Hace ya algún tiempo, aun cuando no mucho, entré, una mañana gris, a visitar la catedral de Tilburgo en Holanda. Tras cruzar la puerta, el sonido fuerte del órgano me sobrecogió. La música, sublime, ocupaba todos los rincones de aquella arquitectura y de mí mismo. Un sonido penetrante, que parecía alargar no ya las altísimas arcadas góticas del techo, sino mi sentimiento abierto de estar vivo y embargado por esa realidad física hecha con ideas y emociones profundas. Y allí me quedé, largo rato, sentado en aquellos bancos de nogal viejo. Cierto es que esta experiencia, y antes o después de ella, y con registros emocionales diferentes, me ha sucedido en otros entornos, fuera en el Panteón de Agripa, ante el Partenón en la Acrópolis griega, en el circo de Roma, o en lo que imagino podría experimentar ante el Burj Dubai que mira cerca, con casi un kilómetro erguido, los azules del cielo.
¿Qué tienen pues las arquitecturas que son como resortes que abren y despiertan muchos rincones de nuestro cerebro? Hace poco, a raíz de datos muy recientes, me puse otra vez a cavilar sobre la importancia de la arquitectura en relación a la enseñanza, fuese ésta preescolar o universitaria. Y me hice las siguientes preguntas: ¿Por qué enseñar a los estudiantes en clases amplias, con grandes ventanales y luz natural parece mejorar y producir un mejor rendimiento en ellos que la enseñanza impartida en clases angostas y pobremente iluminadas? ¿Pudiera ser que los colegios, los institutos de enseñanza media o incluso las propias universidades, que se construyen en las grandes ciudades, modelen la forma de ser y pensar de aquellos que se están formando en ellas? ¿Es posible que la arquitectura de los colegios no responda hoy a lo que de verdad requiere el proceso cognitivo y emocional para aprender y memorizar acorde a los códigos del cerebro humano y sean, además, potenciadores de agresión, insatisfacción y depresión? ¿Hasta qué punto vivir constreñido en el espacio de un aula, lejos de las grandes extensiones de tierra con horizontes abiertos o montañas, árboles, de suelos alfombrados de verde o secos matojos, no ha alterado la base emocional genuina de los mecanismos neuronales del aprendizaje y la memoria?
Y todavía más. ¿Hasta qué punto enclaustrar a un niño de pocos años en una guardería de paredes anónimas, sin significado emocional alguno, no dirige la construcción de un cerebro en el que se suceden millones de cambios moleculares y celulares cada hora de su pequeña vida? Piénsese que tras el nacimiento, y en solo tres años, el cerebro de un niño aumenta más de medio kilo en una vorágine en que se crean nuevos contactos sinápticos y construyen circuitos neuronales que codifican para funciones específicas. En ese tiempo ese cerebro absorbe, inconscientemente, todo cuanto le rodea, incluido y de modo importante el aire emocional que le rodea sea vivo o inerte, sean personas o animales, sean cosas o casas, colores, movimientos y un largo etcétera. ¿Hasta qué punto todo esto no influye, disminuye o incluso pudiera apagar la luz abierta de la mente de un niño? ¿Acaso no estamos aprendiendo ya, de forma firme, la tremenda interdependencia del cerebro con el medio que le rodea, siempre dirigido al aprendizaje del entorno y solo para salvaguardar la supervivencia del individuo?
Pues bien, a una parte de todo esto se le llama hoy Neuroarquitectura. Y una parte de esa neuroarquitectura, desde su joven nacimiento en el año 2004, está dedicada al estudio de los entornos en donde se aprende o enseña. Hoy, arquitectos en diálogo constante con neurocientíficos, ya diseñan colegios nuevos con aulas de alumnos, particularmente de primaria, con orientaciones y ángulos diferentes para favorecer las fuentes de luz natural, el diseño amplio de ventanales y paredes, flujos de aire y control de ruido. Son estudios que incluyen ideas acerca de cómo funciona el cerebro y los códigos que trae ese cerebro al nacimiento. Es decir, estudios con los que se pretende adecuar el entorno arquitectónico para potenciar más y mejor la expresión de esos códigos con los que se aprende y memoriza y mas allá como se enseña. Cierto que todavía son infinitas más las preguntas que los resultados pero en ese camino de diálogo interdisciplinar se espera alcanzar una nueva dimensión que incida en la concepción de una nueva neuroeducación.
¿Qué tienen pues las arquitecturas que son como resortes que abren y despiertan muchos rincones de nuestro cerebro? Hace poco, a raíz de datos muy recientes, me puse otra vez a cavilar sobre la importancia de la arquitectura en relación a la enseñanza, fuese ésta preescolar o universitaria. Y me hice las siguientes preguntas: ¿Por qué enseñar a los estudiantes en clases amplias, con grandes ventanales y luz natural parece mejorar y producir un mejor rendimiento en ellos que la enseñanza impartida en clases angostas y pobremente iluminadas? ¿Pudiera ser que los colegios, los institutos de enseñanza media o incluso las propias universidades, que se construyen en las grandes ciudades, modelen la forma de ser y pensar de aquellos que se están formando en ellas? ¿Es posible que la arquitectura de los colegios no responda hoy a lo que de verdad requiere el proceso cognitivo y emocional para aprender y memorizar acorde a los códigos del cerebro humano y sean, además, potenciadores de agresión, insatisfacción y depresión? ¿Hasta qué punto vivir constreñido en el espacio de un aula, lejos de las grandes extensiones de tierra con horizontes abiertos o montañas, árboles, de suelos alfombrados de verde o secos matojos, no ha alterado la base emocional genuina de los mecanismos neuronales del aprendizaje y la memoria?
Y todavía más. ¿Hasta qué punto enclaustrar a un niño de pocos años en una guardería de paredes anónimas, sin significado emocional alguno, no dirige la construcción de un cerebro en el que se suceden millones de cambios moleculares y celulares cada hora de su pequeña vida? Piénsese que tras el nacimiento, y en solo tres años, el cerebro de un niño aumenta más de medio kilo en una vorágine en que se crean nuevos contactos sinápticos y construyen circuitos neuronales que codifican para funciones específicas. En ese tiempo ese cerebro absorbe, inconscientemente, todo cuanto le rodea, incluido y de modo importante el aire emocional que le rodea sea vivo o inerte, sean personas o animales, sean cosas o casas, colores, movimientos y un largo etcétera. ¿Hasta qué punto todo esto no influye, disminuye o incluso pudiera apagar la luz abierta de la mente de un niño? ¿Acaso no estamos aprendiendo ya, de forma firme, la tremenda interdependencia del cerebro con el medio que le rodea, siempre dirigido al aprendizaje del entorno y solo para salvaguardar la supervivencia del individuo?
Pues bien, a una parte de todo esto se le llama hoy Neuroarquitectura. Y una parte de esa neuroarquitectura, desde su joven nacimiento en el año 2004, está dedicada al estudio de los entornos en donde se aprende o enseña. Hoy, arquitectos en diálogo constante con neurocientíficos, ya diseñan colegios nuevos con aulas de alumnos, particularmente de primaria, con orientaciones y ángulos diferentes para favorecer las fuentes de luz natural, el diseño amplio de ventanales y paredes, flujos de aire y control de ruido. Son estudios que incluyen ideas acerca de cómo funciona el cerebro y los códigos que trae ese cerebro al nacimiento. Es decir, estudios con los que se pretende adecuar el entorno arquitectónico para potenciar más y mejor la expresión de esos códigos con los que se aprende y memoriza y mas allá como se enseña. Cierto que todavía son infinitas más las preguntas que los resultados pero en ese camino de diálogo interdisciplinar se espera alcanzar una nueva dimensión que incida en la concepción de una nueva neuroeducación.