Una de las consecuencias de ser emigrante es que en las esporádicas, y siempre demasiado efímeras, visitas a la ciudad natal, cualquier mínimo cambio detectado entre las calles que te han visto crecer se vive como un auténtico drama almodovariano. Acompañado por el familiar o amigo de turno al que le toca hacer la procesión de la melancolía, sólo puedes balbucear ante cada sorpresa urbana un "¿¡pero dónde está [inserte tienda/bar/restaurante/cine....]!?". Aunque en el fondo, sepas de sobra la respuesta.
Yo soy de Madrid y, lamentablemente, en una ciudad así esto pasa a menudo. Cuando vivía allí, al tercer puesto de pizza 24 horas dejé de sorprenderme -y también de maltratar mi estómago- y a la quinta heladería de yogurt con tropezones casi ni recordaba qué había ahí antes (aunque nunca olvidaré la tienda de One Direction inaugurada para durar sólo unas semanas).
Por supuesto, que cambien unos establecimientos por otros es un mal menor, nada comparable, por ejemplo, con la sensación de ver cómo tu ciudad se convierte literalmente en un estercolero ante el que la alcaldesa se lava las manos. Pero he de reconocer que en mi última visita, hace unos días, me ha provocado especial desazón ver cómo en sólo unos meses, desde Navidad, han cambiado radicalmente mis calles de siempre, con premeditación y alevosía, ¡sin que yo les haya dado permiso! La extinción de los contratos de renta antigua ha causado verdaderos estragos entre los comercios de toda la vida que eran un pedazo de historia de Madrid, y sin los que el centro de la capital acabará pareciéndose más a un centro comercial de las afueras. Y sin aire acondicionado.
A esto se suma la retahíla de cines cerrados en los últimos años, reconvertidos muchos en tiendas de grandes marcas de moda y la decadencia general de lo que queda de escena cultural. Por no hablar de la vida nocturna madrileña, que de rozar la leyenda fue poco a poco diezmada a base de limitar horarios y obstaculizar licencias. Eso sí, una vez expulsados prematuramente del bar de turno, el bastión malasañero siempre se resiste a abandonar las calles armado con latas de mano.
En mi paseo de control rutinario, también están las cosas que, por absurdas, me sorprenden. Como un sistema de préstamo de bicicletas en una jungla urbana donde ni la mayoría de ciclistas ni de conductores están acostumbrados al tráfico de dos ruedas. Si detrás hubiera realmente un interés por una ciudad más accesible y ecológica, que minimizara la boina que nos viste desde hace años, lo que se necesita, en primer lugar, son carriles bici.
Por supuesto, también están las cosas que nunca cambian, como los punkis de Gran Vía, el sobrevalorado bocadillo de calamares de la Plaza Mayor (en cambio el Brillante sí que ha sido una gran pérdida), los churros de San Ginés (en serio, ¿cuántos madrileños han ido a San Ginés si no era para acompañar a un amigo turista?), el Oso y el Madroño (en serio, ¿cuántos madrileños han quedado en el Oso si no era para quedar con un amigo turista?)... pero estas son cosas de anuncio Campofrío, para vender la ciudad a los de fuera, a los que entienden lo de "relaxing cup of café con leche", si es que alguien lo hace. Cuando vives en Madrid, lo que quieres -llámalo capricho-, es calidad de vida, como un metro asequible con el que ir y volver del trabajo con unos tiempos de espera razonables y regulares. Y cuando estás fuera, lo que te gustaría es un lugar al que poder volver. Y yo de Madrid cada vez me siento más lejos.
Pero dentro de tanta melancolía e impotencia, también he de reconocer que en mi última visita, por primera vez en mucho tiempo, Madrid olía distinto. Por suerte no era el olor a atardecer que sólo tiene la capital, eso sigue intacto. Me refiero al ambiente de optimismo entre la gente. Desde el 15M no había sentido que realmente los madrileños vieran el cambio tan cerca como ahora. Y aunque a los gigantescos y ultraphotosopeados retratos peperos de los autobuses que circulan estos días por la capital, no puedan hacerle frente las discretas herramientas de campaña DIY de los partidos de la oposición, se nota que algo está cambiando. Por fin parece que con cada gota de cada plataforma, asamblea, manifestación o acampada se está creando un tsunami que es capaz de arrastrar a las gaviotas que llevan 24 años "carroñeando" en la capital. Que es por cierto, toda mi vida.
Muy a mi pesar, no estoy empadronada en Madrid, por lo que no he podido votar por un nuevo gobierno y sumarme a este cambio necesario. Pero desde donde vivo, Berlín, exactamente a 2320 km del kilómetro 0, sólo pido a mis paisanos que piensen un momento en cómo está cambiando su ciudad, qué ven cada vez que salen a la calle a dar una vuelta, y también que traten de imaginar en qué les gustaría que se convirtiese. Yo, a cambio, prometo dar cuenta a su salud del jamón que traje conmigo en la maleta y celebrar, por fin, tener un lugar al que poder volver.
Yo soy de Madrid y, lamentablemente, en una ciudad así esto pasa a menudo. Cuando vivía allí, al tercer puesto de pizza 24 horas dejé de sorprenderme -y también de maltratar mi estómago- y a la quinta heladería de yogurt con tropezones casi ni recordaba qué había ahí antes (aunque nunca olvidaré la tienda de One Direction inaugurada para durar sólo unas semanas).
Por supuesto, que cambien unos establecimientos por otros es un mal menor, nada comparable, por ejemplo, con la sensación de ver cómo tu ciudad se convierte literalmente en un estercolero ante el que la alcaldesa se lava las manos. Pero he de reconocer que en mi última visita, hace unos días, me ha provocado especial desazón ver cómo en sólo unos meses, desde Navidad, han cambiado radicalmente mis calles de siempre, con premeditación y alevosía, ¡sin que yo les haya dado permiso! La extinción de los contratos de renta antigua ha causado verdaderos estragos entre los comercios de toda la vida que eran un pedazo de historia de Madrid, y sin los que el centro de la capital acabará pareciéndose más a un centro comercial de las afueras. Y sin aire acondicionado.
A esto se suma la retahíla de cines cerrados en los últimos años, reconvertidos muchos en tiendas de grandes marcas de moda y la decadencia general de lo que queda de escena cultural. Por no hablar de la vida nocturna madrileña, que de rozar la leyenda fue poco a poco diezmada a base de limitar horarios y obstaculizar licencias. Eso sí, una vez expulsados prematuramente del bar de turno, el bastión malasañero siempre se resiste a abandonar las calles armado con latas de mano.
En mi paseo de control rutinario, también están las cosas que, por absurdas, me sorprenden. Como un sistema de préstamo de bicicletas en una jungla urbana donde ni la mayoría de ciclistas ni de conductores están acostumbrados al tráfico de dos ruedas. Si detrás hubiera realmente un interés por una ciudad más accesible y ecológica, que minimizara la boina que nos viste desde hace años, lo que se necesita, en primer lugar, son carriles bici.
Por supuesto, también están las cosas que nunca cambian, como los punkis de Gran Vía, el sobrevalorado bocadillo de calamares de la Plaza Mayor (en cambio el Brillante sí que ha sido una gran pérdida), los churros de San Ginés (en serio, ¿cuántos madrileños han ido a San Ginés si no era para acompañar a un amigo turista?), el Oso y el Madroño (en serio, ¿cuántos madrileños han quedado en el Oso si no era para quedar con un amigo turista?)... pero estas son cosas de anuncio Campofrío, para vender la ciudad a los de fuera, a los que entienden lo de "relaxing cup of café con leche", si es que alguien lo hace. Cuando vives en Madrid, lo que quieres -llámalo capricho-, es calidad de vida, como un metro asequible con el que ir y volver del trabajo con unos tiempos de espera razonables y regulares. Y cuando estás fuera, lo que te gustaría es un lugar al que poder volver. Y yo de Madrid cada vez me siento más lejos.
Pero dentro de tanta melancolía e impotencia, también he de reconocer que en mi última visita, por primera vez en mucho tiempo, Madrid olía distinto. Por suerte no era el olor a atardecer que sólo tiene la capital, eso sigue intacto. Me refiero al ambiente de optimismo entre la gente. Desde el 15M no había sentido que realmente los madrileños vieran el cambio tan cerca como ahora. Y aunque a los gigantescos y ultraphotosopeados retratos peperos de los autobuses que circulan estos días por la capital, no puedan hacerle frente las discretas herramientas de campaña DIY de los partidos de la oposición, se nota que algo está cambiando. Por fin parece que con cada gota de cada plataforma, asamblea, manifestación o acampada se está creando un tsunami que es capaz de arrastrar a las gaviotas que llevan 24 años "carroñeando" en la capital. Que es por cierto, toda mi vida.
Muy a mi pesar, no estoy empadronada en Madrid, por lo que no he podido votar por un nuevo gobierno y sumarme a este cambio necesario. Pero desde donde vivo, Berlín, exactamente a 2320 km del kilómetro 0, sólo pido a mis paisanos que piensen un momento en cómo está cambiando su ciudad, qué ven cada vez que salen a la calle a dar una vuelta, y también que traten de imaginar en qué les gustaría que se convirtiese. Yo, a cambio, prometo dar cuenta a su salud del jamón que traje conmigo en la maleta y celebrar, por fin, tener un lugar al que poder volver.