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Las cosas que, como padres, nos da miedo contar

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De vez en cuando, sale un post en el que el autor describe la regañina de una madre hacia su(s) hijo(s) en un lugar público. Puede que la madre reaccionara de forma exagerada ante ante un fallo del pequeño o ante un llanto incesante. Quizás ocurrió en el momento de pasar por caja. O en los aparcamientos. O en una cafetería o en un autobús. Quizás ella le cogió el brazo con demasiada fuerza en un gesto de rabia, o incluso le abofeteó. El niño se avergonzó. Ella pudo haberle amenazado con pegarle.

Todo el mundo lo vió. La reacción fue desmesurada. Alguien debería haber ido al rescate del niño. Todo el mundo que lo lee está de acuerdo. Todos los comentarios de estos posts coinciden en condenar al progenitor. No se merece a sus hijos. Habiendo tanta gente buena que quiere y no puede tener niños, es una vergüenza que esa mujer pueda tenerlos.

Personalmente, no conozco a ninguna madre de las que esos posts describen. No conozco su historia, y no sé lo que ocurre en su casa. También me entristece y horroriza la manera en que algunos padres gritan a sus pequeños por cosas aparentemente insignificantes.
Pero también he sido una de esas madres que actúan así en público. He chillado a mis tres hijos con una voz con la que no me reconozco. Les he gritado, y he atraído la cruel atención de los extraños que pasaban por allí. He arrastrado a mi hijo de 4 años por el pasillo hasta el ascensor mientras gritaba para que su hermana se metiera en el baño. A todo esto, las mujeres mayores del portal, se asomaban a la puerta para observar el espectáculo de una mujer que pierde el control con sus hijos.

He agarrado con fuerza sus bracitos para cruzar la calle en mitad del colapso de la gente, mientras alguien me gritaba "¡cálmate!". En esos momentos, lo único que puedes hacer es continuar tu camino de la mano de los niños intentando evitar que no los atropellen y girarte para mandar a la mierda a esa persona. Resulta que cuando somos testigos de estas escenas no vemos lo que hay detrás de ellas.

La ira de los padres no es algo de lo que la gente habla. No produce empatía, sino tristeza o apatía. No es algo pasivo, y su objetivo suele ser una personita inocente. Hay malos padres y buenos padres, aunque con ciertos matices. Los buenos tienen malos momentos, pero no se salen de lo que comúnmente se considera normal. Nadie es perfecto. Todos perdemos los nervios a veces. Pero, ¿qué sucede cuando al perder los nervios cruzamos la línea de la frustración y pasamos a la ira?

No estoy hablando de maltratar a los niños (si sabemos que un menor está siendo maltratado, debemos actuar sin dudarlo dos veces); me refiero a los enfados y a la crispación que muchas madres normales experimentan. Parece que no se puede hablar de ello; resulta demasiado incómodo y arriesgado. ¿Qué pensarían mis amigos si supieran cómo son mis enfados? Si se lo cuento, dirán que no soy una buena madre.

Muchos de nosotros, ante la carga y las preocupaciones por la familia, el trabajo y los hogares (y a menudo sin contar con la ayuda que necesitamos), huimos de la presión sin resolver la situación. Huimos de nuestro pasado caótico y a veces reaccionamos de tal manera que ni siquiera nos reconocemos a nosotros mismos. Nos odiamos por no ser perfectos, por no llegarle a los demás ni a la suela de los zapatos, por no ser como las otras madres.

Y tratamos de sobrellevarlo bebiendo más, comiendo más y durmiendo menos. Hay pocas salidas aceptables para esta sinceridad que no encaja. Montamos el numerito delante de toda la gente, pero el problema nos lo tragamos nosotras solitas. He pasado muchas noches sufriendo por mi comportamiento, por haber perdido el control con mis hijos, y prometiéndome que lo arreglaríamos al día siguiente. Sentía que no merecía ni los hijos ni la vida que tenía.

Empecé a sentir esa ira cuando mi primer hijo nació. Me sorprendían esos enfados irracionales con un bebé al que quería más de lo que nunca había podido imaginar. Y me convencí de que era una mala madre. Pero cuando tuve gemelos 19 meses después, sentí de verdad que esto se salía de lo normal.

Aunque ya había sufrido depresiones antes y después de tener hijos, esas manifestaciones de ira seguían confundiéndome y avergonzándome. Me horrorizaba la forma en que apretaba la mandíbula y cerraba los puños como respuesta al llanto, a los gemidos y a las continuas exigencias de tres bebés. Mis amigas también contaban sus episodios y momentos difíciles, pero el miedo desagradable de que mi situación era distinta pesaba en mi estómago.

A medida que mis hijas y mi hijo van haciéndose mayores (ya van a la escuela), me doy cuenta de que, afortunadamente, soy capaz de hablar de la rabia paternal, pues siento que es algo intrínseco al hecho de ser madre. No es por crueldad ni maldad. Quiero ser una madre mejor; no la mejor madre, y ni siquiera una madre que nunca diga palabrotas. Pero me esfuerzo por comprender que la crianza consiste en ofrecer a nuestros hijos lo que nos damos a nosotros mismos.

Cuando hablo sobre la ira, la depresión y las formas de ser padres, la gente a veces me lanza miradas incómodas o de incomprensión. Pero la mayoría de las veces, veo caras de alivio, que incluso me dicen: "Sí, sé de lo que hablas".


Traducción de Marina Velasco Serrano


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