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Aprender a gestionar la ira

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Una persona explota en la cola del supermercado porque una octogenaria intenta colarse. Otra, en el coche, con cara desencajada y mano pegada al claxon porque alguien tapona la vía. ¿Qué tienen en común estas personas? Probablemente una necesidad urgente de parar a reflexionar y preguntarse qué hay detrás de esa reacción de ira.

Una reacción iracunda es el producto de una sobreactivación del sistema nervioso simpático ante lo que se interpreta como una amenaza. El pulso se acelera, se altera la respiración, se incrementa la tensión muscular, sube la temperatura corporal, etc. La comunicación y el comportamiento se tornan agresivos y las personas alrededor se sienten incómodas o amedrantadas. La ira puede activar un comportamiento adaptativo cuando responde a una situación en las que está en riesgo nuestro bienestar o supervivencia. Sin embargo, son más las ocasiones en las que supone una exacerbación y pérdida de control de nuestros impulsos que en nada ayudan a la resolución del conflicto ante el que nos encontramos.

Se trata de una emoción que todos hemos sentido en alguna ocasión. La rabia, enfado o ira son componentes de nuestro espectro emocional y su expresión no tiene por qué indicar la existencia de una patología. Una reacción colérica no debe ser preocupante cuando se produce de manera aislada y ante una situación de peligro o con alto contenido de estrés emocional. Por el contrario, debemos pararnos a reflexionar y buscar soluciones cuando las reacciones de ira son frecuentes, provocan malestar psicológico (en uno mismo o en el otro) y los detonantes son de escasa importancia o difícilmente identificables.

La ira no suele aparecer como una explosión aislada en un mar de calma. Las personas podemos acumular tensión y estrés como una olla a presión. En lugar de liberar poco a poco, vamos acumulando hasta explotar. Es posible aprender a gestionar nuestra frustración en el día a día de forma más saludable. Ser consciente de nuestras emociones es el primer paso para reaccionar de manera asertiva. Sin embargo, no debemos simplificar; en algunos casos, la ira es la punta del iceberg, y sus causas están intrincadas en elecciones de vida desafortunadas, relaciones disfuncionales o estados de ansiedad. En estos casos, las soluciones pasan por una reflexión y replanteamiento de algunos de los cimientos de nuestra realidad.

1. Aprende a observar tu cuerpo. Un comportamiento de ira normalmente es precedido por una activación fisiológica: aceleración en el ritmo cardiaco, aumento de la tensión muscular (especialmente en cuello y espalda) y alteración de la respiración. Identificar estos síntomas con anterioridad a la explosión nos hace conscientes de que podemos perder el control ante los primeros impulsos.

2. Relájate. Ante una situación generadora de estrés, procura evadirte mentalmente por unos segundos. Un ejercicio breve de respiración lenta y profunda mientras repetimos palabras que nos inspiren calma suelen funcionar.

3. Aléjate momentáneamente. Si no conseguimos relajarnos in situ, es conveniente alejarse momentáneamente de la escena para intentar la resolución del conflicto posteriormente.

4. Relativiza. Intenta sopesar la importancia de lo que te ha hecho sentir mal. ¿Realmente se trata de algo vital? También es positivo cambiar la perspectiva, ponerse en el lugar del otro o de un observador externo. Probablemente el problema tendrá una dimensión diferente, mucho más manejable.

5. Expresa tu enfado. Gestionar nuestro enfado no implica reprimir nuestras emociones. Intenta encontrar las palabras y tono adecuado para expresar, de forma clara y directa, cómo te sientes y por qué. Si no te sientes capaz de comunicarte de manera adecuada, vuelve a los pasos anteriores: respira o sal momentáneamente de la escena.

6. Échale sentido del humor. Puedes sorprenderte contando en una cena la anécdota en la que fuiste la niña del exorcista ante una ventanilla de hacienda. Posteriormente es mucho más fácil encontrar la comicidad a una situación que en el momento nos sacó de quicio. No se trata de tomárselo todo a broma, pero ante las afrentas... desdramatiza e intenta reírte de ti mismo y de tu suerte.

7. Piensa en las consecuencias. Especialmente cuando la ira comienza de manera insidiosa, es conveniente reflexionar sobre nuestras emociones y sus consecuencias. ¿Realmente es útil? La ira es una emoción que puede causar sufrimiento tanto al que la padece como a las personas de su alrededor. Probablemente hay formas de reacción mucho más eficaces y adecuadas ante la situación conflictiva.

8. Comparte tu enfado. Compartir con las personas que querernos nuestras preocupaciones y conflictos puede aliviar la tensión que provocan. Eso sí, no se trata de obsesionarse, recrearse en la queja o victimizarse. Se trata de liberar tensión, de obtener otro punto de vista y entender mejor los conflictos. Es importante que tras una conversación nos sintamos más tranquilos, más livianos. Si no es así, algo no funciona.

9. Si no puedes, busca ayuda. La ira puede ser muy incapacitante cuando ocupa un espacio importante en nuestro día a día y afecta a varias parcelas nuestra vida (trabajo, pareja, familia, etc.). No siempre es fácil identificar con claridad el origen de la tensión o se carece de herramientas adecuadas para gestionar las situaciones estrés y frustración. Generalmente, explorar las causas del problema y buscar soluciones componen la estrategia más adecuada. En estos casos acudir a un psicólogo puede ser una excelente idea.

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