Es desasosegante que, a pesar de la falta de perspectivas, todavía la mitad de los jóvenes estén dispuestos a permanecer en España a cualquier precio. Sé que hay quien se congratula de ello (alguien se tendrá que quedar a sacar esto adelante, dicen). Hay bastante gente que se alegra de que mucha de la gente que está saliendo fueron inmigrantes que adquirieron la nacionalidad española y no nacidos en España. Hay un orgullo patrio algo casposo en eso de pensar que son otros los que emigran.
A mí, personalmente, me da pena porque pienso que emigrar al extranjero en este mundo global que nos ha tocado vivir es el equivalente contemporáneo al tránsito de los pueblos a la ciudad que se dio en la España de los 60. Tiene buenas consecuencias para los que emigran así como el propio país.
Salvando las distancias espacio-temporales, quedarse es trabajar de sol a sol en la era o la huerta todos los días de la semana, comer cocido aunque haga calor y no disfrutar nunca de vacaciones pagadas.
Irse es trabajar en una fábrica, almorzar un menu del día o en el comedor de la empresa y tener vacaciones pagadas en verano.
Quedarse es la película de Los santos inocentes.
Irse es la serie Cuéntame lo que pasó.
Quedarse es el Nodo.
Irse son los Juegos Olímpicos y el mundial de fútbol en directo.
Quedarse es escuchar el consultorio de Elena Francis o los partidos radiados por Matías Prats junto a la lumbre, ir a ver la televisión por la noche en casa del rico del pueblo hasta que tiene que echar a los visitantes porque se va a acostar o se anuncia la carta de ajuste.
Irse es el periódico los domingos, comprarse una televisión propia en blanco y negro o ir una vez por semana a los cines de sesión continua en la Avenida de San Diego o la Calle Alcalá de Madrid.
Quedarse es ir en un carro con mulas al pueblo de al lado o tres montados en una moto.
Irse es tener un seiscientos para viajar a Benidorm.
Quedarse es estar con los amigos de toda la vida y casarse con una chica del pueblo con la que uno se toma una gaseosa en la plaza del pueblo.
Irse es conocer gente nueva en el barrio o en el trabajo de lugares de procedencia distintos del tuyo, que el de Lugo se eche una novia de Almería y salir un domingo por el Retiro a la Casa de Fieras o a una boite.
Quedarse es misa dominical, en latín, la ropa de los domingos, un Dios irascible que te contempla en todo momento y te castiga o castigará por tus acciones u omisiones.
Irse es una parroquia de barrio, canciones de guitarra adaptadas de melodías de Bob Dylan, el Concilio Vaticano II o darte cuenta un día de que Dios no existe.
Quedarse es la matanza por San Martín, el veranillo de San Miguel o en Abril aguas mil.
Irse son las rebajas, el fútbol los domingos, los Oscars, el día de San Valentín.
Quedarse es el suelo de terrazo, las sillas de madera o mimbre, el calor de la lumbre, salir a mear al baño del corral, el frío que invade las habitaciones y se cuela por el quicio de las puertas cuando cae la noche.
Irse es el sofa de escay, el cuadro de caza, el parquet, la nevera, el bidet y, con un poco de suerte, la calefacción central.
La elección es meridianamente clara.
A mí, personalmente, me da pena porque pienso que emigrar al extranjero en este mundo global que nos ha tocado vivir es el equivalente contemporáneo al tránsito de los pueblos a la ciudad que se dio en la España de los 60. Tiene buenas consecuencias para los que emigran así como el propio país.
Salvando las distancias espacio-temporales, quedarse es trabajar de sol a sol en la era o la huerta todos los días de la semana, comer cocido aunque haga calor y no disfrutar nunca de vacaciones pagadas.
Irse es trabajar en una fábrica, almorzar un menu del día o en el comedor de la empresa y tener vacaciones pagadas en verano.
Quedarse es la película de Los santos inocentes.
Irse es la serie Cuéntame lo que pasó.
Quedarse es el Nodo.
Irse son los Juegos Olímpicos y el mundial de fútbol en directo.
Quedarse es escuchar el consultorio de Elena Francis o los partidos radiados por Matías Prats junto a la lumbre, ir a ver la televisión por la noche en casa del rico del pueblo hasta que tiene que echar a los visitantes porque se va a acostar o se anuncia la carta de ajuste.
Irse es el periódico los domingos, comprarse una televisión propia en blanco y negro o ir una vez por semana a los cines de sesión continua en la Avenida de San Diego o la Calle Alcalá de Madrid.
Quedarse es ir en un carro con mulas al pueblo de al lado o tres montados en una moto.
Irse es tener un seiscientos para viajar a Benidorm.
Quedarse es estar con los amigos de toda la vida y casarse con una chica del pueblo con la que uno se toma una gaseosa en la plaza del pueblo.
Irse es conocer gente nueva en el barrio o en el trabajo de lugares de procedencia distintos del tuyo, que el de Lugo se eche una novia de Almería y salir un domingo por el Retiro a la Casa de Fieras o a una boite.
Quedarse es misa dominical, en latín, la ropa de los domingos, un Dios irascible que te contempla en todo momento y te castiga o castigará por tus acciones u omisiones.
Irse es una parroquia de barrio, canciones de guitarra adaptadas de melodías de Bob Dylan, el Concilio Vaticano II o darte cuenta un día de que Dios no existe.
Quedarse es la matanza por San Martín, el veranillo de San Miguel o en Abril aguas mil.
Irse son las rebajas, el fútbol los domingos, los Oscars, el día de San Valentín.
Quedarse es el suelo de terrazo, las sillas de madera o mimbre, el calor de la lumbre, salir a mear al baño del corral, el frío que invade las habitaciones y se cuela por el quicio de las puertas cuando cae la noche.
Irse es el sofa de escay, el cuadro de caza, el parquet, la nevera, el bidet y, con un poco de suerte, la calefacción central.
La elección es meridianamente clara.