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Muchas cosas tienen que cambiar en España, en eso estamos de acuerdo. Pero cambiar no es una garantía de mejora, de eso también debemos ser conscientes. Las épocas de crisis, aparte del sufrimiento que originan, no tienen por qué considerarse negativas. Incluso me atrevería a afirmar que son necesarias, ya que dejan al descubierto problemas que, de otra manera, tenderían a anquilosarse. La inestabilidad que implican genera un amplio malestar, pero también despierta grandes expectativas. Por eso es tan importante saber resolverlas bien.
La crisis que vivimos ha puesto en tela de juicio tendencias y hábitos sociales que parecían sólidamente establecidos. Y es lógico que sea así, ya que los problemas que nos aquejan, y que parece que venían de muy atrás, no son producto de una fatalidad irremediable, sino de factores humanos. Nada más lógico, por tanto, que intentar encontrar culpables. Crísis y crítica no es casual que posean una misma raíz etimológica.
Los políticos corruptos ocupan obviamente el primer lugar. Identificarlos y castigarlos es un primer paso indispensable para limpiar la escena pública y erradicar la cultura de impunidad que se ha implantado entre nosotros. El amiguismo, el nepotismo, el tráfico de influencias, la picaresca y el uso de fondos públicos para beneficio personal, son actividades que una sociedad sana no se puede permitir. Para evitar ese tipo de comportamiento, es necesario poner asimismo estrictos mecanismos de control. Y hacer que se cumplan.
Pero el establecimiento de responsabilidades no puede terminar ahí. Para que en una sociedad se generalice la corrupción, es necesario que exista la complicidad de un elevado número de personas. No me refiero tan sólo a los políticos y a los banqueros, sino también a los que nutren las filas de lo que solemos denominar la clase dirigente. Periodistas, intelectuales, empresarios, directores de cine, representantes sindicales, escritores, economistas, profesores universitarios, editores, artistas... La evidencia hace pensar que eran muchos los que conocían la situación y que, se beneficiaran o no de ella, al menos decidieron mirar para otro lado. Lo cual implica una forma de colaboración.
¿Y la generalidad del pueblo español? Según ciertos observadores, lo que sucede es que nos persigue la mala suerte. Poseemos excelentes cualidades, somos buenos, nobles y generosos, pero, por circunstancias difíciles de explicar, sufrimos una plaga de gobiernos corruptos y cleptómanos. Como si nos hubieran tocado en una rifa. Somos honestos, francos y desinteresados, y es una cruel ironía del destino que los que nos dirigen sean egoístas, hipócritas y mentirosos. Pero esta percepción, que podría entenderse hasta cierto punto en regímenes de tipo dictatorial, en el actual sistema democrático carece de base. ¿Es posible que, teniendo la oportunidad de elegir a buenos gobernantes, nos equivoquemos siempre y terminemos escogiendo, una vez tras otra, a los más corruptos e incompetentes? Nos engañan, nos utilizan, se aprovechan de nuestra buena fe. Pero, ¿de dónde salen todos esos políticos tan diferentes a nosotros?, ¿proceden de otra galaxia?, ¿han llegado a España en un platillo volante? ¿acaso no han crecido a nuestro lado, no hemos tomado copas con ellos, no se han educado con nosotros y comparten nuestra forma de ser y nuestro sistema de valores? Mucha casualidad sería... En fin, si insistimos en considerar que existe una radical separación entre gobernantes y gobernados, deberíamos explicar a qué se debe esa disparidad.
Desde un punto de vista radicalmente diferente, Joseph de Maistre aseguraba que los pueblos tienen los dirigentes que se merecen. El juicio puede resultarnos duro de digerir, sobre todo considerando las desalentadoras conclusiones que de él se infieren, pero a fin de cuentas tal vez debamos conceder que al escritor francés no le faltaba razón. ¿Cómo es posible que se haya generalizado entre nosotros la corrupción y el fraude, el nepotismo, la incompetencia y el engaño, si no es porque un alto porcentaje de españoles, de todas las clases sociales y a todos los niveles, comparten esa actitud o al menos no se sienten incómodos con ella?
Por todos los indicios, el amiguismo y la picaresca son actitudes generalmente aceptadas (y practicadas) en nuestra sociedad. Los mismos que exigen que se castigue con severidad a los políticos corruptos y deshonestos, recurren a ellas cuando entra en juego su interés personal. Pero, ¿acaso no son esas mismas prácticas, aunque magnificadas por las posiciones de poder que ocupan ciertos personajes, así como por su posibilidad de manejar sustanciosos fondos públicos, las que nos han conducido a la presente situación? ¿Cómo condenar que otros se comporten en su nivel de la misma manera que nosotros nos comportamos en el nuestro?
Los que critican la situación española actual, rara vez se miran en el espejo. Lo cual no deja de ser preocupante, ya que la capacidad de autocrítica es uno de los factores que mejor determinan la madurez de una sociedad. Observamos continuamente que las derechas responsabilizan de todos los males a las izquierdas, las izquierdas a las derechas, los periodistas a los políticos, los empresarios a los sindicatos, los ciudadanos al gobierno, los nacionalistas vascos y catalanes a Madrid... Pero rara vez se observa que alguien asuma su parte de responsabilidad. ¿Es posible que la culpa la tengan siempre los demás, que nosotros no hayamos hecho nunca nada de lo que debamos arrepentirnos?
De la crisis que padecemos, tarde o temprano saldremos, como hemos salido de tantas otras. Pero los problemas que nos aquejan seguirán sin resolverse en tanto no superemos la tendencia a echar la culpa de nuestros males a los demás, en tanto no seamos capaces de asumir la parte de responsabilidad que nos corresponde por nuestros fallos y por nuestras debilidades. No estoy sugiriendo con ello que nos convirtamos en entes puros o en espíritus seráficos. Los seres humanos somos imperfectos, no es necesario decirlo. El amiguismo y la corrupción, la mentira, la deshonestidad y el fraude existen desde que el mundo es mundo. Y seguirán existiendo. En cierto modo, o hasta cierto punto, son inevitables. La diferencia reside entre aquellas sociedades que aceptan esas prácticas como algo normal y aquellas otras que hacen lo que está en su mano por erradicarlas. Aunque comprendan que el objetivo, entendido en términos absolutos, es imposible de alcanzar. Pero los que se amparen en ese convencimiento para inhibirse de tomar medidas, lo único que consiguen es prolongar el problema.
Nuestra sociedad necesita cambios radicales, eso nadie lo duda. Pero ¿cómo llevarlos a cabo para que sean productivos? La pregunta me retrotrae a la España de hace tres décadas, cuando millones de jóvenes (y no tan jóvenes) nos planteábamos un propósito similar. Recuerdo ciertos lemas que desplegaron ante nosotros un horizonte optimista de promesas y de posibilidades. Por el cambio. Cien años de honradez. Fuimos muchos los que creímos que se nos ofrecía la ocasión de acabar con prácticas seculares que nos resultaban absolutamente indignantes. Y que todavía hoy nos lo resultan. ¿Qué fue lo que falló? Tal vez que pusimos demasiado énfasis en cambiar las instituciones, cuando lo esencial era (y continúa siendo) cambiar las personas. El cambio, para que sea real, debe empezar por nosotros mismos. Sólo así tendremos la garantía de que nadie podrá adulterarlo en el proceso. Porque, al menos a ese nivel, sabemos que no escapa a nuestra capacidad de control.