Pues va a ser que no. Los puristas cromáticos del Barça han vetado la imagen de Figo en azulgrana el día después que la UEFA le nombrase en la alineación barcelonista en el partido de postureo previo a la final de la Champions League. Demasiada soberbia en nombre del honor y sobrado rencor por un pasado que empieza a quedar lejano.
El club corrió a colgarse la medalla por haber impedido tal ultraje, recogiendo las demandas de Twitter: #NoAFigoEnBerlin, exigían. Y así será, como así el club seguirá jugando a ser un equipo importante con conductas de equipo insignificante. De resentido e indignado. Vivir en 2015 con sentimientos del 2000 es la máxima expresión del eterno inmovilismo periférico. De la queja permanente. Del genético victimismo catalán. Del "la culpa es suya". Del que pone las manos a la cabeza al imaginar a Figo con la misma sagrada camiseta que luce el honroso logo de aquel país donde la gente es tan feliz y cuyo nombre no recuerdo. De hiriente incoherencia emocional.
La duda es si el Barcelona hubiera vetado con la misma agilidad las intenciones del portugués si vistiera el traje de presidente de la FIFA. Si por aquellas bromas del destino, el traidor se hubiera convertido en el único hombre capaz de negociar una posible reducción de la tan sobredimensionada sanción por aquello que quizás no se hizo del todo bien.
La posibilidad de que el último gran siete del Barça (sí, a mí también me enamoró Larsson, pero no son comparables) volviera a portar el escudo azulgrana era la oportunidad perfecta para convencer al mundo de que el Barça nunca volvería a ser un equipo de segunda. Quince años atrás, el puñal de Figo desgarró la débil coraza barcelonista que protegía los traumas y desengaños de un equipo tan antiguo como púbero, y que no paró de sangrar hasta abrazar la sonrisa de Ronaldinho. Figo fue un traidor, sí. Y tan pesetero como altivo. Un soldado de sí mismo que se ganó a pulso la ira culé por muy lícita que fuera su decisión profesional.
Demasiados desencuentros después, es hora de poner cada uno en su sitio. Que la rabia se convierta en indiferencia. El club tenía la oportunidad de abrir la puerta al hijo más egoísta y ególatra de su historia, y demostrarle que por mucho que le odie, el Barça es capaz de perdonar y avanzar. Para reivindicar, que esta vez sí, el Barça ya se ha hecho mayor.
El club corrió a colgarse la medalla por haber impedido tal ultraje, recogiendo las demandas de Twitter: #NoAFigoEnBerlin, exigían. Y así será, como así el club seguirá jugando a ser un equipo importante con conductas de equipo insignificante. De resentido e indignado. Vivir en 2015 con sentimientos del 2000 es la máxima expresión del eterno inmovilismo periférico. De la queja permanente. Del genético victimismo catalán. Del "la culpa es suya". Del que pone las manos a la cabeza al imaginar a Figo con la misma sagrada camiseta que luce el honroso logo de aquel país donde la gente es tan feliz y cuyo nombre no recuerdo. De hiriente incoherencia emocional.
La duda es si el Barcelona hubiera vetado con la misma agilidad las intenciones del portugués si vistiera el traje de presidente de la FIFA. Si por aquellas bromas del destino, el traidor se hubiera convertido en el único hombre capaz de negociar una posible reducción de la tan sobredimensionada sanción por aquello que quizás no se hizo del todo bien.
La posibilidad de que el último gran siete del Barça (sí, a mí también me enamoró Larsson, pero no son comparables) volviera a portar el escudo azulgrana era la oportunidad perfecta para convencer al mundo de que el Barça nunca volvería a ser un equipo de segunda. Quince años atrás, el puñal de Figo desgarró la débil coraza barcelonista que protegía los traumas y desengaños de un equipo tan antiguo como púbero, y que no paró de sangrar hasta abrazar la sonrisa de Ronaldinho. Figo fue un traidor, sí. Y tan pesetero como altivo. Un soldado de sí mismo que se ganó a pulso la ira culé por muy lícita que fuera su decisión profesional.
Demasiados desencuentros después, es hora de poner cada uno en su sitio. Que la rabia se convierta en indiferencia. El club tenía la oportunidad de abrir la puerta al hijo más egoísta y ególatra de su historia, y demostrarle que por mucho que le odie, el Barça es capaz de perdonar y avanzar. Para reivindicar, que esta vez sí, el Barça ya se ha hecho mayor.