Hubo un momento, uno solo, en el que creí que no saldría de allí. Que tendría que llamar a los bomberos, a una grúa o a mi mamá ("¡mami veeeen!", me dieron ganas de gritar más de una vez) para que me rescataran. Cuando me vi tumbada en la mitad de ese eterno pasillo (podían ser 20 o 50 metros, pero a mi me parecieron dos kilómetros), reptando en ese mar de barro, con cientos de personas alrededor y un alambre de espino a escasos 20 centímetros de mi cabeza, pensé que no llegaba.
Pero llegué. Pasé el barro. Entre otros, gracias a una chica que detrás de mi gritaba "¡Rueda, rueda!". Los antebrazos me dolían de tanto reptar, el espino estaba tan bajo que no podía ponerme de rodillas y ya no tenía fuerzas ni veía, por el agua de un aspersor que se mezclaba con el barro y me impedía abrir los ojos. Pero rodé. Me giré, me puse en horizontal y rodé. Y salí. Y después, (medio) superé un muro de madera con una cuerda, y salté unas ascuas. Y entonces acabé mi primera Spartan Race. Y todo lo hice por gusto. Porque me apetecía. Podría decirse que hasta por placer.
Cuando me invitaron a la carrera, mes y medio atrás, me gustó la idea. Tenía ganas de entrenarme, darle un acelerón a la Operación Bikini y, aunque soy perezosa para correr (y eso que Margarita ha intentado animarme más de una vez y más de dos), cinco kilómetros me parecían asequibles, por mucho que esto se llamara Spartan Race y que fuera una carrera de obstáculos con más obstáculos que carrera. Pero luego me empezaron a meter miedo con las pruebas. Que si hay que subir una cuerda, que si hay mucho barro, que si ahí solo van tíos mazados que llevan meses entrenándose... Me asusté, lo confieso, pero me aseguraron desde la organización que gente en peor forma física lo había conseguido.
Confié. Seguí corriendo un par de veces por semana (bueno, o una vez... o algunas semanas casi ni eso... o no me daba tiempo), y hasta ahí llegó mi entrenamiento. Ni personal trainers, ni sesiones de crossfit (por eso ya he pasado, gracias), ni ejercicios con apps. Pero cuando llegué a Rivas, donde se celebraba la carrera el domingo 31 de mayo, tras una noche dando vueltas en la cama pensando dónde me había metido, supe que me iba a faltar fondo. Y forma. Y todo lo demás.
Y así acabe...
Decir que la gente venía manchada de barro me parece quedarse corto. Bañada, cubierta, remojada, se acercaría más. El Auditorio Miguel Ríos (una explanada al aire libre con unas gradas ídem) parecía la auténtica Esparta (al menos la de las pelis, claro). Tras los stands de los patrocinadores podía apreciar algunas de las pruebas: una cuerda altísima que alguna gente intentaba subir (y solo unos pocos lograban), unos tablones de madera por los que bajaba la gente pingando de barro (¿de dónde venían?, me preguntaba, ilusa) y muchas personitas en la distancia cargadas con sacos de barro subiendo y bajando escaleras. Todavía me quedaban casi dos horas para comprobarlo. Pero si 12.000 personas lo habían logrado el sábado, ¿por qué yo no?
A las 13.30, bajo los 30 grados del sol de Rivas, eché a correr. Bueno, no. Primero tuve que saltar un muro de madera, para empezar. Sin un escaloncito en el que apoyarme. Pero con la ayuda de un puñado de espartanos que me echaron una mano (también en el culo, todo sea por ayudar) logré saltarlo, y dejarme un bonito raspón en el brazo y un golpe en la cadera que me acompañaron el resto de los cinco kilómetros.
Torpe podría ser mi segundo apellido, pero el grito de "Espartanos, ¿cuál es vuestro oficio?" y la respuesta de cientos de voces "¡AROOO, AROOOO, AROOOOO!" me hicieron olvidarlo y echar a correr. Y llegaron más muros, que eran casi lo peor de las pruebas. La carrera en sí, al final, era lo de menos, porque había pocas posibilidades de poder hacer un kilómetro, o 500 metros siquiera, corriendo. Y menos mal, porque el camino era puro pedregal que dejó más de un esguince por el camino (a mi no, por suerte). Pronto venía un bonito obstáculo (había unos 15 o 20, no estaba una para contarlos) que había que superar. Además de unos cuantosmalditos muros de maldita madera que había que saltar con maldita la gracia, aunque estos por lo menos tenían algún clavo en el que apoyarse. Mi vida por un clavo salido un centímetro más para fuera.
El muro era solo el principio. Luego llegaron las piscinas... de barro. Barro líquido, hasta la cadera. De ese que te deja bien empapaditas las zapatillas recién estrenadas y antes limpias, ahora perfectas para ir corriendo y haciendo chof chof. Luego más muros, más muros infernales. Por arriba y por abajo, para enharinar el barro previo con polvo.
No me lo creía, pero lo logré
Había pruebas divertidas, como el paseo del perrito, que le llamaban algunos. Era un circuito cerrado en el que había que arrastrar un bloque de hierro con una cadena por un camino lleno de arena polvorienta (gracias eternas a ese espartano que tiró un poquitín de mi perrito ayudándome a terminar). O como cuando había que arrastrar una rueda de camión durante unos metros, o cargar un tronco a la espalda por un circuito.
Luego había otras... Ay, las otras. Otras eran de morirse. Supongo que también dependerá de las habilidades físicas de cada cual, escasitas, por mi parte. Mis brazos parecían de plastilina cuando intenté colgarme en unas barras de hierro, o cuando intenté con escasos resultados trepar por una cuerda con nudos. ¿Que no lo haces? ¡Pues burpees! Es decir: ejercicios infernales en los que hay que hacer flexiones y saltar. 30 por cada obstáculo que se quede en el camino. MUERTE.
También hay cosas buenas, no crean. Lo mejor, la gente. La ayuda. Cruzarte con un grupo de chavales sudorosos y cabizbajos para gritarles: "¡Venga espartanos! ¡Podéis!" y que salgan corriendo detrás de ti. La gente que te ayuda a subir muros (aunque te empujen el culo), los que tiran de tu cuerda, los que hacen la vista gorda cuando alguien te echa una mano y te deja hacer 20 burpees en vez de 30 (o 10..o seis... o dos). Los ánimos de desconocidos y los abrazos del final.
Zapatillas: antes. Recién estrenadas.
...y después. Dolor
Pero justo antes del final llega lo peor, claro. Subir y bajar escaleras con sacos cargados de arena (a alguna pseudoespartana vi yo bajando los sacos por el pasamano... ¡burpees al canto!), correr un poco más, intentar subir por la cuerda... y el barro. El barro es lo peor. Ahí, cuando quieres llamar a mamá. Cuando no te quedan compañeros de carrera, ni esperanzas de llegar al final. Cuando solo quieres levantarte y sacudirte el barro... y sabes que el alambre de espino no te deja. Cuando reptas, ruedas, lloriqueas. Cuando crees que no llegas... pero 10, 15, no se sabe cuántos minutos después, aterrizas en una piscina de barro y puedes levantarte para gritar "¡Lo logréeeee!". Bueno, luego queda una pared de madera con una cuerda... y unas ascuas. Y después, tu medalla, llena de barro. Y unas zapatillas que dan ganas de tirar. Y la ducha en ropa interior en una cola con decenas de personas, a manguerazos de agua helada (aquí todo es espartano) que te sigue dejando más sucio y más limpio que nunca. Y el orgullo, el orgullo enorme de conseguirlo y de ser con todas las de la ley (y algunos burpees de menos...) una ciudadana de Esparta.
No sé si volveré. Si me atreveré a firmar otra vez ese documento en el que eximía a la organización "en caso de accidente y/o muerte". Si seré capaz de no pasarme la carrera pensando en el barro, en las heridas que vendrán (¿pantalón largo a riesgo de morir de calor o corto a riesgo de morir de dolor?), si podré superar otra vez la pájara, con tiritona y dolores de estómago incluidos, que vinieron después. 13 kilómetros no voy a correr, ni 20, como harán algunos valientes en Barcelona en octubre. Tengo 364 días para pensármelo y reunir a algún grupo de locos que me acompañe. Para conseguir todos juntos la ciudadanía de Esparta.
Mis piernas y brazo derecho, el día después
Pero llegué. Pasé el barro. Entre otros, gracias a una chica que detrás de mi gritaba "¡Rueda, rueda!". Los antebrazos me dolían de tanto reptar, el espino estaba tan bajo que no podía ponerme de rodillas y ya no tenía fuerzas ni veía, por el agua de un aspersor que se mezclaba con el barro y me impedía abrir los ojos. Pero rodé. Me giré, me puse en horizontal y rodé. Y salí. Y después, (medio) superé un muro de madera con una cuerda, y salté unas ascuas. Y entonces acabé mi primera Spartan Race. Y todo lo hice por gusto. Porque me apetecía. Podría decirse que hasta por placer.
Cuando me invitaron a la carrera, mes y medio atrás, me gustó la idea. Tenía ganas de entrenarme, darle un acelerón a la Operación Bikini y, aunque soy perezosa para correr (y eso que Margarita ha intentado animarme más de una vez y más de dos), cinco kilómetros me parecían asequibles, por mucho que esto se llamara Spartan Race y que fuera una carrera de obstáculos con más obstáculos que carrera. Pero luego me empezaron a meter miedo con las pruebas. Que si hay que subir una cuerda, que si hay mucho barro, que si ahí solo van tíos mazados que llevan meses entrenándose... Me asusté, lo confieso, pero me aseguraron desde la organización que gente en peor forma física lo había conseguido.
Confié. Seguí corriendo un par de veces por semana (bueno, o una vez... o algunas semanas casi ni eso... o no me daba tiempo), y hasta ahí llegó mi entrenamiento. Ni personal trainers, ni sesiones de crossfit (por eso ya he pasado, gracias), ni ejercicios con apps. Pero cuando llegué a Rivas, donde se celebraba la carrera el domingo 31 de mayo, tras una noche dando vueltas en la cama pensando dónde me había metido, supe que me iba a faltar fondo. Y forma. Y todo lo demás.
Y así acabe...
Decir que la gente venía manchada de barro me parece quedarse corto. Bañada, cubierta, remojada, se acercaría más. El Auditorio Miguel Ríos (una explanada al aire libre con unas gradas ídem) parecía la auténtica Esparta (al menos la de las pelis, claro). Tras los stands de los patrocinadores podía apreciar algunas de las pruebas: una cuerda altísima que alguna gente intentaba subir (y solo unos pocos lograban), unos tablones de madera por los que bajaba la gente pingando de barro (¿de dónde venían?, me preguntaba, ilusa) y muchas personitas en la distancia cargadas con sacos de barro subiendo y bajando escaleras. Todavía me quedaban casi dos horas para comprobarlo. Pero si 12.000 personas lo habían logrado el sábado, ¿por qué yo no?
A las 13.30, bajo los 30 grados del sol de Rivas, eché a correr. Bueno, no. Primero tuve que saltar un muro de madera, para empezar. Sin un escaloncito en el que apoyarme. Pero con la ayuda de un puñado de espartanos que me echaron una mano (también en el culo, todo sea por ayudar) logré saltarlo, y dejarme un bonito raspón en el brazo y un golpe en la cadera que me acompañaron el resto de los cinco kilómetros.
Torpe podría ser mi segundo apellido, pero el grito de "Espartanos, ¿cuál es vuestro oficio?" y la respuesta de cientos de voces "¡AROOO, AROOOO, AROOOOO!" me hicieron olvidarlo y echar a correr. Y llegaron más muros, que eran casi lo peor de las pruebas. La carrera en sí, al final, era lo de menos, porque había pocas posibilidades de poder hacer un kilómetro, o 500 metros siquiera, corriendo. Y menos mal, porque el camino era puro pedregal que dejó más de un esguince por el camino (a mi no, por suerte). Pronto venía un bonito obstáculo (había unos 15 o 20, no estaba una para contarlos) que había que superar. Además de unos cuantos
El muro era solo el principio. Luego llegaron las piscinas... de barro. Barro líquido, hasta la cadera. De ese que te deja bien empapaditas las zapatillas recién estrenadas y antes limpias, ahora perfectas para ir corriendo y haciendo chof chof. Luego más muros, más muros infernales. Por arriba y por abajo, para enharinar el barro previo con polvo.
No me lo creía, pero lo logré
Había pruebas divertidas, como el paseo del perrito, que le llamaban algunos. Era un circuito cerrado en el que había que arrastrar un bloque de hierro con una cadena por un camino lleno de arena polvorienta (gracias eternas a ese espartano que tiró un poquitín de mi perrito ayudándome a terminar). O como cuando había que arrastrar una rueda de camión durante unos metros, o cargar un tronco a la espalda por un circuito.
Luego había otras... Ay, las otras. Otras eran de morirse. Supongo que también dependerá de las habilidades físicas de cada cual, escasitas, por mi parte. Mis brazos parecían de plastilina cuando intenté colgarme en unas barras de hierro, o cuando intenté con escasos resultados trepar por una cuerda con nudos. ¿Que no lo haces? ¡Pues burpees! Es decir: ejercicios infernales en los que hay que hacer flexiones y saltar. 30 por cada obstáculo que se quede en el camino. MUERTE.
También hay cosas buenas, no crean. Lo mejor, la gente. La ayuda. Cruzarte con un grupo de chavales sudorosos y cabizbajos para gritarles: "¡Venga espartanos! ¡Podéis!" y que salgan corriendo detrás de ti. La gente que te ayuda a subir muros (aunque te empujen el culo), los que tiran de tu cuerda, los que hacen la vista gorda cuando alguien te echa una mano y te deja hacer 20 burpees en vez de 30 (o 10..o seis... o dos). Los ánimos de desconocidos y los abrazos del final.
Zapatillas: antes. Recién estrenadas.
...y después. Dolor
Pero justo antes del final llega lo peor, claro. Subir y bajar escaleras con sacos cargados de arena (a alguna pseudoespartana vi yo bajando los sacos por el pasamano... ¡burpees al canto!), correr un poco más, intentar subir por la cuerda... y el barro. El barro es lo peor. Ahí, cuando quieres llamar a mamá. Cuando no te quedan compañeros de carrera, ni esperanzas de llegar al final. Cuando solo quieres levantarte y sacudirte el barro... y sabes que el alambre de espino no te deja. Cuando reptas, ruedas, lloriqueas. Cuando crees que no llegas... pero 10, 15, no se sabe cuántos minutos después, aterrizas en una piscina de barro y puedes levantarte para gritar "¡Lo logréeeee!". Bueno, luego queda una pared de madera con una cuerda... y unas ascuas. Y después, tu medalla, llena de barro. Y unas zapatillas que dan ganas de tirar. Y la ducha en ropa interior en una cola con decenas de personas, a manguerazos de agua helada (aquí todo es espartano) que te sigue dejando más sucio y más limpio que nunca. Y el orgullo, el orgullo enorme de conseguirlo y de ser con todas las de la ley (y algunos burpees de menos...) una ciudadana de Esparta.
No sé si volveré. Si me atreveré a firmar otra vez ese documento en el que eximía a la organización "en caso de accidente y/o muerte". Si seré capaz de no pasarme la carrera pensando en el barro, en las heridas que vendrán (¿pantalón largo a riesgo de morir de calor o corto a riesgo de morir de dolor?), si podré superar otra vez la pájara, con tiritona y dolores de estómago incluidos, que vinieron después. 13 kilómetros no voy a correr, ni 20, como harán algunos valientes en Barcelona en octubre. Tengo 364 días para pensármelo y reunir a algún grupo de locos que me acompañe. Para conseguir todos juntos la ciudadanía de Esparta.
Mis piernas y brazo derecho, el día después