El Tribunal Superior de Justicia de Madrid anunció en recientes fechas que demoler el estadio Vicente Calderón para construir las torres planeadas supondría una flagrante ilegalidad. Más allá de la alegría de las organizaciones ecológicas, que sólo conciben la caída del coliseo rojiblanco para dar paso a un enorme parque en la ribera del Manzanares, me planteo: ¿es correcto ignorar la oportunidad que tal solar ofrece?
Me explico: en las tazas del Starbucks de Londres está el Big Ben, en las de París, la torre Eiffel, en las de Nueva York, la Estatua de la Libertad... ¿Sabéis que en las de Madrid hay un oso abrazado a un madroño? Efectivamente, nuestra capital tiene el déficit patente de un icono que la defina a nivel mundial. Y, desde luego, parece una locura solventarlo mediante el derrumbe discrecional de manzanas en Malasaña para levantar una torre. Por tanto, plantear un parque más o construir atentados especulativos fruto del dinero y no de la estética -los edificios de viviendas que habían sido planeados en un principio son un claro ejemplo- supondría obviar una gran ocasión de cara a redirigir el imaginario perceptivo de Madrid.
Un edificio emblemático en tal ubicación terminaría de dignificar y coser las dos orillas del río, incorporando definitivamente la parte sur al tejido de la ciudad. También daría sentido al eje Madrid Río, necesitado de jalones que diferencien sus tramos. Y, si los distintos gobiernos superpuestos apostaran porque tal símbolo tuviera un aura internacional, éste se convertiría en nuestro Empire State particular, dotando con un valor incalculable a un barrio inexplicablemente deprimido pese a su centralidad. El skyline de la ciudad -la i en el logotipo de la palabra Madrid- daría sombra a la pradera de San Isidro.
La Torre Eiffel es del siglo XIX, un hipotético rascacielos que disputara el horizonte madrileño al Palacio Real lo sería del XXI, ¿lo imagináis? El metro cuadrado de oficina más caro de España y, aun así, pagado gustosamente por firmas internacionales conscientes del valor propagandístico de alojar allí sus headquarters; un conjunto de estética macarra sin complejos, como la sede de la CCTV pekinesa de Rem Koolhaas, y, por ello, fácilmente reconocible en todo el mundo; un primer hito para tejer un tapiz arquitectónico de calidad en torno al río que diera sentido real a las elucubraciones urbanísticas fallidas de las Olimpiadas... Por último y sobre todo: una poderosa imagen para llenar de fotógrafos asiáticos el barrio de Carabanchel y generar kilométricas colas para subir a ver el atardecer de la capital española.
Total, puestos a hacer las cosas mal -apostando por la construcción y no la nanotecnología, siguiendo el tópico-, hagámoslas de la mejor manera posible.
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