Siempre he admirado la capacidad que tienen los británicos para conservar sus tradiciones y al mismo tiempo tener la capital más cosmopolita de Europa. Hay un pedazo de cada rincón del mundo en Londres. Cada vez que regreso tengo la sensación de que nunca me he marchado. Soy British por adopción. Mis padres vivieron aquí cuando eran jóvenes y escapaban de la España en blanco y negro. Yo llegué en 2007, primero para trabajar y después para estudiar dos años. En España ya había color pero se gestaba una crisis inimaginable. Aquí llegó antes. Y también se marchó primero, aunque ha dejado tras de sí una estela de crisis de identidades en donde ha prendido la llama del populismo.
El contagio de la crisis financiera en Estado Unidos golpeó bruscamente la city londinense, capital europea de las finanzas. Todavía recuerdo la forma en que los empleados del banco Lehman Brothers desfilaban perplejos con sus cajas de cartón por Canary Wharf, el flamante distrito financiero al este de Londres. ¿Quién hubiera pensado que aquel gigante, que había sobrevivido a dos guerras mundiales, caería aquel verano? Era el 15 de septiembre de 2008 y el mundo estaba cambiando bruscamente. En realidad, por sus consecuencias geo-políticas, parecía más bien 11 de septiembre.
Es verdad: el Reino Unido ha superado la crisis mejor que muchos de sus vecinos europeos, armado con su libra, su banco central y el dinamismo de su economía. El país crece y crea empleo. Esta es la razón principal por la que la mayoría de encuestas dan este jueves como ganador al partido conservador del primer ministro David Cameron. Hace menos de dos años, antes de que llegara la recuperación, los laboristas de Ed Miliband tenían una ventaja de 10 puntos en las encuestas. El voto económico (los electores tienen a castigar o premiar al partido de gobierno según la marcha de la economía) es clave en estas elecciones.
La austeridad de Cameron, con un presupuesto de recorte de gasto desconocido para el país en tiempos de paz, ha dejado sus huellas. El dolor que ha causado en los más débiles es terrible y no terminará pronto. Reino Unido es cada vez más desigual. Lo saben bien los siete millones de ciudadanos que se ven obligados a recurrir a los bancos de alimentos para nutrir a sus familias. En 2008 tan solo 20.000 lo hacían. En un país de 68 millones de habitantes.
La resaca de aquel particular 11-S de 2008 ha dejado también un Reino Unido cada vez más irrelevante en la escena internacional. Es verdad que Estados Unidos y Europa han cedido terreno a Asia, sobre todo a China. El mapa del mundo ha cambiado y a Occidente le cuesta encontrar su espacio. Hasta Rusia ha despertado de su letargo tras la Guerra Fría. Pero los británicos atraviesan un periodo de introversión y perdida de influencia particularmente agudo. Más que nunca, deben recordar estos días la frase del estadounidense Dean Acheson, quien fuera secretario de Estado del presidente Harry S. Truman: "Gran Bretaña ha perdido un imperio y todavía no ha encontrado su papel en el mundo".
Los dos círculos sobre los que el Reino Unido ha ejercido su influencia en el mundo durante las últimas décadas están colapsando. La relación de los británicos con la Unión Europea siempre ha sido complicada, pero nunca tanto como ahora. El reloj de arena marca la cuenta atrás hasta el 2017, fecha en la que celebrarán un referéndum sobre su salida de la UE si David Cameron logra permanecer en el número 10 de Downing Street.
La retórica anti-inmingración, sobre todo proveniente de los países del este de Europa, se ha instalado en el discurso público, a pesar de que los informes insisten en que quienes vienen a trabajar aportan mucho más a la economía de lo que reciben de los servicios públicos. Hasta el Partido Laborista ha entrado en ese juego y asegura en su programa, a modo de postureo electoral, que quiere endurecer los controles sobre la inmigración.
Con un pie fuera de la Unión Europea, los británicos comprueban cómo los Estados Unidos, su otro gran círculo de influencia, también se achica. A los estadounidenses les entusiasma la pertenencia británica a la UE desde antes de que se produjera en 1973. No comprenden su aislacionismo en Europa. Tampoco ayuda el hecho de que la austeridad haya afectado al ejército británico, cuyas capacidades retroceden con la misma carencia con la que la idea de un ejército europeo con el Reino Unido dentro -lo que aminoraría su creciente irrelevancia- se evapora.
A la introversión británica se suman las tensiones nacionalistas que atraviesa el país. Cameron fue audaz cuando aceptó que los escoceses celebrasen un referéndum sobre su independencia del Reino Unido en septiembre del año pasado. El resultado prounionista con una diferencia de diez puntos debería haber sellado la espinosa cuestión escocesa. Pero Cameron había olvidado que está en el ADN del nacionalismo soñar con una patria propia; si renuncian a su sueño dejarían de existir. Hoy todas las encuestas anuncian que el SNP (Partido Nacional Escocés) arrasará en el norte.
Charles Lichfield, investigador de Eurasia Group, me explica el gran as en la manga que se guarda el SNP. Si se da cualquiera de estos tres supuestos -un referéndum sobre la salida del Reino Unido de la UE, un decepcionante resultado del proceso descentralizador o si los servicios públicos quedan deteriorados gravemente por la austeridad- el SNP exigirá celebrar otro referéndum. Así nunca se pierde.
Es difícil imaginar cómo un pueblo tan pragmático como el británico ha terminado instalado en este gran diván colectivo aturdido por las identidades británica, escocesa y británica. En todo caso no todo está perdido. Concluyo el día entrevistando a Maurice Fraser, director del Instituto Europeo de la London School of Economics, un pensador influyente en el Partido Conservador desde que fue asesor especial del Ministerio de Exteriores en los noventa. Fraser asegura que los británicos, como buenos pragmáticos, "votan siempre con la mano en el bolsillo". Si se celebra el referéndum, asegura, ganará con toda probabilidad la permanencia en la UE, porque saben que los costes económicos de su salida serían enormes. Si Cameron logra formar gobierno, tendremos ocasión de comprobarlo.
El contagio de la crisis financiera en Estado Unidos golpeó bruscamente la city londinense, capital europea de las finanzas. Todavía recuerdo la forma en que los empleados del banco Lehman Brothers desfilaban perplejos con sus cajas de cartón por Canary Wharf, el flamante distrito financiero al este de Londres. ¿Quién hubiera pensado que aquel gigante, que había sobrevivido a dos guerras mundiales, caería aquel verano? Era el 15 de septiembre de 2008 y el mundo estaba cambiando bruscamente. En realidad, por sus consecuencias geo-políticas, parecía más bien 11 de septiembre.
Es verdad: el Reino Unido ha superado la crisis mejor que muchos de sus vecinos europeos, armado con su libra, su banco central y el dinamismo de su economía. El país crece y crea empleo. Esta es la razón principal por la que la mayoría de encuestas dan este jueves como ganador al partido conservador del primer ministro David Cameron. Hace menos de dos años, antes de que llegara la recuperación, los laboristas de Ed Miliband tenían una ventaja de 10 puntos en las encuestas. El voto económico (los electores tienen a castigar o premiar al partido de gobierno según la marcha de la economía) es clave en estas elecciones.
La austeridad de Cameron, con un presupuesto de recorte de gasto desconocido para el país en tiempos de paz, ha dejado sus huellas. El dolor que ha causado en los más débiles es terrible y no terminará pronto. Reino Unido es cada vez más desigual. Lo saben bien los siete millones de ciudadanos que se ven obligados a recurrir a los bancos de alimentos para nutrir a sus familias. En 2008 tan solo 20.000 lo hacían. En un país de 68 millones de habitantes.
La resaca de aquel particular 11-S de 2008 ha dejado también un Reino Unido cada vez más irrelevante en la escena internacional. Es verdad que Estados Unidos y Europa han cedido terreno a Asia, sobre todo a China. El mapa del mundo ha cambiado y a Occidente le cuesta encontrar su espacio. Hasta Rusia ha despertado de su letargo tras la Guerra Fría. Pero los británicos atraviesan un periodo de introversión y perdida de influencia particularmente agudo. Más que nunca, deben recordar estos días la frase del estadounidense Dean Acheson, quien fuera secretario de Estado del presidente Harry S. Truman: "Gran Bretaña ha perdido un imperio y todavía no ha encontrado su papel en el mundo".
Los dos círculos sobre los que el Reino Unido ha ejercido su influencia en el mundo durante las últimas décadas están colapsando. La relación de los británicos con la Unión Europea siempre ha sido complicada, pero nunca tanto como ahora. El reloj de arena marca la cuenta atrás hasta el 2017, fecha en la que celebrarán un referéndum sobre su salida de la UE si David Cameron logra permanecer en el número 10 de Downing Street.
La retórica anti-inmingración, sobre todo proveniente de los países del este de Europa, se ha instalado en el discurso público, a pesar de que los informes insisten en que quienes vienen a trabajar aportan mucho más a la economía de lo que reciben de los servicios públicos. Hasta el Partido Laborista ha entrado en ese juego y asegura en su programa, a modo de postureo electoral, que quiere endurecer los controles sobre la inmigración.
Con un pie fuera de la Unión Europea, los británicos comprueban cómo los Estados Unidos, su otro gran círculo de influencia, también se achica. A los estadounidenses les entusiasma la pertenencia británica a la UE desde antes de que se produjera en 1973. No comprenden su aislacionismo en Europa. Tampoco ayuda el hecho de que la austeridad haya afectado al ejército británico, cuyas capacidades retroceden con la misma carencia con la que la idea de un ejército europeo con el Reino Unido dentro -lo que aminoraría su creciente irrelevancia- se evapora.
A la introversión británica se suman las tensiones nacionalistas que atraviesa el país. Cameron fue audaz cuando aceptó que los escoceses celebrasen un referéndum sobre su independencia del Reino Unido en septiembre del año pasado. El resultado prounionista con una diferencia de diez puntos debería haber sellado la espinosa cuestión escocesa. Pero Cameron había olvidado que está en el ADN del nacionalismo soñar con una patria propia; si renuncian a su sueño dejarían de existir. Hoy todas las encuestas anuncian que el SNP (Partido Nacional Escocés) arrasará en el norte.
Charles Lichfield, investigador de Eurasia Group, me explica el gran as en la manga que se guarda el SNP. Si se da cualquiera de estos tres supuestos -un referéndum sobre la salida del Reino Unido de la UE, un decepcionante resultado del proceso descentralizador o si los servicios públicos quedan deteriorados gravemente por la austeridad- el SNP exigirá celebrar otro referéndum. Así nunca se pierde.
Es difícil imaginar cómo un pueblo tan pragmático como el británico ha terminado instalado en este gran diván colectivo aturdido por las identidades británica, escocesa y británica. En todo caso no todo está perdido. Concluyo el día entrevistando a Maurice Fraser, director del Instituto Europeo de la London School of Economics, un pensador influyente en el Partido Conservador desde que fue asesor especial del Ministerio de Exteriores en los noventa. Fraser asegura que los británicos, como buenos pragmáticos, "votan siempre con la mano en el bolsillo". Si se celebra el referéndum, asegura, ganará con toda probabilidad la permanencia en la UE, porque saben que los costes económicos de su salida serían enormes. Si Cameron logra formar gobierno, tendremos ocasión de comprobarlo.