Escribía en esta columna hace algún tiempo sobre el amor como pasión, según Roland Barthes. Ahora voy a escribir sobre el amor en fuga, según yo, porque he descubierto que mi admirado Barthes era inevitablemente un romántico perdido: de ahí mi afinidad por sus maravillosos escritos; pero caí en la trampa del viejo semiólogo, que había escrito sobre la pasión en y desde la perspectiva del mayo del 68 francés.
Ahora, como dice Anthony Giddens, una relación amorosa puede ser concluida a voluntad por cualquiera de las dos partes, en cualquier momento en particular y sin una causa concreta en general. Sin embargo, cualquiera que hoy se comprometa sin reservas corre el riesgo de resultar gravemente dañado en el futuro, en caso de que la relación sea disuelta. La moraleja de mi monumental descalabro nos dice que en nuestros días, los actos e interacciones amorosas no deben ser cálidos ni menos aún apasionados: las cosas están bien mientras se mantengan cool, light o low cost.
Hay una nostalgia que no significa nada, que no nos enriquece, que es solo eso: nostalgia de cuando uno era. Esa nostalgia hurga en los desmontes del corazón, en sus heridas, y nos trae encima de la mesa de escribir todos los restos del naufragio que encuentra. No debemos hacerle mucho caso a eso, porque se trata tan solo de un espejismo. Es una nostalgia que nunca da con algo que merezca verdaderamente la pena, hecha de minucias, naderías, esquirlas de la explosión, remembranza del miembro amputado que aún sentimos como propio. Después de Jacques Derrida empezamos a sospechar la fatalidad de la circularidad del amor, de tropezar dos veces sobre la misma piedra. El límite que separa las manifestaciones del amor sano del perverso prácticamente se ha desdibujado.
En el uso de la palabra, inevitablemente, seguimos algunos en la retaguardia de la cultura verdadera y del amor verdadero. Sin tópicos. Yo me había enamorado una vez más del Amor, no de ella, porque ella finalmente no era quien decía ser, sino una muy otra. Me miraba con una pasión adolescente donde están a punto de romper la admiración y la ternura. Y ella creía acomodar su corazón en brazos de un hombre al que creía amar. No la culpo. Ante su fascinación, yo le preguntaba:
- ¿Y tú quién eres? ¿Eres un ángel?
Inevitablemente, se reía. Debía de pensar que yo era un payaso -que el tiempo y los golpes confirmaron que sí lo era-. Aquellas noches de amor albergadas en los ojos yo la buscaba, la esperaba en un alegre restaurante, o a la puerta de todos los teatros posibles. Nos bebimos la vida. La primavera se fue incendiando por las cumbres de Madrid, y las tardes y noches nos acecharon de felicidad, como un oro arabesco. Mientras, el frío del invierno afilaba su cuchillo para hendirme el pecho con él en medio del esplendor de la primavera salmantina, cuatro meses después.
La mirada viva, el talle esbelto, la piel suave, la sonrisa seductora, las palabras... falsas. Mi corazón, viejo y cansado, veterano corredor de fondo, naufragó hasta tocar fondo entre las piedras del Palacio de Fonseca. Unos amores imposibles, unos amores de Proust eran. Ella fue para mí, durante esos meses mágicos y ebrios, el cisne elegante en cuyo dulce regazo me imaginaba para siempre.
Pero España, señores, es de piedra y agua seca, que diría Blas de Otero. Nada se puede esperar, nada fructifica en el yermo, en la máscara, en el trampantojo, en la impaciencia. En la mentira desnuda. Durante unos meses de proustianismo, ella fue para mí la muchacha en flor en este paisaje hostil, mi última esperanza. Mi fantasía del Amor cristalizó en torno a ella, como en Stendhal, y tras una resignación refulgente, ya es mitología. Su frialdad y determinación, su repentino desapego sin más explicación que "no nos veo en el futuro", horas después de los besos y los paseos de la mano a orillas del Tormes, pasaron de pronto a ser recortes de materia que la muerte vendrá algún día a desintegrar, a liberar.
Cuando la duración no funciona, algunas almas de nuestro tiempo, perdidas en medio de una profusión de signos contradictorios y digitales, creen que pueden redimirlas la rapidez del cambio. Cambian de pareja a la velocidad que se mueven de una conversación a otra en el whatsapp. Y uno, mientras cena unas vieiras, no se entera de lo que ocurre en la trastienda del smartphone de su amada. Allí, las voces de ese cacharro no conciben que el acuerdo, la comprensión y la soñada unidad de dos garantizan la solidez de una relación eterna. No. No estamos para esas cosas, esas fruslerías, en una era a golpe de clic. Si uno asume que su pareja puede dinamitar, hacer saltar por los aires la relación en cualquier momento, con o sin nuestro propio acuerdo, invertir nuestros sentimientos en una relación amorosa siempre es una práctica de riesgo. Emplear esfuerzo en sentimientos profundos en una relación, y comprometerse con ella -la base de toda responsabilidad moral hacia el Otro-, se ha convertido en una actitud propia del idiota.
Su repentina claudicación siguiendo los anticonsejos de sus confidentes y "amigos" -"Tú solo disfruta"-, su inútil huida -siempre acabará tropezando consigo misma-, revelaron al fin a la criatura débil, influenciable y vencida por la duda. Mi Amor, afortunadamente, se fue en seguida, de forma tan abrupta e inesperada como llegó. Por eso ahora me convence más Derrida que Barthes. Soy más deconstructivo. Seguro que me va a ir mucho mejor, teniendo en cuenta que a Barthes lo atropelló una furgoneta de la lavandería universitaria.
Ahora, como dice Anthony Giddens, una relación amorosa puede ser concluida a voluntad por cualquiera de las dos partes, en cualquier momento en particular y sin una causa concreta en general. Sin embargo, cualquiera que hoy se comprometa sin reservas corre el riesgo de resultar gravemente dañado en el futuro, en caso de que la relación sea disuelta. La moraleja de mi monumental descalabro nos dice que en nuestros días, los actos e interacciones amorosas no deben ser cálidos ni menos aún apasionados: las cosas están bien mientras se mantengan cool, light o low cost.
Hay una nostalgia que no significa nada, que no nos enriquece, que es solo eso: nostalgia de cuando uno era. Esa nostalgia hurga en los desmontes del corazón, en sus heridas, y nos trae encima de la mesa de escribir todos los restos del naufragio que encuentra. No debemos hacerle mucho caso a eso, porque se trata tan solo de un espejismo. Es una nostalgia que nunca da con algo que merezca verdaderamente la pena, hecha de minucias, naderías, esquirlas de la explosión, remembranza del miembro amputado que aún sentimos como propio. Después de Jacques Derrida empezamos a sospechar la fatalidad de la circularidad del amor, de tropezar dos veces sobre la misma piedra. El límite que separa las manifestaciones del amor sano del perverso prácticamente se ha desdibujado.
En el uso de la palabra, inevitablemente, seguimos algunos en la retaguardia de la cultura verdadera y del amor verdadero. Sin tópicos. Yo me había enamorado una vez más del Amor, no de ella, porque ella finalmente no era quien decía ser, sino una muy otra. Me miraba con una pasión adolescente donde están a punto de romper la admiración y la ternura. Y ella creía acomodar su corazón en brazos de un hombre al que creía amar. No la culpo. Ante su fascinación, yo le preguntaba:
- ¿Y tú quién eres? ¿Eres un ángel?
Inevitablemente, se reía. Debía de pensar que yo era un payaso -que el tiempo y los golpes confirmaron que sí lo era-. Aquellas noches de amor albergadas en los ojos yo la buscaba, la esperaba en un alegre restaurante, o a la puerta de todos los teatros posibles. Nos bebimos la vida. La primavera se fue incendiando por las cumbres de Madrid, y las tardes y noches nos acecharon de felicidad, como un oro arabesco. Mientras, el frío del invierno afilaba su cuchillo para hendirme el pecho con él en medio del esplendor de la primavera salmantina, cuatro meses después.
La mirada viva, el talle esbelto, la piel suave, la sonrisa seductora, las palabras... falsas. Mi corazón, viejo y cansado, veterano corredor de fondo, naufragó hasta tocar fondo entre las piedras del Palacio de Fonseca. Unos amores imposibles, unos amores de Proust eran. Ella fue para mí, durante esos meses mágicos y ebrios, el cisne elegante en cuyo dulce regazo me imaginaba para siempre.
Pero España, señores, es de piedra y agua seca, que diría Blas de Otero. Nada se puede esperar, nada fructifica en el yermo, en la máscara, en el trampantojo, en la impaciencia. En la mentira desnuda. Durante unos meses de proustianismo, ella fue para mí la muchacha en flor en este paisaje hostil, mi última esperanza. Mi fantasía del Amor cristalizó en torno a ella, como en Stendhal, y tras una resignación refulgente, ya es mitología. Su frialdad y determinación, su repentino desapego sin más explicación que "no nos veo en el futuro", horas después de los besos y los paseos de la mano a orillas del Tormes, pasaron de pronto a ser recortes de materia que la muerte vendrá algún día a desintegrar, a liberar.
Cuando la duración no funciona, algunas almas de nuestro tiempo, perdidas en medio de una profusión de signos contradictorios y digitales, creen que pueden redimirlas la rapidez del cambio. Cambian de pareja a la velocidad que se mueven de una conversación a otra en el whatsapp. Y uno, mientras cena unas vieiras, no se entera de lo que ocurre en la trastienda del smartphone de su amada. Allí, las voces de ese cacharro no conciben que el acuerdo, la comprensión y la soñada unidad de dos garantizan la solidez de una relación eterna. No. No estamos para esas cosas, esas fruslerías, en una era a golpe de clic. Si uno asume que su pareja puede dinamitar, hacer saltar por los aires la relación en cualquier momento, con o sin nuestro propio acuerdo, invertir nuestros sentimientos en una relación amorosa siempre es una práctica de riesgo. Emplear esfuerzo en sentimientos profundos en una relación, y comprometerse con ella -la base de toda responsabilidad moral hacia el Otro-, se ha convertido en una actitud propia del idiota.
Su repentina claudicación siguiendo los anticonsejos de sus confidentes y "amigos" -"Tú solo disfruta"-, su inútil huida -siempre acabará tropezando consigo misma-, revelaron al fin a la criatura débil, influenciable y vencida por la duda. Mi Amor, afortunadamente, se fue en seguida, de forma tan abrupta e inesperada como llegó. Por eso ahora me convence más Derrida que Barthes. Soy más deconstructivo. Seguro que me va a ir mucho mejor, teniendo en cuenta que a Barthes lo atropelló una furgoneta de la lavandería universitaria.