Los japoneses tienen una tradición, una más de esas que nos sorprenden y fascinan a los occidentales por lo imprevisto de su perspectiva: el arte de reparar objetos rotos de cerámica. Se llama kintsugi (o kintsukuroi), y consiste en volver a unir los fragmentos de una pieza rota utilizando una laca mezclada con polvo de oro u otros metales (plata, cobre, platino), de manera que el resultado de la intervención queda visible. Pero la delicadeza de la reparación la hace más estética, dotando de un nuevo valor a la pieza, cuyas fisuras se ennoblecen con el valor y la resistencia del oro. Las cosas son más bellas por haberse roto, su historia es más rica y ganan valor ante los ojos del que sabe apreciar lo que cuenta ese objeto. Los defectos y las grietas se acentúan y se celebran y se convierten en la parte más resistente y más valiosa de ese objeto. Algo así como aquel exitoso eslogan de los 80 que reclamaba la belleza de la arruga.
Aunque circulan historias personalizadas sobre el origen de esta práctica, en realidad se vincula con el antiguo concepto japonés de mottainai, un sentimiento de pesar ante el uso inapropiado o el malgasto de un objeto o un recurso. Esta idea no solo se aplica a los objetos, sino también a la pérdida de tiempo o al desprecio de capacidades o talentos. Frente al empuje de la novedad y la urgencia por el consumo irrefrenable, se nos presenta esta otra forma de entender la relación con los objetos del mundo y con el aprovechamiento de lo que tenemos, que tan bien conecta con la lucha contra el residuo alimentario, la optimización de recursos naturales y la sostenibilidad del planeta.
Pero extendiendo aún más el concepto, esa misma idea podría ser aplicable a nuestros cuerpos y a nuestras vidas. Cuando el cuerpo necesita de la intervención médica, cuando quedan cicatrices y mermas por un accidente físico o un traumatismo vital, aun así, nuestra historia puede ganar una hondura, una vivencia, en la que hay un saber que podemos incorporar. Las heridas del cuerpo y las experiencias biográficas de ruptura y pérdida pueden convertirse en algo preciado, si somos capaces de extraer de ellas la enseñanza que nos hace humanos. Resulta difícil reconciliarnos con esa idea de que puede haber belleza en lo que ha sido tocado por la pulsión de muerte, en una cultura que nos somete a una disciplina de placer sin tregua, a un mandato de goce y disfrute omnipresente en los mensajes publicitarios. Por eso desconcierta el kintsugi, porque hace evidente una manera de entender la vida que no rige en Occidente y con la que descubrimos que podríamos conectar. Sería inteligente incorporar algo más de kintsugi en nuestras vidas y en nuestra relación con el mundo. Saber reparar y enmendar es, en definitiva, la expresión de un buen manejo del duelo, que cuando no se elabora adecuadamente, nos instala en la hemorragia melancólica.
Es verdad que todo tiene un límite y que hay fracturas irreversibles que ya no permiten reparación alguna. Es el límite que atraviesa la frontera de la vida. En ese caso, la pérdida deja una herida en los otros, que también, esa sí, podrá ser reparada con polvo de oro. Y si sabemos hacer el duelo, hacernos más ricos, más humanos.