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Movilidad: ideas para un año electoral

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La movilidad, local o a media y larga distancia, de las personas y las mercancías es causa y consecuencia del funcionamiento de un sistema económico y social. Es necesaria para el desempeño de las actividades productivas, personales y sociales, y para mantenerla al nivel requerido por dichas actividades, se ordenan importantes recursos económicos. La movilidad, por otra parte, obliga a quienes la realizan a consumir dos recursos muy particulares: tiempo y energía.

Un mal sistema de movilidad consumirá una desproporcionada cantidad de tiempo y energía, haciendo el disfrute de sus ventajas -que, además, se verán disminuidas- muy oneroso para los individuos y/o para la sociedad.

La movilidad, obviamente, se organiza mediante los sistemas de transporte individual, colectivo, público o privado existentes. Todos ellos tienen sus ventajas y sus inconvenientes a la hora de proporcionar el tipo de movilidad que cada persona (o mercancía) requiere en cada uno de los desplazamientos que debe acometer para cada necesidad, y resulta difícil establecer el balance mas eficiente de modos de transporte, titularidad de los mismos y plataformas de infraestructuras requeridas.

Las infraestructuras, por otra parte, complican el problema, ya que cada medio de transporte requiere infraestructuras dedicadas, por lo general rígidas, que son muy caras de construir y mantener, al igual que los vehículos, naves, aeronaves o material rodante utilizados en el transporte colectivo.

La restricción medioambiental (atmosférica, asociada al uso de energía fósil) y de espacio, la congestión de las infraestructuras en horas punta, la contaminación o el ruido en los ámbitos urbanos, los accidentes y otra siniestralidad, sin embargo, imponen unos límites muy relevantes al uso de un sistema integral de movilidad económica, personal y social y se revelan fallos de mercado que obligan a algún tipo de intervención para limitar los inconvenientes de la movilidad a un mínimo socialmente deseable. Esta intervención suele hacerse mediante el uso de impuestos piguvianos (incluidas tarifas adicionales por congestión), transferencias à la Coase (para incentivar determinados medios de transporte) o meras prohibiciones, de ser necesarias estas medidas más drásticas.

Es evidente que, solo por casualidad, la combinación de impuestos, transferencias y prohibiciones en materia de movilidad existente en España se acercará a lo deseable. Naturalmente, tenemos impuestos sobre hidrocarburos, pero no a su contenido en carbono (que es lo que importa) ni graduados por la eficiencia social con la que se usa dicho combustible. Claro que tenemos exenciones o subvenciones de algún tipo para el transporte colectivo y, especialmente, para el de titularidad pública, pero, ¿estamos seguros de que ese tratamiento está diseñado para lograr el uso socialmente óptimo de los medios de transporte colectivos, o para fomentar determinados trasvases de tráficos de unos a otros medios de transporte? Todos observamos que no se puede utilizar el vehículo privado en determinadas zonas de las ciudades, pero, ¿somos todavía demasiado permisivos, o excesivamente restrictivos?

Creo que, de cara al cumplimiento óptimo de las funciones múltiples de un sistema de movilidad integral, no tenemos ni bien evaluados los efectos de nuestro sistema actual ni, como consecuencia de ello, bien calibrados los instrumentos incentivadores o disuasorios que requiere dicho cumplimiento. Si esto es así, estamos sufriendo disfunciones y distorsiones innecesarias que tendrán consecuencias económicas, sociales y medioambientales.

Podríamos, por ejemplo, considerar un impuesto al principio activo de la movilidad: el carbono, en vez de los actuales impuestos a los hidrocarburos. También podríamos ver en qué medida los impuestos a la electricidad se duplican cuando esta se produce utilizando combustibles fósiles ya gravados por sus impuestos especiales. O empezar a graduar impuestos en función del uso unitario de los medios de transporte (idealmente viajeros-kilómetro) y de sus externalidades negativas. O reducir la fiscalidad de los medios de transporte que menos externalidades negativas causen, también en términos unitarios. Incluyendo, naturalmente, la siniestralidad además del medio ambiente en la valoración. Estamos lejos de la movilidad del S. XXI, pero ya estamos en pleno S. XXI. Movámonos.


Este artículo ha sido publicado inicialmente en la revista Empresa Global

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