(Resumen de lo publicado: Era una crisis matrimonial anegada en lágrimas. Estafado por el "suicido que no fue" de mi mujer, salimos del hospital y volvimos a casa, donde nos esperaban prodigios poco vistos en el mundo vecinal.)
El taxi transitaba sin importarle el barrizal de nieve sucia y gravilla que iba desplazando a un lado y a otro de su morro mercedes. Dentro, Regina tenía la palidez de un traje de novia, y no hablaba. Iba acurrucada contra mi hombro, que, la verdad, no sentía el menor afecto por su cabeza. Cuando el coche se detuvo, intercambié unas cuantas muecas con el taxista mientras le pagaba, y ayudé a mi mujer a salir. No fue fácil, porque se le había quedado una rigidez extraña, hecha mitad de frío, mitad de calamidad.
Al entrar en nuestro piso, algunos charcos relucían pertinaces en el recibidor, el óxido había corroído los goznes de las puertas, que posaban con tristeza descolgadas de sus jambas, y en las paredes se pintaba aún la humedad de las horas antiguas. Una escena de ruina. Regina se fue lenta y silenciosamente a la cama, atravesando los charcos.
Yo no sabía bien qué hacer. El cansancio sumaba su peso al de la gravedad, y tiraba de mí hacia el suelo. Así debe de reclamarte también la muerte -pensé-: haciéndote sentir la enorme pesantez de la existencia concentrada en la precaria masa de tu cuerpo.
Al igual que las puertas desvencijadas que tenía a la vista, en mi vida todo se había descuadrado. No ahora. Hacía ya un tiempo, justo en la época en que conocí a Regina y empezamos nuestra relación. Hasta entonces estaba convencido de que todo lo que me pasaba era por propia voluntad. Sentía eléctricamente en las manos las riendas de mi propio destino. Había gobernado mi existencia, dejando que el azar siempre me favoreciera. Y siempre me había confiado a ese poder. Sin embargo, después de conocer a Regina esas riendas se habían ido aflojando hasta el punto de que todo lo que me acontecía era producto de un desbocamiento, de una carrera sin freno y sin control. ¿Era la rabia que ahora sentía contra Regina también producto de ese desbocamiento?
Entonces la señora Vlaceck metió la cabeza entre las hojas de la puerta de nuestra casa, que había quedado entreabierta. Dos pómulos como dos puños avanzaban sobre su cara y le empequeñecían los ojos.
-¿Usted lo oye también, Herr Ortega? La señora Plessner asegura que la despierta y que es insoportable.
-Sí, señora Vlaceck, es insoportable -dije, desvariando, pues no entendí al principio a qué se refería-. En cuanto empieza -continué, como aludiendo inconscientemente a la situación de quien, como era mi caso, no había dormido la última noche-, ya no puedes pegar ojo.
-¿Sabe? A mí no me despierta. Como mi habitación da al otro patio... Pero ¿qué clase de bicho hace un sonido así?
La señora Vlaceck había logrado ya introducir todo su cuerpo, macizo y pesado, en nuestro recibidor, y lo ocupaba con su presencia popular. La desnudez de mobiliario de la pieza contrastaba con lo mucho que la llenaba la intrusa visita.
-¿Sabe? -continuó la señora Vlaceck-, la señora Plessner siempre ha dormido mal. Y si ahora ese animal la despierta antes de con antes, va a enfermar aún más. Seguro.
-No es un animal -la respondí con total incoherencia -. Es un ángel, y llora.
La piel de un ser humano es más débil que la piel de un tomate, es más tierna al filo de cuchillo, más vulnerable al frío. Una emoción la altera. La piel de la señora Vlaceck, alisada por la grasa buena, se estremeció y se replegó un poco sobre sí, como si hubiera entrado en otro clima, un clima aguoso y hostil, en el que soplan sin cesar vientos helados.
(Continuará.)
El taxi transitaba sin importarle el barrizal de nieve sucia y gravilla que iba desplazando a un lado y a otro de su morro mercedes. Dentro, Regina tenía la palidez de un traje de novia, y no hablaba. Iba acurrucada contra mi hombro, que, la verdad, no sentía el menor afecto por su cabeza. Cuando el coche se detuvo, intercambié unas cuantas muecas con el taxista mientras le pagaba, y ayudé a mi mujer a salir. No fue fácil, porque se le había quedado una rigidez extraña, hecha mitad de frío, mitad de calamidad.
Al entrar en nuestro piso, algunos charcos relucían pertinaces en el recibidor, el óxido había corroído los goznes de las puertas, que posaban con tristeza descolgadas de sus jambas, y en las paredes se pintaba aún la humedad de las horas antiguas. Una escena de ruina. Regina se fue lenta y silenciosamente a la cama, atravesando los charcos.
Yo no sabía bien qué hacer. El cansancio sumaba su peso al de la gravedad, y tiraba de mí hacia el suelo. Así debe de reclamarte también la muerte -pensé-: haciéndote sentir la enorme pesantez de la existencia concentrada en la precaria masa de tu cuerpo.
Al igual que las puertas desvencijadas que tenía a la vista, en mi vida todo se había descuadrado. No ahora. Hacía ya un tiempo, justo en la época en que conocí a Regina y empezamos nuestra relación. Hasta entonces estaba convencido de que todo lo que me pasaba era por propia voluntad. Sentía eléctricamente en las manos las riendas de mi propio destino. Había gobernado mi existencia, dejando que el azar siempre me favoreciera. Y siempre me había confiado a ese poder. Sin embargo, después de conocer a Regina esas riendas se habían ido aflojando hasta el punto de que todo lo que me acontecía era producto de un desbocamiento, de una carrera sin freno y sin control. ¿Era la rabia que ahora sentía contra Regina también producto de ese desbocamiento?
Entonces la señora Vlaceck metió la cabeza entre las hojas de la puerta de nuestra casa, que había quedado entreabierta. Dos pómulos como dos puños avanzaban sobre su cara y le empequeñecían los ojos.
-¿Usted lo oye también, Herr Ortega? La señora Plessner asegura que la despierta y que es insoportable.
-Sí, señora Vlaceck, es insoportable -dije, desvariando, pues no entendí al principio a qué se refería-. En cuanto empieza -continué, como aludiendo inconscientemente a la situación de quien, como era mi caso, no había dormido la última noche-, ya no puedes pegar ojo.
-¿Sabe? A mí no me despierta. Como mi habitación da al otro patio... Pero ¿qué clase de bicho hace un sonido así?
La señora Vlaceck había logrado ya introducir todo su cuerpo, macizo y pesado, en nuestro recibidor, y lo ocupaba con su presencia popular. La desnudez de mobiliario de la pieza contrastaba con lo mucho que la llenaba la intrusa visita.
-¿Sabe? -continuó la señora Vlaceck-, la señora Plessner siempre ha dormido mal. Y si ahora ese animal la despierta antes de con antes, va a enfermar aún más. Seguro.
-No es un animal -la respondí con total incoherencia -. Es un ángel, y llora.
La piel de un ser humano es más débil que la piel de un tomate, es más tierna al filo de cuchillo, más vulnerable al frío. Una emoción la altera. La piel de la señora Vlaceck, alisada por la grasa buena, se estremeció y se replegó un poco sobre sí, como si hubiera entrado en otro clima, un clima aguoso y hostil, en el que soplan sin cesar vientos helados.
(Continuará.)