Un día fue Rosana, luego Valeria, poco después Ángeles, más tarde Lola. Al tiempo fue Daiana, también Sonia, Melina y Chiara. Todas ellas, víctimas de femicidio. El acto más extremo de violencia hacia las mujeres, el feminicidio, no tiene ninguna justificación. El único fundamento es que las relaciones entre géneros aún se sustentan en la desigualdad.
Y fue el pasado 3 de junio cuando, por primera vez, la sociedad argentina tomó las calles para decir basta de feminicidios, no más violencia contra las mujeres. El clamor se resumió en el eslogan: #NiUnaMenos.
En Argentina, según la ONG La Casa del Encuentro, en los últimos siete años ha habido 1808 feminicidios. Esto significa que 2196 hijas e hijos que quedaron sin madre. De éstxs, 1403 son menores de edad.
Este país, desde 2009 posee una Ley de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la violencia contra las Mujeres en todos los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales, pero no se pone en marcha en su totalidad; tampoco hay estadísticas oficiales.
Mientras, todo sigue aletargado, como si cundiera el desinterés; una mujer es asesinada cada 30 horas. Mejor no pensar, sobre todo en las víctimas anónimas, porque los medios no hablan de ellas. Mejor no pensar, mejor no pensarlas, porque engrosarían los números. Mejor no.
Ayer no solo fueron las calles de Buenos Aires las que dijeron Ni Una Menos, sino que se calcula que la convocatoria se replicó en más de 100 ciudades de toda Argentina.
Las calles cercanas al Congreso de la Nación fueron intervenidas desde las 15 horas por una marea de hombres y mujeres, familias enteras, representantes de diferentes credos, centros estudiantiles. Quizás no faltaba nadie, hasta representantes del Estado estivieron presentes.
Fue una jornada recargada de sirenas, cantos respetuosos y algunas pancartas que cargaban prendas de vestir. Así, vacías, esas vestimentas eran tan lánguidas que podían estrangular cualquier garganta por la angustia que ocasionaban. En una de las esquinas, dos mujeres mayores cruzaron miradas. No se conocían, pero rompieron el hielo con una confesión: ambas habían sido víctimas de violencia.
En todos los rincones había pancartas con rostros de mujeres víctimas de feminicidios. La mayoría de esos rostros tenían un común denominador: una sonrisa. Quienes eligen esa representación son las víctimas colaterales. Es decir, los familiares. Pero, ¿por qúe eligen esas fotos? No tengo respuestas.
En un momento, un rostro impreso en una fotocopia blanco y negro se acercó hacia mí. Era una tímida pancarta de no más de 20 por 30 centímetros y la llevaba una mujer. ¿Quién es?, pregunté. "Quien era. Era mi hija, y se llamaba Natalia Verónica Ruiz, la mataron en enero del 2010. La mató su pareja y luego se suicidó él". La mujer, al decirlo, se quebró. Entonces tomó aire y contó que busca justicia, que ahora es ella quien cría a la hija de Natalia, que hoy es una niña de 9 años. También recordó que con su hija vivían en San Salvador de Jujuy, y que vinieron a Buenos Aires para buscar algo mejor: "Quise una buena vida para ella, pero mirá como terminó". El caso de Natalia no está contabilizado, nunca apareció en los medios. Nos despedimos con un abrazo en medio de una multitud dispuesta a separarnos.
Ante semejante convocatoria multitudinaria, surge una pregunta: ¿qué pasará ahora? Espero que no todo quede en salir a la calle, porque nos estamos manifestando para que se ponga en marcha la ley; para que existan estadísticas oficiales; para que se garantice la protección a las víctimas, para que se den garantías de acceso a la justicia; para tener una vida sin violencia.
Caminé por algún hueco lateral que me permitió la salida y recordé a María Soledad Morales, víctima de feminicidio en 1990 en la provincia de Catamarca, (ubicada en el norte argentino). María Soledad fue salvajemente asesinada y violada por un puñado de hijos de poderosos de ese lugar. El feminicidio de aquella joven logró cachetear el alboroto de mi juventud. A partir de ese momento, nada fue igual. Hace diez años viajé a Catamarca y pude visitar el pequeño monumento que la recuerda con una placa de bronce: al costado se veían restos de velas derretidas y unas cuantas florecitas de hule. Hoy María Soledad tendría mi edad, y quizás cuando le arrebataron su vida soñábamos lo mismo: entrar en una universidad y tener una vida inagotablemente eliz. Sí, quizás soñábamos lo mismo. Hoy, sueño por ella, por mí y por todas con una vida sin violencias, #Ni una Menos.
Y fue el pasado 3 de junio cuando, por primera vez, la sociedad argentina tomó las calles para decir basta de feminicidios, no más violencia contra las mujeres. El clamor se resumió en el eslogan: #NiUnaMenos.
En Argentina, según la ONG La Casa del Encuentro, en los últimos siete años ha habido 1808 feminicidios. Esto significa que 2196 hijas e hijos que quedaron sin madre. De éstxs, 1403 son menores de edad.
Este país, desde 2009 posee una Ley de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la violencia contra las Mujeres en todos los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales, pero no se pone en marcha en su totalidad; tampoco hay estadísticas oficiales.
Mientras, todo sigue aletargado, como si cundiera el desinterés; una mujer es asesinada cada 30 horas. Mejor no pensar, sobre todo en las víctimas anónimas, porque los medios no hablan de ellas. Mejor no pensar, mejor no pensarlas, porque engrosarían los números. Mejor no.
Ayer no solo fueron las calles de Buenos Aires las que dijeron Ni Una Menos, sino que se calcula que la convocatoria se replicó en más de 100 ciudades de toda Argentina.
Las calles cercanas al Congreso de la Nación fueron intervenidas desde las 15 horas por una marea de hombres y mujeres, familias enteras, representantes de diferentes credos, centros estudiantiles. Quizás no faltaba nadie, hasta representantes del Estado estivieron presentes.
Fue una jornada recargada de sirenas, cantos respetuosos y algunas pancartas que cargaban prendas de vestir. Así, vacías, esas vestimentas eran tan lánguidas que podían estrangular cualquier garganta por la angustia que ocasionaban. En una de las esquinas, dos mujeres mayores cruzaron miradas. No se conocían, pero rompieron el hielo con una confesión: ambas habían sido víctimas de violencia.
En todos los rincones había pancartas con rostros de mujeres víctimas de feminicidios. La mayoría de esos rostros tenían un común denominador: una sonrisa. Quienes eligen esa representación son las víctimas colaterales. Es decir, los familiares. Pero, ¿por qúe eligen esas fotos? No tengo respuestas.
En un momento, un rostro impreso en una fotocopia blanco y negro se acercó hacia mí. Era una tímida pancarta de no más de 20 por 30 centímetros y la llevaba una mujer. ¿Quién es?, pregunté. "Quien era. Era mi hija, y se llamaba Natalia Verónica Ruiz, la mataron en enero del 2010. La mató su pareja y luego se suicidó él". La mujer, al decirlo, se quebró. Entonces tomó aire y contó que busca justicia, que ahora es ella quien cría a la hija de Natalia, que hoy es una niña de 9 años. También recordó que con su hija vivían en San Salvador de Jujuy, y que vinieron a Buenos Aires para buscar algo mejor: "Quise una buena vida para ella, pero mirá como terminó". El caso de Natalia no está contabilizado, nunca apareció en los medios. Nos despedimos con un abrazo en medio de una multitud dispuesta a separarnos.
Ante semejante convocatoria multitudinaria, surge una pregunta: ¿qué pasará ahora? Espero que no todo quede en salir a la calle, porque nos estamos manifestando para que se ponga en marcha la ley; para que existan estadísticas oficiales; para que se garantice la protección a las víctimas, para que se den garantías de acceso a la justicia; para tener una vida sin violencia.
Caminé por algún hueco lateral que me permitió la salida y recordé a María Soledad Morales, víctima de feminicidio en 1990 en la provincia de Catamarca, (ubicada en el norte argentino). María Soledad fue salvajemente asesinada y violada por un puñado de hijos de poderosos de ese lugar. El feminicidio de aquella joven logró cachetear el alboroto de mi juventud. A partir de ese momento, nada fue igual. Hace diez años viajé a Catamarca y pude visitar el pequeño monumento que la recuerda con una placa de bronce: al costado se veían restos de velas derretidas y unas cuantas florecitas de hule. Hoy María Soledad tendría mi edad, y quizás cuando le arrebataron su vida soñábamos lo mismo: entrar en una universidad y tener una vida inagotablemente eliz. Sí, quizás soñábamos lo mismo. Hoy, sueño por ella, por mí y por todas con una vida sin violencias, #Ni una Menos.