para mejorar, pero en niveles elevados afecta a la economía del país en su conjunto, genera desafección política, malestar social y resentimiento, y puede dar lugar a tendencias populistas que pongan en peligro la estabilidad de la democracia. La solución a este grave problema pasa por la aplicación de políticas más eficaces de redistribución de las rentas, el aumento de empleo de calidad con perspectivas de promoción y la inversión en capital humano, especialmente en los jóvenes, en su educación y en su talento. No debería permitirse que una sociedad desarrollada se empobrezca, que por mucho que trabaje, ya sea a diez mil metros de altitud o inclinada en el suelo, nunca consiga avanzar.

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