Me entero a través de Pedro Quílez, a quien conocí en un encuentro con lectores en la Biblioteca Regional de Murcia, de que los recortes sanitarios se van a llevar por delante la unidad de cuidados paliativos infantiles de Murcia. A muchos les indignará (por eso ha saltado la noticia). A mí, además de entristecerme, me sorprende. Me sorprende que hubiera una unidad de cuidados paliativos infantiles, algo rarísimo en España. De hecho, esta no llevaba funcionando ni dos años y, según la información, había atendido menos de treinta casos. Alguien ha hecho las cuentas y ha visto que no salen: mantener una unidad que tenga médico, enfermeras y auxiliares para atender poco más de un caso al mes sale caro. Claro que sale caro. Sobre todo, si estás dispuesto a poner precio al sufrimiento de un niño moribundo. Sobre todo, visto desde la hoja de Excel o desde la memoria en Power Point donde los gráficos y las magnitudes forman armonías casi musicales cuando el gestor sabe encajarlas bien.
Aunque es cierto que mi libro La hora violeta ha recibido fundamentalmente elogios, también ha habido quien me ha acusado de cosas feas. La de exhibicionismo o pornografía emocional ha sido recurrente (y no voy a negar que dolorosa para mí), especialmente por parte de personas que no han vivido ni desde la distancia ni con relatos de segunda mano la muerte de un niño pequeño. Quienes sí saben de qué va han podido afearme lo contrario: un exceso de pudor. La gran elipsis del libro es la muerte de mi hijo. Muchos me han preguntado por ella. Para la mayoría de los lectores que han expresado su opinión, fue una elipsis acertada. Para mí era tan sólo necesaria. Porque la muerte de Pablo nos redujo a una intimidad tan esencial que cualquier narración sobre ella sería inverosímil y fuera de lugar. Y esa soledad, en parte, vino dada porque no hubo un equipo de cuidados paliativos a nuestro lado.
Cuando todo se perdió, se perdió también el sistema. Tuvimos la suerte de contar con la buena disposición y entrega absoluta de las oncólogas y enfermeras que atendieron a Pablo desde el diagnóstico, pero, dado que nosotros escogimos que todo sucediera en casa, donde él se encontraba bien, sin extraños ni batas blancas, nos vimos abandonados por el sistema. El equipo de cuidados paliativos sólo atiende en casa a los adultos. Si eres mayor, el hospital te instala un equipo en casa y te asigna a una enfermera que acude a administrarte medicaciones y a asistir a la familia. Si eres niño sólo te queda la opción del hospital. A casa no va nadie. Era yo quien debía ir al hospital a buscar las dosis de morfina que administrábamos según las pautas que nos daban. Era yo quien se recorría la ciudad con una bolsa verde en la mano y quien preguntaba a las doctoras cómo será, qué hacemos ahora, qué va a pasar.
No lo conté en el libro y no lo voy a contar ahora, no se preocupen. Los niños que se mueren, al ser pocos en un mundo donde los niños no se mueren, tienen la ventaja de no importunar a ningún gestor sanitario. Sus cuidados paliativos se pueden ignorar sin que medie escándalo ni protesta porque los padres somos demasiados pocos y estamos demasiado agotados y vencidos para protestar. Los niños que se mueren se pueden morir solos en sus casas sin que ningún gerente de sector sanitario ni ningún consejero o ministro pase una mala noche de sueño. Son tan poquitos que apenas salen en una estadística. Los tiempos no están para derrochar, todos lo sabemos. Qué despropósito malgastar unos recursos tan escasos en tener a unos especialistas sanitarios de brazos cruzados mientras a algún niño caprichoso e insignificante le da por morirse en su casa.
Porque ténganlo claro: los niños, en el mundo desarrollado, no se mueren. No les cuento nada, sólo esto: el pediatra que firmó la defunción de mi hijo no sabía cómo hacerlo. Se hacía un lío con los papeles, se ponía nervioso, andaba muy perdido. Hasta que nos confesó que, en toda su carrera profesional como pediatra, nunca había tenido que firmar un certificado de defunción, que no sabía cómo se hacía eso. Fíjense qué médico tan feliz era hasta que se cruzó con nosotros. Los niños no se mueren, por eso no hace falta inventar unidades fantásticas de cuidados paliativos.
Y, si se muere alguno, pues que se apañe, que no están los tiempos para derrochar en niños que nos estropean las estadísticas.
¿Les parece duro? Porque esta es la lógica y el planteamiento que subyace entre los gestores que deciden que no haya unidades de cuidados paliativos pediátricas o que las suprimen allí donde a alguien se le ocurrió que los niños tenían el mismo derecho a una muerte dulcificada que los adultos.
No sé cuánto tiempo después, un año y pico o dos después de la muerte de nuestro hijo, Cristina fue invitada a un congreso sobre medicina paliativa. Habló ante médicos y enfermeros especializados en medicina paliativa. Habló ante gestores que habían loado sus propios avances y les dijo, con educación pero con firmeza, que no se enteraban de nada. Les contó cómo muere un niño en su casa mientras el sistema sanitario se encoge de hombros tras dar (con suerte) un frasco de morfina a sus padres. Les contó lo que yo no quise contar en La hora violeta. Escribió una ponencia que estuvimos a punto de publicar, pero que decidimos mantener en privado, por las mismas razones por las que yo no estoy contándoles nada en este artículo. Y al terminar, en los pasillos, varias enfermeras y médicos le dieron una enhorabuena sottovoce pero cálida: tienen que oírse esas cosas, le dijeron. Tienen que saber cómo están las cosas, qué pasa fuera de sus despachos, le dijeron.
Me sentí muy orgulloso de ella.
No sé si su intervención sirvió para que se diese un impulso a algunas unidades de cuidados paliativos infantiles, como la de Murcia, o si las cosas siguieron exactamente igual. Alguien ha decidido que este país es tan pobre que no puede hacerse cargo del bienestar de los niños que se le mueren. Pero eso, discúlpenme, no es algo propio de un país pobre, sino de un país miserable.
No sufran, no se preocupen, lo que digo atañe a una población insignificante. A nadie le importa, pueden pasar sin ello. Ocúltenlo y no dejen que les molesten con algo tan nimio que, seguramente, no les va a afectar en la vida. Sigan tranquilos, qué más da.
Este post fue publicado inicialmente en el blog del autor
Aunque es cierto que mi libro La hora violeta ha recibido fundamentalmente elogios, también ha habido quien me ha acusado de cosas feas. La de exhibicionismo o pornografía emocional ha sido recurrente (y no voy a negar que dolorosa para mí), especialmente por parte de personas que no han vivido ni desde la distancia ni con relatos de segunda mano la muerte de un niño pequeño. Quienes sí saben de qué va han podido afearme lo contrario: un exceso de pudor. La gran elipsis del libro es la muerte de mi hijo. Muchos me han preguntado por ella. Para la mayoría de los lectores que han expresado su opinión, fue una elipsis acertada. Para mí era tan sólo necesaria. Porque la muerte de Pablo nos redujo a una intimidad tan esencial que cualquier narración sobre ella sería inverosímil y fuera de lugar. Y esa soledad, en parte, vino dada porque no hubo un equipo de cuidados paliativos a nuestro lado.
Cuando todo se perdió, se perdió también el sistema. Tuvimos la suerte de contar con la buena disposición y entrega absoluta de las oncólogas y enfermeras que atendieron a Pablo desde el diagnóstico, pero, dado que nosotros escogimos que todo sucediera en casa, donde él se encontraba bien, sin extraños ni batas blancas, nos vimos abandonados por el sistema. El equipo de cuidados paliativos sólo atiende en casa a los adultos. Si eres mayor, el hospital te instala un equipo en casa y te asigna a una enfermera que acude a administrarte medicaciones y a asistir a la familia. Si eres niño sólo te queda la opción del hospital. A casa no va nadie. Era yo quien debía ir al hospital a buscar las dosis de morfina que administrábamos según las pautas que nos daban. Era yo quien se recorría la ciudad con una bolsa verde en la mano y quien preguntaba a las doctoras cómo será, qué hacemos ahora, qué va a pasar.
No lo conté en el libro y no lo voy a contar ahora, no se preocupen. Los niños que se mueren, al ser pocos en un mundo donde los niños no se mueren, tienen la ventaja de no importunar a ningún gestor sanitario. Sus cuidados paliativos se pueden ignorar sin que medie escándalo ni protesta porque los padres somos demasiados pocos y estamos demasiado agotados y vencidos para protestar. Los niños que se mueren se pueden morir solos en sus casas sin que ningún gerente de sector sanitario ni ningún consejero o ministro pase una mala noche de sueño. Son tan poquitos que apenas salen en una estadística. Los tiempos no están para derrochar, todos lo sabemos. Qué despropósito malgastar unos recursos tan escasos en tener a unos especialistas sanitarios de brazos cruzados mientras a algún niño caprichoso e insignificante le da por morirse en su casa.
Porque ténganlo claro: los niños, en el mundo desarrollado, no se mueren. No les cuento nada, sólo esto: el pediatra que firmó la defunción de mi hijo no sabía cómo hacerlo. Se hacía un lío con los papeles, se ponía nervioso, andaba muy perdido. Hasta que nos confesó que, en toda su carrera profesional como pediatra, nunca había tenido que firmar un certificado de defunción, que no sabía cómo se hacía eso. Fíjense qué médico tan feliz era hasta que se cruzó con nosotros. Los niños no se mueren, por eso no hace falta inventar unidades fantásticas de cuidados paliativos.
Y, si se muere alguno, pues que se apañe, que no están los tiempos para derrochar en niños que nos estropean las estadísticas.
¿Les parece duro? Porque esta es la lógica y el planteamiento que subyace entre los gestores que deciden que no haya unidades de cuidados paliativos pediátricas o que las suprimen allí donde a alguien se le ocurrió que los niños tenían el mismo derecho a una muerte dulcificada que los adultos.
No sé cuánto tiempo después, un año y pico o dos después de la muerte de nuestro hijo, Cristina fue invitada a un congreso sobre medicina paliativa. Habló ante médicos y enfermeros especializados en medicina paliativa. Habló ante gestores que habían loado sus propios avances y les dijo, con educación pero con firmeza, que no se enteraban de nada. Les contó cómo muere un niño en su casa mientras el sistema sanitario se encoge de hombros tras dar (con suerte) un frasco de morfina a sus padres. Les contó lo que yo no quise contar en La hora violeta. Escribió una ponencia que estuvimos a punto de publicar, pero que decidimos mantener en privado, por las mismas razones por las que yo no estoy contándoles nada en este artículo. Y al terminar, en los pasillos, varias enfermeras y médicos le dieron una enhorabuena sottovoce pero cálida: tienen que oírse esas cosas, le dijeron. Tienen que saber cómo están las cosas, qué pasa fuera de sus despachos, le dijeron.
Me sentí muy orgulloso de ella.
No sé si su intervención sirvió para que se diese un impulso a algunas unidades de cuidados paliativos infantiles, como la de Murcia, o si las cosas siguieron exactamente igual. Alguien ha decidido que este país es tan pobre que no puede hacerse cargo del bienestar de los niños que se le mueren. Pero eso, discúlpenme, no es algo propio de un país pobre, sino de un país miserable.
No sufran, no se preocupen, lo que digo atañe a una población insignificante. A nadie le importa, pueden pasar sin ello. Ocúltenlo y no dejen que les molesten con algo tan nimio que, seguramente, no les va a afectar en la vida. Sigan tranquilos, qué más da.
Este post fue publicado inicialmente en el blog del autor