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El dolor de ver crecer

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La otra noche puse a la más pequeña de mis hijas en su propia cama, en su propia habitación, por primera vez.

Debería haberme sentido feliz. Feliz de verla crecer. Feliz de volver a tomar posesión de mi cuarto. Feliz de no tener que preocuparme de si mi marido la despierta con sus ronquidos en mitad de la noche. En la vida real, en esta parte de la historia encajaría un chiste sobre cómo no he podido dormir una noche del tirón en cinco años y sobre lo fantástico que es darle una habitación propia a la niña, porque es que si vuelvo a poner Mustela en mi cepillo de dientes durante esos momentos adormilados del día, mi boca va a sufrir una crisis de identidad.

Pero lo cierto es que a medida que la acostaba en su cama y me marchaba de la habitación, todo lo que podía sentir era un angustioso sentimiento de pérdida.

Todo empieza en el mismo momento en que nace el bebé. Después de haber formado parte de mí, físicamente, durante casi un año, de repente ya no lo es. Cortan el cordón y comienza el proceso. En apenas un suspiro, la niña ya ha pasado de dormir en mi regazo a dormir en una parte completamente diferente de la casa. Muy pronto, la veré alejarse corriendo en dirección al colegio y, en un futuro, se mudará y empezará su propia vida, su propia familia.

Es un proceso natural. Es algo bueno. El ciclo de la vida. Pero por un momento, ese momento en el que la tirita empieza a despegarse de la piel, el sentimiento es sólo de dolor.

Por supuesto que quiero que mis hijos sean personas felices, equilibradas e independientes. (Y por supuesto me encanta recuperar el comportamiento estándar en mi habitación marital... ya sabes, aquello de poder moverme dormida en la cama sin poner a la niña en zafarrancho de combate durante dos horas).

Ya he pasado por estas primeras etapas del proceso con mis otros dos hijos. ¿Pero por qué cada paso que avanzo, sigue visitándome ese dolor abrasador? Pareciera que esas marcas a fuego son las que dan fundamento a nuestra felicidad. Así que mi corazón está lleno de quemaduras, a causa de los logros de mis hijos. Están convirtiéndose en personitas independientes, preparándose para dejar su propia huella en el mundo. Como madre, me tranquiliza saber que están desarrollándose bien, que sus flamantes líneas vitales siguen adelante. Aun así, todavía queda esta perversa voz que me habla desde lo hondo de mi pecho, que gime y llora sus partidas, que grita frenéticamente para intentar parar el tren. Así es como todo comienza y algún día ya no me necesitarán más.

Todo va bien. Todo. Va. Bien. Y dentro de una semana o un año ya casi ni recordaré haberme sentido de esta forma. De hecho, la pequeña en su nuevo cuarto sigue durmiendo fatal, así que aprovecho estas dos horas y media en la madrugada para meditar estas palabras, bebiendo de su cálida suavidad de bebé para, muy de vez en cuando, implorarle que crezca de una vez y llegue ya a esa fase en la que duerme la noche entera.

Mientras la sostenía en mis brazos me di cuenta de que ni todas las fotos del mundo serían capaces de conservar un instante así. Por eso intento escribir y acumular recuerdos, aunque sepa no hay forma de embotellar este calor que siento al mecerla, ni la manera en que me pierdo en sus sonrientes ojos cuando me habla en su propia lengua de bebé.

Todo lo que puedo hacer es dejar que el momento cale profundamente mientras dure y recordarme a mí misma, entre otras cosas, que la aparición de esos dos dientecitos de abajo no son necesariamente un heraldo del fin de su dulce, desdentada sonrisa de bebé, sino que además es el comienzo de una sonrisa que me dirá que me quiere, que gritará al mundo su nombre, que algún día besará al amor de su vida.

Los hijos cambian cada día y crecen alejándose de nosotros. Y la verdad es que el hecho, en sí, es algo maravilloso.

Hoy, sin embargo, me estoy entregando a este dolor hueco, a la pérdida de un pequeño fragmento de infancia. Me entregaré a este sentimiento otra vez cuando mi hija de dos años ya no quiera que la sostenga de la mano al bajar las escaleras, o cuando huya de mí porque quiera jugar con sus compis de clase, o ese día al final del camino cuando me falte todo el aire en el universo al verla marchar a la universidad.

Está ahí. Percibo su resplandor, reflejo de tantísimos recuerdos felices. Siento su ardor en la garganta. Guardo una lágrima que sabe que no siempre seré tan necesaria para ellos como lo soy ahora, pero también guardo una sonrisa, porque sé que ese es un momento de felicidad. Pronto se arrancará la tirita por completo, y la piel que hay debajo podrá volver a sanar; quedará marca, pero el alivio será manifiesto. Seguiremos adelante con nuestras pequeñas vidas, a sabiendas de que cada pequeño cambio también supone el comienzo de una nueva era de primeras veces, en nuestras relaciones en constante evolución.

¿Y el primer cambio que me viene a la cabeza? El de la era de quitar del baño la Mustela.

catherine naja

Este post apareció por primera vez en Choking On Applesauce.

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Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Diego Jurado Moruno


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