Ella está por entrar en el aula. Como siempre, cuatro o cinco veces al día, todos los días. Se prepara, pero poco. Siente que hace tiempo que está preparada; siente que ya se preparó. Y repite su partitura, una y otra vez. Aprovechó el recreo de las 10:50 para hacer dos llamadas telefónicas personales, contestar siete whatsapps, revisar su Face, come tres cuartas partes de un sándwich de pan integral que trajo en un tupper de casa, conversar un poco con sus colegas en la sala e ir al baño. Durante esos quince minutos no pensó en el reingreso al aula que ahora le toca. Es la parte más previsible de su día; es de nuevo aquella monotonía bajo control de todos sus días. Simplemente, abrir la puerta, saludar y despacharse. Tiene 43 años; 3 hijos, ya crecidos; se llama Luciana y es maestra de sexto grado de primaria. Da clases en una escuela que puede ser cualquier escuela, como casi todas las escuelas.
Y está por entrar en el aula.
Ya se olvidó hasta de que en esos momentos suele pensar (con un tipo de pensamiento evanescente que pasa como un flash) "¿qué debo dar hoy en clase?"; lo hace automáticamente. Casi no tiene registro de ese pensamiento repetido que le pasa por la parte sorda de su cerebro. Revisa la planificación -que siempre tiene a mano, como las pastillas para sus jaquecas- y sortea el obstáculo. Abre la puerta, entra y ejecuta.
Luciana no es una maestra; es "la" maestra. Es el arquetipo, el estándar y también el estereotipo que domina las prácticas pedagógicas escolares. Podría haber sido de cuarto grado o de segundo, o de secundaria; podría tener especialización en equis o zeta. Ella es todas y todos los que se enfrentan a las aulas en las escuelas de América Latina diariamente; o casi todas, por lo menos. Todos somos Luciana, cuatro o cinco veces al día, todos los días. Y así estamos...
Entra preguntándose, sin inquietud, "¿qué dice mi planificación?, ¿qué debo dar hoy en clase?" Y entra y lo da, mejor o peor.
¿Por qué cuento esta historia que parece no contar nada? ¿Qué puede estar interesándome de este relato plano y anodino sobre la rutina de una rutinaria maestra? ¿Dónde podría haber un quid en todo esto tan obvio, automático y al parecer hasta sensato?
Pues en que la maestra que anhelo debería preguntarse "¿qué me encontraré hoy en mi aula de clase?". No se trata de qué llevo yo -maestra- al aula, sino de qué hay allí esperándome. Si el curso didáctico empieza en mí, mal acaba; es un proceso sin transcurso, aplastado en su propia previsibilidad; nulo de toda sorpresa; carente de todo asombro; saturado de objetos con aspecto de alumnos y de temas falsamente disfrazados de preguntas o de problemas. En la medida en que Luciana insista en entrar como entra, el clic educativo seguirá sin producirse, y nos seguiremos preguntando en foros vanidosos y grandilocuentes por qué nuestros sistemas educativos no funcionan, y si será por falta de presupuestos, de tecnología adecuada o de no sé qué. No sé si la culpa la tiene o no Luciana, pero sí sé que el resultado proviene de lo que concretamente hace Luciana cada día; y de lo que no hace Luciana.
Preguntarnos qué nos encontraremos a las 11:05 cuando entremos en clase es devolverle a todo el proceso pedagógico una vida de la que carece. No importa qué dicen el currículo ni mi planificación; importa qué están diciendo ellos, mis alumnos, cada uno de ellos, ese día, a esa hora, en ese lugar y en medio de aquel complejísimo contexto que nos rodea a todos -incluso a Luciana- cada día, a cada hora, en cada latitud y en cada orografía. No importa mi previsibilidad obediente sino la imponderabilidad vital de ese cuerpo en funcionamiento que llamamos "grupo de sexto A". ¿Qué pasa con ellos, en ellos? ¿Qué dicen y qué callan? ¿Dónde están sus puntos de articulación entre la vida y la escuela?, ¿en qué estación están parados sus sueños y sus frustraciones?
No puedo entrar sabiendo, porque si entro sabiendo, nadie aprenderá. Tengo que entrar desconociendo y con ansiedad por interpretar aquella situación, en aquel día, en sus propias coordenadas. Debo apelar al arte de producir la participación, que es arte mayor, y dejar aparcado ese arte menor que hace tantos años ostento de hablar y ponderar como si supiera, como si eso fuera saber y enseñar. Olvidarme el cuadernito de la planificación y acordarme del grupo, que necesita de mi expectativa abierta para poder desplegarse y realizarse subjetivamente. Poner situaciones-problema en juego y dejar que venga lo que con ellas tenga que venir; y surfear esas olas cargadas de pulsión de la buena, de la vital, de la imprescindible para que un proceso de aprendizaje significativo pueda producirse en esos niños. Simplemente, no repetir mi qué debo dar, sino abrirme al incierto y productivo qué voy a encontrar.
Yo sé que Luciana no lo sabe. Por eso hay días que tiendo a exculparla; pero no sé si debo. Ella -como todos- está obligada a repensar su práctica; no tanto porque esté en su contrato laboral, sino porque debería estar en su contrato vital.
Y está por entrar en el aula.
Ya se olvidó hasta de que en esos momentos suele pensar (con un tipo de pensamiento evanescente que pasa como un flash) "¿qué debo dar hoy en clase?"; lo hace automáticamente. Casi no tiene registro de ese pensamiento repetido que le pasa por la parte sorda de su cerebro. Revisa la planificación -que siempre tiene a mano, como las pastillas para sus jaquecas- y sortea el obstáculo. Abre la puerta, entra y ejecuta.
Luciana no es una maestra; es "la" maestra. Es el arquetipo, el estándar y también el estereotipo que domina las prácticas pedagógicas escolares. Podría haber sido de cuarto grado o de segundo, o de secundaria; podría tener especialización en equis o zeta. Ella es todas y todos los que se enfrentan a las aulas en las escuelas de América Latina diariamente; o casi todas, por lo menos. Todos somos Luciana, cuatro o cinco veces al día, todos los días. Y así estamos...
Entra preguntándose, sin inquietud, "¿qué dice mi planificación?, ¿qué debo dar hoy en clase?" Y entra y lo da, mejor o peor.
¿Por qué cuento esta historia que parece no contar nada? ¿Qué puede estar interesándome de este relato plano y anodino sobre la rutina de una rutinaria maestra? ¿Dónde podría haber un quid en todo esto tan obvio, automático y al parecer hasta sensato?
Pues en que la maestra que anhelo debería preguntarse "¿qué me encontraré hoy en mi aula de clase?". No se trata de qué llevo yo -maestra- al aula, sino de qué hay allí esperándome. Si el curso didáctico empieza en mí, mal acaba; es un proceso sin transcurso, aplastado en su propia previsibilidad; nulo de toda sorpresa; carente de todo asombro; saturado de objetos con aspecto de alumnos y de temas falsamente disfrazados de preguntas o de problemas. En la medida en que Luciana insista en entrar como entra, el clic educativo seguirá sin producirse, y nos seguiremos preguntando en foros vanidosos y grandilocuentes por qué nuestros sistemas educativos no funcionan, y si será por falta de presupuestos, de tecnología adecuada o de no sé qué. No sé si la culpa la tiene o no Luciana, pero sí sé que el resultado proviene de lo que concretamente hace Luciana cada día; y de lo que no hace Luciana.
Preguntarnos qué nos encontraremos a las 11:05 cuando entremos en clase es devolverle a todo el proceso pedagógico una vida de la que carece. No importa qué dicen el currículo ni mi planificación; importa qué están diciendo ellos, mis alumnos, cada uno de ellos, ese día, a esa hora, en ese lugar y en medio de aquel complejísimo contexto que nos rodea a todos -incluso a Luciana- cada día, a cada hora, en cada latitud y en cada orografía. No importa mi previsibilidad obediente sino la imponderabilidad vital de ese cuerpo en funcionamiento que llamamos "grupo de sexto A". ¿Qué pasa con ellos, en ellos? ¿Qué dicen y qué callan? ¿Dónde están sus puntos de articulación entre la vida y la escuela?, ¿en qué estación están parados sus sueños y sus frustraciones?
No puedo entrar sabiendo, porque si entro sabiendo, nadie aprenderá. Tengo que entrar desconociendo y con ansiedad por interpretar aquella situación, en aquel día, en sus propias coordenadas. Debo apelar al arte de producir la participación, que es arte mayor, y dejar aparcado ese arte menor que hace tantos años ostento de hablar y ponderar como si supiera, como si eso fuera saber y enseñar. Olvidarme el cuadernito de la planificación y acordarme del grupo, que necesita de mi expectativa abierta para poder desplegarse y realizarse subjetivamente. Poner situaciones-problema en juego y dejar que venga lo que con ellas tenga que venir; y surfear esas olas cargadas de pulsión de la buena, de la vital, de la imprescindible para que un proceso de aprendizaje significativo pueda producirse en esos niños. Simplemente, no repetir mi qué debo dar, sino abrirme al incierto y productivo qué voy a encontrar.
Yo sé que Luciana no lo sabe. Por eso hay días que tiendo a exculparla; pero no sé si debo. Ella -como todos- está obligada a repensar su práctica; no tanto porque esté en su contrato laboral, sino porque debería estar en su contrato vital.