Prácticamente todas las intervenciones militares occidentales en Oriente Medio -al margen de una posible, a veces improbable, justificación moral- han violado el derecho internacional, incluidas las resoluciones de Naciones Unidas. Sabida es la ilegalidad de la invasión de Iraq. Menos lo es la ilegalidad de la invasión de Afganistán a cargo de la OTAN. Ilegal, porque no se tomaron en consideración los artículos 2(3) y 2(4) de la Carta onusiana, en cuanto que no se utilizaron preventivamente medios pacíficos ni el diálogo antes de recurrir a la fuerza. Y sobre todo, porque el Consejo de Seguridad no había autorizado la invasión, imprescindible para que la OTAN combatiera a Al Qaeda legalmente.
En el caso de Libia, la intervención -que sí contó con la aprobación del Consejo, aunque con la abstención de Rusia y China- se llevó a cabo en virtud de la doctrina Responsabilidad de proteger, pero acabó en dislate jurídico porque los atacantes utilizaron la Resolución 1973 de forma espúrea para derrocar el régimen de Gadafi en lugar de atenerse al mandato; esto es, proteger a la población.
En cualquier caso, Libia se encuentra hoy semidevastada, política, social y económicamente. Sumida en el caos, al borde de la guerra civil, con dos gobiernos y sendos parlamentos que se autoproclaman legítimos. Al oeste, Trípoli y su entorno bajo el control de una amalgama islamista-revolucionaria. En el este, Tobruk y aledaños bajo la égida de fuerzas conservadoras que gozan del reconocimiento occidental y de varios países árabes. Turquía y Qatar y algún otro Estado se inclinan por Trípoli. Importante resaltar que este desgobierno está facilitando la expansión del Estado islámico.
Ni que decir tiene que la normalización de Libia y el establecimiento de un Estado democrático unitario es clave para la estabilización de toda la zona, en sentido muy amplio, pues Al Qaeda y el Estado islámico operan no solo en Magreb y Mashrek sino hasta los confines de Asia central y en el Sahel africano. Mientras ello no se logre, la actual Libia (en puridad, las "actuales Libias") es fuente de inestabilidad en, al menos, tres áreas: la masiva emigración hacia Europa, en gran parte controlada por mafias; el entrenamiento en territorio libio de yihadistas destinados a combatir en Siria e Iraq, y el negocio de la exportación ilegal de petróleo.
¿Cómo y quién puede hacer frente a este desolador, frustrante, panorama? Señalemos un punto positivo: la ONU ha tomado las riendas y, a diferencia de otras ocasiones, los principales gobiernos de Occidente han adoptado, al menos hasta el momento, una postura de neutralidad hacia el enfoque diseñado por la organización internacional para intentar solucionar el conflicto.
El actor principal es la Misión de Apoyo de Naciones Unidas en Libia (UNSML), dirigida por Bernardino León desde septiembre 2014, en su calidad de Representante especial del secretario general para Libia. León es un diplomático español con amplia experiencia en la zona. Fue Representante de la Unión Europea (2011-14) para el Mediterráneo Sur y hoy artífice del plan de mediación para lograr la normalización de Libia. La tarea es ardua y difícil. León trata con dos gobiernos enfrentados entre sí, cada uno de los cuales cuenta con milicias fuertemente armadas que compiten por el poder. Lleva meses reuniéndose con una y otra parte con la finalidad de convencerles de que consientan la formación de un Gobierno de unidad nacional con amplio apoyo para crear un ambiente favorable tendente a la elaboración y aprobación de una constitución y de instituciones que supongan un reparto equilibrado del poder aceptado por unos y otros. En la latitud en que se mueve el actor onusiano, lograr la consolidación de un sentimiento de ciudadanía nacional que prevalezca sobre identidades sectarias que combaten entre sí es peliagudo. En teoría, existe una autoridad legítima, la de Tobruk, reconocida por Occidente, pero el mediador debe hacer encaje de bolillos si quiere convencer a todos de que actúa imparcialmente. ¿Autoridad legítima? ¿Quién la califica y define como tal? Navegar en el proceloso mar donde campan a sus anchas tribus, grupos étnicos, villas y poblados, incluso familias, en donde muchos núcleos de población pretenden tener sus propias leyes y donde a menudo se proclama héroe a uno de sus habitantes, es, desde luego, complicado.
Introduzcamos un matiz optimista: Libia goza de una ventaja en relación a Iraq. Es relativamente homogénea en términos étnicos, sin la rivalidad sectaria tan común en la región y sin tropas extranjeras de ocupación.
En definitiva, el desafío es enorme, pero merece la pena perseverar en el empeño porque el caso libio es uno de los pocos en que las partes enfrentadas han aceptado la mediación de la ONU. La reunión más reciente del mediador con ellas ha tenido lugar en Sjirat, Marruecos. Al término de la misma, León declaró que se había pactado el 80% de la negociación (EL PAIS, 24-4-15). Hubo declaraciones positivas de uno y otro lado. El representante de Tobruk declaró que "las conversaciones no son una táctica, sino una opción estratégica nacional para poner fin a la crisis", al tiempo que el de Trípoli se mostró dispuesto a "adoptar posiciones flexibles que faciliten soluciones prácticas y realistas al conflicto". León acaba de presentar al Consejo de Seguridad el memorándum recién enviado a las partes con las condiciones finales para lograr la pacificación y las vías para la institucionalización del país. Vías plagadas de espinas, pero con un detalle positivo clave: todas las partes han asumido que la solución militar es imposible.
En el caso de Libia, la intervención -que sí contó con la aprobación del Consejo, aunque con la abstención de Rusia y China- se llevó a cabo en virtud de la doctrina Responsabilidad de proteger, pero acabó en dislate jurídico porque los atacantes utilizaron la Resolución 1973 de forma espúrea para derrocar el régimen de Gadafi en lugar de atenerse al mandato; esto es, proteger a la población.
En cualquier caso, Libia se encuentra hoy semidevastada, política, social y económicamente. Sumida en el caos, al borde de la guerra civil, con dos gobiernos y sendos parlamentos que se autoproclaman legítimos. Al oeste, Trípoli y su entorno bajo el control de una amalgama islamista-revolucionaria. En el este, Tobruk y aledaños bajo la égida de fuerzas conservadoras que gozan del reconocimiento occidental y de varios países árabes. Turquía y Qatar y algún otro Estado se inclinan por Trípoli. Importante resaltar que este desgobierno está facilitando la expansión del Estado islámico.
Ni que decir tiene que la normalización de Libia y el establecimiento de un Estado democrático unitario es clave para la estabilización de toda la zona, en sentido muy amplio, pues Al Qaeda y el Estado islámico operan no solo en Magreb y Mashrek sino hasta los confines de Asia central y en el Sahel africano. Mientras ello no se logre, la actual Libia (en puridad, las "actuales Libias") es fuente de inestabilidad en, al menos, tres áreas: la masiva emigración hacia Europa, en gran parte controlada por mafias; el entrenamiento en territorio libio de yihadistas destinados a combatir en Siria e Iraq, y el negocio de la exportación ilegal de petróleo.
¿Cómo y quién puede hacer frente a este desolador, frustrante, panorama? Señalemos un punto positivo: la ONU ha tomado las riendas y, a diferencia de otras ocasiones, los principales gobiernos de Occidente han adoptado, al menos hasta el momento, una postura de neutralidad hacia el enfoque diseñado por la organización internacional para intentar solucionar el conflicto.
El actor principal es la Misión de Apoyo de Naciones Unidas en Libia (UNSML), dirigida por Bernardino León desde septiembre 2014, en su calidad de Representante especial del secretario general para Libia. León es un diplomático español con amplia experiencia en la zona. Fue Representante de la Unión Europea (2011-14) para el Mediterráneo Sur y hoy artífice del plan de mediación para lograr la normalización de Libia. La tarea es ardua y difícil. León trata con dos gobiernos enfrentados entre sí, cada uno de los cuales cuenta con milicias fuertemente armadas que compiten por el poder. Lleva meses reuniéndose con una y otra parte con la finalidad de convencerles de que consientan la formación de un Gobierno de unidad nacional con amplio apoyo para crear un ambiente favorable tendente a la elaboración y aprobación de una constitución y de instituciones que supongan un reparto equilibrado del poder aceptado por unos y otros. En la latitud en que se mueve el actor onusiano, lograr la consolidación de un sentimiento de ciudadanía nacional que prevalezca sobre identidades sectarias que combaten entre sí es peliagudo. En teoría, existe una autoridad legítima, la de Tobruk, reconocida por Occidente, pero el mediador debe hacer encaje de bolillos si quiere convencer a todos de que actúa imparcialmente. ¿Autoridad legítima? ¿Quién la califica y define como tal? Navegar en el proceloso mar donde campan a sus anchas tribus, grupos étnicos, villas y poblados, incluso familias, en donde muchos núcleos de población pretenden tener sus propias leyes y donde a menudo se proclama héroe a uno de sus habitantes, es, desde luego, complicado.
Introduzcamos un matiz optimista: Libia goza de una ventaja en relación a Iraq. Es relativamente homogénea en términos étnicos, sin la rivalidad sectaria tan común en la región y sin tropas extranjeras de ocupación.
En definitiva, el desafío es enorme, pero merece la pena perseverar en el empeño porque el caso libio es uno de los pocos en que las partes enfrentadas han aceptado la mediación de la ONU. La reunión más reciente del mediador con ellas ha tenido lugar en Sjirat, Marruecos. Al término de la misma, León declaró que se había pactado el 80% de la negociación (EL PAIS, 24-4-15). Hubo declaraciones positivas de uno y otro lado. El representante de Tobruk declaró que "las conversaciones no son una táctica, sino una opción estratégica nacional para poner fin a la crisis", al tiempo que el de Trípoli se mostró dispuesto a "adoptar posiciones flexibles que faciliten soluciones prácticas y realistas al conflicto". León acaba de presentar al Consejo de Seguridad el memorándum recién enviado a las partes con las condiciones finales para lograr la pacificación y las vías para la institucionalización del país. Vías plagadas de espinas, pero con un detalle positivo clave: todas las partes han asumido que la solución militar es imposible.