Mi amor, mi marido:
Han pasado casi 30 días desde que sostuviste la llama de tu vida entre tus manos y las juntaste para extinguirla.
Desde entonces, he tratado de encontrarle sentido a este mundo.
En el hinduismo, una religión que te emperraste en conocer aunque yo había perdido mi fe hacía tiempo, tenemos una ceremonia de 11 días y otra de 30.
Nunca he entendido para qué sirven. Pero quizá sea para marcar los momentos en que empiezas a comprender.
A los 11 días, me di cuenta de que tu muerte me había convertido en una persona diferente.
Todo parecía, olía y sabía diferente. La gente a la que conocía desde hacía años ahora me parecía extraña en medio de lo que estaba pasando, que pensaba que no podían comprender.
Te veía en todos lados. En el mar, te veía en el movimiento, en los cambios y en los remolinos del agua. Te vi junto a tu tumba, entre las flores que tanto te gustaban. Te veía en los pájaros sobre los que tenías un conocimiento enciclopédico, en los arcoíris dobles que iluminaban el cielo el día en que te dijimos adiós.
Fuiste un neozelandés grandote cuando estabas vivo, pero yo te veía en las cosas más delicadas.
He pensado mucho en si escribirte esto de una manera tan pública. Pero creo que, teniendo en cuenta todo lo que hablamos durante este año sobre las enfermedades mentales, y la sensación que teníamos de que no hablar públicamente de ellas contribuía a estigmatizarlas y asociarlas a un sentimiento de vergüenza, sé que querrías que lo hiciera. (Lo hago a menudo: "Estoy segura de que Rob querría que me comiera otra onza de chocolate", y también con otras decisiones vitales claves).
Lo sé porque te impresionaba mucho mi capacidad de dar bombo a la depresión para concienciar sobre la enfermedad contra la que peleaste toda tu vida.
Sé que querías que alzara la voz para que, si alguien más pasaba por lo mismo que tú y necesitaba un amigo o confidente, yo estuviera ahí para ayudar. En el ámbito publico o privado.
Sé que ambos sentíamos que el silencio sobre las enfermedades mentales creaba un ambiente particularmente tóxico para los hombres, de los que se esperaba, según tus propias palabras, "que se comportasen como hombres, sufrieran en silencio y lo soportaran".
Hay muchas cosas que he descubierto desde que te quitaste la vida.
Primero, que mientras que en el caso de la muerte no hay una jerarquía en la que algunas muertes son mejores que otras, en el caso de la vida, tener una larga siempre es mejor que tener una corta. No sé dónde se encuentra el suicidio, pero está claro que incomoda MUCHO a la gente.
Me han aconsejado que no le diga a nadie cómo moriste. Y al principio, inmersa en la extrañeza de elegir tu sepultura y ataúd (y que me preguntaran si a Robert le importaba la ecología), me incliné por ser prudente.
Pero en este trigésimo día me he dado cuenta de que, cuando la cosa más espantosa y devastadora ocurre, pierdes la energía para mantener cualquier artificio.
Siento también cierta indignación. Si hubieras muerto de cáncer, ¿habría mantenido tu muerte y sus circunstancias en secreto? Por supuesto que no. Habría habido carreras populares y cupcakes para darle una paliza al cáncer.
Parece como si la forma en que moriste supusiera una debilidad, cuando yo sé lo mucho que luchaste por permanecer en este mundo.
A pesar de las cartas que te tocaron, lograste muchas cosas, amaste con todo tu corazón, fuiste dulce y amable, quisiste ayudar a cualquiera que tuviera problemas (incluso al sin techo de nuestra parada de autobús, a quien querías dejar pasar la noche en nuestro sofá), y fuiste el hombre más inteligente que jamás he conocido. ¿Por qué no iba a querer honrar algo así?
Quizá esto diga todo sobre lo que he tenido que luchar para hacer entender a la gente que la enfermedad mental es exactamente igual que el cáncer o que un infarto. Ni el amor, ni los mejores cuidados médicos, ni el dinero, pueden prevenirla si es terminal.
Cuando alguien se suicida, la gente se enoja con el fallecido de una manera que no pasa con las enfermedades físicas. Nadie dice: "Oh, no puedo CREER que Larry muriera de cáncer, ¿cómo es posible?".
Al final, mucha gente me ha confesado: "Estoy cabreado/a con él". Había mucho de eso flotando en el ambiente: cómo tomaste esa decisión y nos dejaste enfangados en la pena. Había ira por la vida a la que habías renunciado y la gente a la que habías dejado atrás.
Y quizá, aunque sea una reacción completamente natural (y yo también pensé "¿cómo puedes haberme hecho esto?" en los primeros días tras tu muerte), creo que después de un tiempo debemos recordarte en tus mejores momentos.
No digo que lo tenga todo resuelto. No sé si lograré comprender nunca tu decisión de quitarte la vida.
Cuando conseguí armarme de valor y puse mi mano sobre tu pecho por última vez, y sentí lo frío que estabas, que tu alma se había evaporado y tus ojos nunca volverían a abrirse, comprendí que era algo irreversible. Comprendí que cualquier idiota puede crear vida (un episodio de Embarazada a los 16 lo demuestra), pero una vez dada, es un regalo precioso.
Creo que la ira nace de que no sabíamos que nos quedaban dos días. Está avivada porque nos sentimos culpables.
Deberíamos haberte abrazado más, haber pasado más tiempo contigo, haber memorizado cada una de tus partes, haberte dicho que te queríamos (haber tenido un día más junto a ti). Porque, en el fondo, sentimos que si lo hubiéramos hecho, no te habrías suicidado.
Lo que trato de decir es que lo entiendo. En lo referente al suicidio, lo que para la mayoría fue una decisión, para ti no lo fue. Nuestro amor, y el que un montón de personas a tu alrededor sentían por ti, no te iba a anclar a este mundo en el que no sentías futuro ni esperanza.
Mientras escribo esto, hay miles de personas que se sienten igual. Algunos no darán ese último y terrible paso, otros lo harán. Y aunque no tengo las respuestas aún (quizá en otros 30 días), sé que debemos hablar sobre ello.
Debemos ponérselo fácil a los que sufren para que pidan ayuda cuando la oscuridad amenaza con tragárselos. Debemos dar a los hombres cierto espacio, voz y comprensión para que puedan asustarse y mostrarse vulnerables, y que no lo vean como una debilidad. Debemos decir que la salud mental necesita desesperadamente financiación, que debería convertirse en una prioridad, como el cáncer o la obesidad.
No digo que nada de todo ello te hubiera salvado. Lo que digo es que me niego a recordarte y sentir vergüenza y enfado, cuando lo que nosotros teníamos era un gran amor.
Por Robert Owen Bell, 23 de diciembre de 1975 - 28 de mayo de 2015
Si te has sentido identificado con lo que has leído en este blog y quieres contactar conmigo, mándame un email. Si necesitas ayuda, está El teléfono de la esperanza, cuyo número es el 902 500 002.
Este blog se publicó originalmente en la sección de Lifestyle de la edición británica de El Huffington Post y ha sido traducido del inglés por María de Sancha.
Han pasado casi 30 días desde que sostuviste la llama de tu vida entre tus manos y las juntaste para extinguirla.
Desde entonces, he tratado de encontrarle sentido a este mundo.
En el hinduismo, una religión que te emperraste en conocer aunque yo había perdido mi fe hacía tiempo, tenemos una ceremonia de 11 días y otra de 30.
Nunca he entendido para qué sirven. Pero quizá sea para marcar los momentos en que empiezas a comprender.
A los 11 días, me di cuenta de que tu muerte me había convertido en una persona diferente.
Todo parecía, olía y sabía diferente. La gente a la que conocía desde hacía años ahora me parecía extraña en medio de lo que estaba pasando, que pensaba que no podían comprender.
Te veía en todos lados. En el mar, te veía en el movimiento, en los cambios y en los remolinos del agua. Te vi junto a tu tumba, entre las flores que tanto te gustaban. Te veía en los pájaros sobre los que tenías un conocimiento enciclopédico, en los arcoíris dobles que iluminaban el cielo el día en que te dijimos adiós.
Fuiste un neozelandés grandote cuando estabas vivo, pero yo te veía en las cosas más delicadas.
He pensado mucho en si escribirte esto de una manera tan pública. Pero creo que, teniendo en cuenta todo lo que hablamos durante este año sobre las enfermedades mentales, y la sensación que teníamos de que no hablar públicamente de ellas contribuía a estigmatizarlas y asociarlas a un sentimiento de vergüenza, sé que querrías que lo hiciera. (Lo hago a menudo: "Estoy segura de que Rob querría que me comiera otra onza de chocolate", y también con otras decisiones vitales claves).
Lo sé porque te impresionaba mucho mi capacidad de dar bombo a la depresión para concienciar sobre la enfermedad contra la que peleaste toda tu vida.
Sé que querías que alzara la voz para que, si alguien más pasaba por lo mismo que tú y necesitaba un amigo o confidente, yo estuviera ahí para ayudar. En el ámbito publico o privado.
Sé que ambos sentíamos que el silencio sobre las enfermedades mentales creaba un ambiente particularmente tóxico para los hombres, de los que se esperaba, según tus propias palabras, "que se comportasen como hombres, sufrieran en silencio y lo soportaran".
Hay muchas cosas que he descubierto desde que te quitaste la vida.
Primero, que mientras que en el caso de la muerte no hay una jerarquía en la que algunas muertes son mejores que otras, en el caso de la vida, tener una larga siempre es mejor que tener una corta. No sé dónde se encuentra el suicidio, pero está claro que incomoda MUCHO a la gente.
Me han aconsejado que no le diga a nadie cómo moriste. Y al principio, inmersa en la extrañeza de elegir tu sepultura y ataúd (y que me preguntaran si a Robert le importaba la ecología), me incliné por ser prudente.
Pero en este trigésimo día me he dado cuenta de que, cuando la cosa más espantosa y devastadora ocurre, pierdes la energía para mantener cualquier artificio.
Siento también cierta indignación. Si hubieras muerto de cáncer, ¿habría mantenido tu muerte y sus circunstancias en secreto? Por supuesto que no. Habría habido carreras populares y cupcakes para darle una paliza al cáncer.
Parece como si la forma en que moriste supusiera una debilidad, cuando yo sé lo mucho que luchaste por permanecer en este mundo.
A pesar de las cartas que te tocaron, lograste muchas cosas, amaste con todo tu corazón, fuiste dulce y amable, quisiste ayudar a cualquiera que tuviera problemas (incluso al sin techo de nuestra parada de autobús, a quien querías dejar pasar la noche en nuestro sofá), y fuiste el hombre más inteligente que jamás he conocido. ¿Por qué no iba a querer honrar algo así?
Quizá esto diga todo sobre lo que he tenido que luchar para hacer entender a la gente que la enfermedad mental es exactamente igual que el cáncer o que un infarto. Ni el amor, ni los mejores cuidados médicos, ni el dinero, pueden prevenirla si es terminal.
Cuando alguien se suicida, la gente se enoja con el fallecido de una manera que no pasa con las enfermedades físicas. Nadie dice: "Oh, no puedo CREER que Larry muriera de cáncer, ¿cómo es posible?".
Al final, mucha gente me ha confesado: "Estoy cabreado/a con él". Había mucho de eso flotando en el ambiente: cómo tomaste esa decisión y nos dejaste enfangados en la pena. Había ira por la vida a la que habías renunciado y la gente a la que habías dejado atrás.
Y quizá, aunque sea una reacción completamente natural (y yo también pensé "¿cómo puedes haberme hecho esto?" en los primeros días tras tu muerte), creo que después de un tiempo debemos recordarte en tus mejores momentos.
No digo que lo tenga todo resuelto. No sé si lograré comprender nunca tu decisión de quitarte la vida.
Cuando conseguí armarme de valor y puse mi mano sobre tu pecho por última vez, y sentí lo frío que estabas, que tu alma se había evaporado y tus ojos nunca volverían a abrirse, comprendí que era algo irreversible. Comprendí que cualquier idiota puede crear vida (un episodio de Embarazada a los 16 lo demuestra), pero una vez dada, es un regalo precioso.
Creo que la ira nace de que no sabíamos que nos quedaban dos días. Está avivada porque nos sentimos culpables.
Deberíamos haberte abrazado más, haber pasado más tiempo contigo, haber memorizado cada una de tus partes, haberte dicho que te queríamos (haber tenido un día más junto a ti). Porque, en el fondo, sentimos que si lo hubiéramos hecho, no te habrías suicidado.
Lo que trato de decir es que lo entiendo. En lo referente al suicidio, lo que para la mayoría fue una decisión, para ti no lo fue. Nuestro amor, y el que un montón de personas a tu alrededor sentían por ti, no te iba a anclar a este mundo en el que no sentías futuro ni esperanza.
Mientras escribo esto, hay miles de personas que se sienten igual. Algunos no darán ese último y terrible paso, otros lo harán. Y aunque no tengo las respuestas aún (quizá en otros 30 días), sé que debemos hablar sobre ello.
Debemos ponérselo fácil a los que sufren para que pidan ayuda cuando la oscuridad amenaza con tragárselos. Debemos dar a los hombres cierto espacio, voz y comprensión para que puedan asustarse y mostrarse vulnerables, y que no lo vean como una debilidad. Debemos decir que la salud mental necesita desesperadamente financiación, que debería convertirse en una prioridad, como el cáncer o la obesidad.
No digo que nada de todo ello te hubiera salvado. Lo que digo es que me niego a recordarte y sentir vergüenza y enfado, cuando lo que nosotros teníamos era un gran amor.
Por Robert Owen Bell, 23 de diciembre de 1975 - 28 de mayo de 2015
Si te has sentido identificado con lo que has leído en este blog y quieres contactar conmigo, mándame un email. Si necesitas ayuda, está El teléfono de la esperanza, cuyo número es el 902 500 002.
Este blog se publicó originalmente en la sección de Lifestyle de la edición británica de El Huffington Post y ha sido traducido del inglés por María de Sancha.