Hacía tiempo que una noticia no me dejaba tan tocado como la de la muerte de Pedro Zerolo. Esta mañana, mientras tomaba mi imprescindible café y escuchaba a Pepa Bueno contar cómo Pedro había fallecido en su domicilio madrileño, he sentido como si algo se me partiera dentro, como si de repente sintiera que una pieza se deslizaba hacia el vacío desde el puzzle que constituye mi identidad, Supongo que nuestra vida está compuesta finalmente por todos los sedimentos que en ella van dejando las personas que de alguna manera nos han ayudado a ser quien somos. Y por eso quiero imaginar que esta mañana he sentido como hacía tiempo que no me pasaba unas enorme ganas de llorar, como una punzada fuerte que me ha dejado desamparado durante unos instantes. Porque Zerolo, imagino que como le sucede a muchas y a muchos, formaba parte de mí, de mi lucha por ser yo mismo, de la sustancia que alimenta mi compromiso con la igualdad.
Pedro Zerolo fue la primera persona a la que públicamente, cuando yo era apenas un adolescente, escuché hablar de igualdad, reconocimiento y diversidad afectiva y sexual. Siempre con su sonrisa seductora y con el convencimiento de que los argumentos que tienen ver con los derechos humanos no necesitan ser impuestos por la fuerza sino que, al contrario, han de penetrar en el alma con las agarraderas de la razón emocional. Gracias a personas como él, en este país, tan dado a las posiciones reaccionarias y tan conservador incluso paradójicamente desde posiciones de izquierda, en estas últimas décadas hemos avanzado desde el punto de vista jurídico y también social. No cabe ninguna duda de que, como bien explica Frederic Martel en su Global gay, los derechos del colectivo LGTBI se han convertido en una de las grandes fronteras de los derechos humanos en el siglo XXI. Y esa conquista, aun siendo consciente de su fragilidad y de todo lo que aún queda por alcanzar, ha sido posible gracias al compromiso político y ético de personas como Zerolo. Buen entendedor de que la igualdad no puede ser otra cosa que el reconocimiento de las diferencias y de que el socialismo, sin igualdad efectiva de mujeres y hombres, difícilmente puede arribar al horizonte de justicia social que anima a sus defensores.
En estos tiempos de múltiples crisis, y sobre todo de necesaria revisión de algunos esquemas caducos de la política, pienso que es más necesario que nunca reivindicar la figura de Pedro Zerolo. Porque él sí que representaba, al menos para mí, el modelo de lo que entiendo que debería ser una persona pública, socialista y feminista, militante en unas convicciones desde las que pretendía transformar el mundo. Su talento y su talante eran las dos caras de un mismo rostro en el que era fácil detectar la verdad y el compromiso. Algo tan poco habitual hoy en una clase política en la que sobran personajes y faltan personas, en un escenario en el que el ruido nos impide escuchar las palabras y en el que todo suena a farsa.
Con Zerolo aprendí algo que otro admirado que ya no está, mi colega Joaquín Herrera, explicaba en uno de sus libros sobre derechos humanos: estos no son otra cosa que "procesos de lucha por la dignidad". Ello implica un permanente movimiento, una acción política infatigable, una aventura trepidante en la que no podemos bajar la guardia y en la que hemos de sumar esfuerzos y energías. Algo que, por ejemplo, no ha sido la regla dentro del colectivo LGTBI y no digamos en las relaciones entre este colectivo y las mujeres feministas. Todas y todos deberíamos convencernos de que luchamos contra un "enemigo común", el heteropatriarcado, y que por lo tanto el objetivo es erradicar todas las subordinaciones y conseguir una sociedad donde la igualdad sea real y efectiva. Mucho más que una mera proclamación formal en las leyes, el aliento que nos mantiene sanos y sanas desde el punto de democrático. Algo que Pedro entendía muy bien y que siempre procuraba transmitirlo desde la complicidad y la templanza. Con optimismo y luminosidad. Esa que, por cierto, tanto falta en esos "nuevos políticos" que parecen viejos cuando uno contempla sus rostros permanentemente crispados. La memoria de Zerolo, que es parte ya de la memoria de este país, debería mantenernos alerta y siempre dispuestos a seguir luchando por la dignidad. Esa vieja aspiración del ser humano que hoy más que nunca necesita de nuevos métodos y nuevas palabras.
Este post fue publicado inicialmente en el blog del autor
Pedro Zerolo fue la primera persona a la que públicamente, cuando yo era apenas un adolescente, escuché hablar de igualdad, reconocimiento y diversidad afectiva y sexual. Siempre con su sonrisa seductora y con el convencimiento de que los argumentos que tienen ver con los derechos humanos no necesitan ser impuestos por la fuerza sino que, al contrario, han de penetrar en el alma con las agarraderas de la razón emocional. Gracias a personas como él, en este país, tan dado a las posiciones reaccionarias y tan conservador incluso paradójicamente desde posiciones de izquierda, en estas últimas décadas hemos avanzado desde el punto de vista jurídico y también social. No cabe ninguna duda de que, como bien explica Frederic Martel en su Global gay, los derechos del colectivo LGTBI se han convertido en una de las grandes fronteras de los derechos humanos en el siglo XXI. Y esa conquista, aun siendo consciente de su fragilidad y de todo lo que aún queda por alcanzar, ha sido posible gracias al compromiso político y ético de personas como Zerolo. Buen entendedor de que la igualdad no puede ser otra cosa que el reconocimiento de las diferencias y de que el socialismo, sin igualdad efectiva de mujeres y hombres, difícilmente puede arribar al horizonte de justicia social que anima a sus defensores.
En estos tiempos de múltiples crisis, y sobre todo de necesaria revisión de algunos esquemas caducos de la política, pienso que es más necesario que nunca reivindicar la figura de Pedro Zerolo. Porque él sí que representaba, al menos para mí, el modelo de lo que entiendo que debería ser una persona pública, socialista y feminista, militante en unas convicciones desde las que pretendía transformar el mundo. Su talento y su talante eran las dos caras de un mismo rostro en el que era fácil detectar la verdad y el compromiso. Algo tan poco habitual hoy en una clase política en la que sobran personajes y faltan personas, en un escenario en el que el ruido nos impide escuchar las palabras y en el que todo suena a farsa.
Con Zerolo aprendí algo que otro admirado que ya no está, mi colega Joaquín Herrera, explicaba en uno de sus libros sobre derechos humanos: estos no son otra cosa que "procesos de lucha por la dignidad". Ello implica un permanente movimiento, una acción política infatigable, una aventura trepidante en la que no podemos bajar la guardia y en la que hemos de sumar esfuerzos y energías. Algo que, por ejemplo, no ha sido la regla dentro del colectivo LGTBI y no digamos en las relaciones entre este colectivo y las mujeres feministas. Todas y todos deberíamos convencernos de que luchamos contra un "enemigo común", el heteropatriarcado, y que por lo tanto el objetivo es erradicar todas las subordinaciones y conseguir una sociedad donde la igualdad sea real y efectiva. Mucho más que una mera proclamación formal en las leyes, el aliento que nos mantiene sanos y sanas desde el punto de democrático. Algo que Pedro entendía muy bien y que siempre procuraba transmitirlo desde la complicidad y la templanza. Con optimismo y luminosidad. Esa que, por cierto, tanto falta en esos "nuevos políticos" que parecen viejos cuando uno contempla sus rostros permanentemente crispados. La memoria de Zerolo, que es parte ya de la memoria de este país, debería mantenernos alerta y siempre dispuestos a seguir luchando por la dignidad. Esa vieja aspiración del ser humano que hoy más que nunca necesita de nuevos métodos y nuevas palabras.
Este post fue publicado inicialmente en el blog del autor