En mis lejanos años de la universidad, un compañero de clase, un tipo bastante fantasma, alardeaba de acostarse con las chicas sin llegar nunca a besarlas en la boca. Supongo que con eso pretendía dejar bien claro que se trataba simplemente de un acto sexual sin ningún rastro de amor o involucramiento emocional, algo así como lo que hacía Julia Roberts en Pretty woman antes de conocer a Richard Gere: no es nada personal, solo negocios. Esta anécdota absurda me viene a la cabeza cuando oigo la incesante y cansina cháchara sobre los pactos poselectorales.
Los partidos tradicionales, devorados por la corrupción y las mentiras acumuladas, se han convertido en pozo negro que solo puede tocarse con un palo muy largo y con la nariz tapada para no contaminarse con los miasmas. En este momento de extrema gravedad institucional, la solución de los recién llegados, con su traje blanco de primera comunión e indefinición aún puesto es, en el mejor de los casos y siempre que se cumpla una larga lista de requisitos, llegar a acuerdos sobre temas puntuales. Algo así como, sin poner foto ni referencias personales, pedir en el Meetic.com de la política una rubia de ojos azules, modelo, experta en papiroflexia, voluntaria en ONGs y doctora en filosofía.
Pero solo para follar, que quede claro. Vale, de acuerdo, los partidos tradicionales distan mucho de ser ideales de belleza e integridad; se acercan más bien a viejas alcahuetas con más mañas que un gato de cabaret que creen que todo lo arregla un poco de cirugía estética, pero siguen teniendo millones de votantes detrás y un enorme peso político. Y a partir de este domingo serán imprescindibles para formar mayorías estables en muchos municipios y comunidades autónomas.
Eso de los acuerdos puntuales está muy bien sobre el papel, tú allí y yo aquí y te saco lo que puedo, pero en la práctica el panorama pone los pelos de punta. La inefable Esperanza Aguirre, que habla por no callar, se mostraba el otro día favorable a llegar a este tipo de pactos con todo tipo de fuerzas políticas, incluso con Podemos, para, por ejemplo, acordar qué especie de árboles hay que plantar en tal o cual calle. Imagínense si cada decisión que tome un Ayuntamiento, por nimia que sea, tiene que ser objeto de una negociación de este tipo.
Eso por no entrar en el habitual intercambio de cromos de la política, que resulta aún más engorroso: plantamos acacias en el Paseo de Recoletos a cambio de que el rey Baltasar de la cabalgata de este año sea un edil de nuestro partido. En mi opinión, con esta espeluznante mecánica, los únicos perjudicados seremos los ciudadanos (con "c" minúscula, para que no haya confusiones), que veremos cómo se retrasan constantemente decisiones urgentes y necesarias y que acabaremos aún más hartos de la política de lo que estamos.
La única solución para evitar la parálisis administrativa está en un concepto que, hoy por hoy, suena casi a insulto: los pactos de gobierno. ¿Gobernar nosotros con esos corruptos? ¡Nunca! ¡Jamás! Sí, vale, todo eso suena muy bonito, pero lo que queremos los votantes es que se solucionen nuestros problema,s y eso conlleva dejarse de discursos y mancharse las manos.
No estamos hablando de dejar sin castigo a los culpables ni de pasteleos ni de pactos por debajo de la mesa, sino de acuerdos con luz y taquígrafos, en los que los partidos nuevos realmente influyan en que las cosas se hagan de forma distinta, en los que puedan mostrar que saben gobernar y no solo regalar promesas.
Si el problema está en que estas supuestas alianzas contra natura les pasen factura en las elecciones generales, la solución parece fácil: pactar en cada localidad con el candidato que les parezca más adecuado, independientemente de sus colores. Por responsabilidad, una palabra prostituida donde las haya. Responsabilidad por parte de los partidos tradicionales para darse cuenta que se acabó el chollo y deben respetar las nuevas reglas de juego. Responsabilidad de los nuevos, que sean conscientes de que ellos no han hecho aún nada, que su posición les ha caído del cielo en pocos meses y que deben entrar a apuntalar la casa que se viene abajo, trabajando codo con codo con los viejos.
En España, esto puede parecer un anatema, pero en Alemania, en Austria, en Suecia, las coaliciones, incluso entre partidos opuestos, es habitual. A mí, personalmente, me gustaría ver gobernar juntos en algunos ayuntamientos a, por ejemplo, PP y a Podemos. Quizás de esta manera, en este país en el que todavía la gente se sorprende de que el de al lado piense distinto, lleguemos a entendernos todos un poco mejor. Algún día y por algún sitio tendremos que empezar.
Los partidos tradicionales, devorados por la corrupción y las mentiras acumuladas, se han convertido en pozo negro que solo puede tocarse con un palo muy largo y con la nariz tapada para no contaminarse con los miasmas. En este momento de extrema gravedad institucional, la solución de los recién llegados, con su traje blanco de primera comunión e indefinición aún puesto es, en el mejor de los casos y siempre que se cumpla una larga lista de requisitos, llegar a acuerdos sobre temas puntuales. Algo así como, sin poner foto ni referencias personales, pedir en el Meetic.com de la política una rubia de ojos azules, modelo, experta en papiroflexia, voluntaria en ONGs y doctora en filosofía.
Pero solo para follar, que quede claro. Vale, de acuerdo, los partidos tradicionales distan mucho de ser ideales de belleza e integridad; se acercan más bien a viejas alcahuetas con más mañas que un gato de cabaret que creen que todo lo arregla un poco de cirugía estética, pero siguen teniendo millones de votantes detrás y un enorme peso político. Y a partir de este domingo serán imprescindibles para formar mayorías estables en muchos municipios y comunidades autónomas.
Eso de los acuerdos puntuales está muy bien sobre el papel, tú allí y yo aquí y te saco lo que puedo, pero en la práctica el panorama pone los pelos de punta. La inefable Esperanza Aguirre, que habla por no callar, se mostraba el otro día favorable a llegar a este tipo de pactos con todo tipo de fuerzas políticas, incluso con Podemos, para, por ejemplo, acordar qué especie de árboles hay que plantar en tal o cual calle. Imagínense si cada decisión que tome un Ayuntamiento, por nimia que sea, tiene que ser objeto de una negociación de este tipo.
Eso por no entrar en el habitual intercambio de cromos de la política, que resulta aún más engorroso: plantamos acacias en el Paseo de Recoletos a cambio de que el rey Baltasar de la cabalgata de este año sea un edil de nuestro partido. En mi opinión, con esta espeluznante mecánica, los únicos perjudicados seremos los ciudadanos (con "c" minúscula, para que no haya confusiones), que veremos cómo se retrasan constantemente decisiones urgentes y necesarias y que acabaremos aún más hartos de la política de lo que estamos.
La única solución para evitar la parálisis administrativa está en un concepto que, hoy por hoy, suena casi a insulto: los pactos de gobierno. ¿Gobernar nosotros con esos corruptos? ¡Nunca! ¡Jamás! Sí, vale, todo eso suena muy bonito, pero lo que queremos los votantes es que se solucionen nuestros problema,s y eso conlleva dejarse de discursos y mancharse las manos.
No estamos hablando de dejar sin castigo a los culpables ni de pasteleos ni de pactos por debajo de la mesa, sino de acuerdos con luz y taquígrafos, en los que los partidos nuevos realmente influyan en que las cosas se hagan de forma distinta, en los que puedan mostrar que saben gobernar y no solo regalar promesas.
Si el problema está en que estas supuestas alianzas contra natura les pasen factura en las elecciones generales, la solución parece fácil: pactar en cada localidad con el candidato que les parezca más adecuado, independientemente de sus colores. Por responsabilidad, una palabra prostituida donde las haya. Responsabilidad por parte de los partidos tradicionales para darse cuenta que se acabó el chollo y deben respetar las nuevas reglas de juego. Responsabilidad de los nuevos, que sean conscientes de que ellos no han hecho aún nada, que su posición les ha caído del cielo en pocos meses y que deben entrar a apuntalar la casa que se viene abajo, trabajando codo con codo con los viejos.
En España, esto puede parecer un anatema, pero en Alemania, en Austria, en Suecia, las coaliciones, incluso entre partidos opuestos, es habitual. A mí, personalmente, me gustaría ver gobernar juntos en algunos ayuntamientos a, por ejemplo, PP y a Podemos. Quizás de esta manera, en este país en el que todavía la gente se sorprende de que el de al lado piense distinto, lleguemos a entendernos todos un poco mejor. Algún día y por algún sitio tendremos que empezar.