Este artículo ha sido escrito conjuntamente por Kerensa Gimre, Adriana Guerenabarrena y Sahar Mansoor
Cada vez somos más conscientes de los devastadores efectos del cambio climático. En declaraciones recientes, figuras públicas tan distintas como el Papa o el actor Leonardo DiCaprio reconocen que nuestro clima ya está empezando a cambiar, y que es hora de actuar. En su reciente encíclica, el Papa Francisco se refiere a las implicaciones del cambio climático, y pide acciones globales inmediatas. "El cambio climático es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad", dice. En la Cumbre del Clima de la ONU, Leonardo DiCaprio advertía: "Este desastre ha llegado más allá de las decisiones de los individuos. Ahora es un problema de nuestras industrias y Gobiernos, que han de iniciar acciones decisivas y a gran escala". ¿Pero cómo podemos realmente marcar la diferencia? ¿Y cuánta diferencia es necesaria?
El Panel Intergubernamental para el Cambio Climático ha fijado el aumento de la temperatura global media en un máximo de dos grados centígrados respecto a los niveles preindustriales si queremos evitar las catastróficas consecuencias del cambio climático. Las consecuencias de sobrepasar ese límite serían tan graves que se hace imprescindible que todos los países (desarrollados o no) conviertan sus sistemas productivos a sistemas más limpios (low carbon) prácticamente de inmediato - ya no sólo para cumplir con el objetivo de los dos grados centígrados, sino también para alcanzar las metas de desarrollo sostenible.
La buena noticia es que un futuro low carbon es posible. La mala, que el conjunto de normas y regulaciones actuales no facilitan la transición hacia un modelo económico medioambientalmente sostenible. La dificultad reside en que el sistema de incentivos (las reglas del juego, por así decirlo) permite que se perpetúe el uso de tecnologías intensivas en carbono, ya que da lugar a estructuras de costes tergiversadas. Con tergiversadas queremos decir que ignora los costes reales que las tecnologías intensivas en carbono imponen a nuestra economía (no tiene en cuenta el coste de la degradación medioambiental o del impacto en la salud de la población, por ejemplo), lo cual hace que las tecnologías más verdes parezcan relativamente más caras.
Un caso muy llamativo de distorsión de los costes reales de la actividad económica es el gasto de los Gobiernos del G20 en subsidios a la exploración de petróleo, gas y carbón: 88 mil millones de dólares al año. Por tanto, el marco regulatorio idóneo invertiría el coste relativo de las tecnologías verdes y las convencionales, teniendo en cuenta los beneficios de las tecnologías limpias, tanto directos como indirectos, así cómo los costes (de nuevo, directos e indirectos) de las tecnologías convencionales; además facilitaría la transferencia de conocimiento entre distintos sectores y agentes del mercado.
En el sector de la energía ya hay en marcha varios ejemplos que demuestran que, con ajustes en las políticas para tener en cuenta los costes a los que nos referíamos antes, las renovables pueden llegar a contribuir de forma significativa a la produción doméstica de energía. Alemania produce un veintisiete por ciento de su electricidad a partir de fuentes renovables, aunque su política de renovables no está libre de controversia.
Gracias a inversiones estatales, China es campeón mundial en produción de energía renovable (en términos absolutos), aunque se queda por detrás de EEUU y la UE si se excluye la energía hidráulica de la cuenta. Y basándose en tecnología existente y en la disponibilidad de recursos naturales, investigadores de la Universidad de Stanford han desarrollado planes para cada uno de los 50 estados americanos para alcanzar un 100% de producción renovable en 2050. Aunque la tecnología existe, las políticas e incentivos existentes impiden que desarrollos como estos ocurran a gran escala. Necesitamos un impulso regulatorio, y la historia demuestra que un consenso global sobre esquemas regulatorios puede generar ese impulso.
En los 80, el Protocolo de Montreal estableció un límite a los CFCs, responsables de la destrucción de la capa de ozono. Treinta años después, la producción de CFCs es prácticamente nula, y varios estudios estiman que gracias a este acuerdo se han evitado 1,6 millones de muertes por cáncer de piel solamente en EEUU. El éxito del Protocolo de Montreal se debe a su diseño: ratificación internacional, un tope máximo que decrece año a año (teniendo en cuenta así que el desarrollo tecnológico hacía cada vez más fácil limitar los CFCs), un reparto efectivo del esfuerzo (reconociendo así las dificultades financieras que esto suponía para países en desarrollo) y el establecimiento de un fondo multilateral para asistir a países en vías de desarrollo.
Por otro lado, el diseño no es el único aspecto fundamental en un acuerdo internacional como este: también es clave identificar la raíz del problema. Por ejemplo, en las dos últimas décadas España ha pasado de centrar su política de gestión del agua en asegurar el acceso, a centrarse en reducir la demanda. Con este cambio de perspectiva y el uso de campañas de educación y sensibilización, los españoles han logrado ahorros muy significativos en su consumo de agua.
Otros sistemas regulatorios que apoyan la adopción de nuevas tecnologías son los de comercio de permisos de emisiones, que en algunos casos llevan décadas en marcha, sobre todo para las emisiones de dióxido de azufre. El programa RECLAIM en el sur de California ha reducido las emisiones de dióxido de nitrógeno en un 60% y las de dióxido de azufre en un 50% desde 1994. Programas como este han favorecido la adopción o transición a tecnologías limpias, que han tenido un impacto muy significativo en la calidad del aire, la reducción de la contaminación, y la salud humana. Como sugieren muchos investigadores, los beneficios de aplicar sistemas como estos a las emisiones basadas en carbono son muy similares, sobre todo para la salud humana.
La principal ventaja de los sistemas de comercio de emisiones es la flexibilidad con la que cada país puede lograr cumplir con sus objetivos. Evitar que haya un "goteo" de emisiones hacia países que no participen en el acuerdo depende de que se alcance una ratificación global. Sin embargo, el alcance de estos instrumentos regulatorios aún es limitado en la práctica. Por ejemplo, no existe un sistema de comercio de emisiones en el sector agrícola, ni en el del transporte, ni en el de la pesca comercial. No es que sea tarea simple construir un esquema regulatorio adecuado, pero con un diseño minucioso, que tenga en cuenta el sistema económico en un sentido amplio, se pueden obtener mecanismos que funcionen conjuntamente para lograr la transición a ese futuro low carbon. Aunque la tecnología existe y mejora constantemente, la desafortunada verdad es que las políticas actuales van un paso por detrás. La buena noticia es que tenemos el poder de cambiarlas.
Este post fue publicado originalmente en la edición británica de 'El Huffington Post'
Cada vez somos más conscientes de los devastadores efectos del cambio climático. En declaraciones recientes, figuras públicas tan distintas como el Papa o el actor Leonardo DiCaprio reconocen que nuestro clima ya está empezando a cambiar, y que es hora de actuar. En su reciente encíclica, el Papa Francisco se refiere a las implicaciones del cambio climático, y pide acciones globales inmediatas. "El cambio climático es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad", dice. En la Cumbre del Clima de la ONU, Leonardo DiCaprio advertía: "Este desastre ha llegado más allá de las decisiones de los individuos. Ahora es un problema de nuestras industrias y Gobiernos, que han de iniciar acciones decisivas y a gran escala". ¿Pero cómo podemos realmente marcar la diferencia? ¿Y cuánta diferencia es necesaria?
El Panel Intergubernamental para el Cambio Climático ha fijado el aumento de la temperatura global media en un máximo de dos grados centígrados respecto a los niveles preindustriales si queremos evitar las catastróficas consecuencias del cambio climático. Las consecuencias de sobrepasar ese límite serían tan graves que se hace imprescindible que todos los países (desarrollados o no) conviertan sus sistemas productivos a sistemas más limpios (low carbon) prácticamente de inmediato - ya no sólo para cumplir con el objetivo de los dos grados centígrados, sino también para alcanzar las metas de desarrollo sostenible.
La buena noticia es que un futuro low carbon es posible. La mala, que el conjunto de normas y regulaciones actuales no facilitan la transición hacia un modelo económico medioambientalmente sostenible. La dificultad reside en que el sistema de incentivos (las reglas del juego, por así decirlo) permite que se perpetúe el uso de tecnologías intensivas en carbono, ya que da lugar a estructuras de costes tergiversadas. Con tergiversadas queremos decir que ignora los costes reales que las tecnologías intensivas en carbono imponen a nuestra economía (no tiene en cuenta el coste de la degradación medioambiental o del impacto en la salud de la población, por ejemplo), lo cual hace que las tecnologías más verdes parezcan relativamente más caras.
Un caso muy llamativo de distorsión de los costes reales de la actividad económica es el gasto de los Gobiernos del G20 en subsidios a la exploración de petróleo, gas y carbón: 88 mil millones de dólares al año. Por tanto, el marco regulatorio idóneo invertiría el coste relativo de las tecnologías verdes y las convencionales, teniendo en cuenta los beneficios de las tecnologías limpias, tanto directos como indirectos, así cómo los costes (de nuevo, directos e indirectos) de las tecnologías convencionales; además facilitaría la transferencia de conocimiento entre distintos sectores y agentes del mercado.
En el sector de la energía ya hay en marcha varios ejemplos que demuestran que, con ajustes en las políticas para tener en cuenta los costes a los que nos referíamos antes, las renovables pueden llegar a contribuir de forma significativa a la produción doméstica de energía. Alemania produce un veintisiete por ciento de su electricidad a partir de fuentes renovables, aunque su política de renovables no está libre de controversia.
Gracias a inversiones estatales, China es campeón mundial en produción de energía renovable (en términos absolutos), aunque se queda por detrás de EEUU y la UE si se excluye la energía hidráulica de la cuenta. Y basándose en tecnología existente y en la disponibilidad de recursos naturales, investigadores de la Universidad de Stanford han desarrollado planes para cada uno de los 50 estados americanos para alcanzar un 100% de producción renovable en 2050. Aunque la tecnología existe, las políticas e incentivos existentes impiden que desarrollos como estos ocurran a gran escala. Necesitamos un impulso regulatorio, y la historia demuestra que un consenso global sobre esquemas regulatorios puede generar ese impulso.
En los 80, el Protocolo de Montreal estableció un límite a los CFCs, responsables de la destrucción de la capa de ozono. Treinta años después, la producción de CFCs es prácticamente nula, y varios estudios estiman que gracias a este acuerdo se han evitado 1,6 millones de muertes por cáncer de piel solamente en EEUU. El éxito del Protocolo de Montreal se debe a su diseño: ratificación internacional, un tope máximo que decrece año a año (teniendo en cuenta así que el desarrollo tecnológico hacía cada vez más fácil limitar los CFCs), un reparto efectivo del esfuerzo (reconociendo así las dificultades financieras que esto suponía para países en desarrollo) y el establecimiento de un fondo multilateral para asistir a países en vías de desarrollo.
Por otro lado, el diseño no es el único aspecto fundamental en un acuerdo internacional como este: también es clave identificar la raíz del problema. Por ejemplo, en las dos últimas décadas España ha pasado de centrar su política de gestión del agua en asegurar el acceso, a centrarse en reducir la demanda. Con este cambio de perspectiva y el uso de campañas de educación y sensibilización, los españoles han logrado ahorros muy significativos en su consumo de agua.
Otros sistemas regulatorios que apoyan la adopción de nuevas tecnologías son los de comercio de permisos de emisiones, que en algunos casos llevan décadas en marcha, sobre todo para las emisiones de dióxido de azufre. El programa RECLAIM en el sur de California ha reducido las emisiones de dióxido de nitrógeno en un 60% y las de dióxido de azufre en un 50% desde 1994. Programas como este han favorecido la adopción o transición a tecnologías limpias, que han tenido un impacto muy significativo en la calidad del aire, la reducción de la contaminación, y la salud humana. Como sugieren muchos investigadores, los beneficios de aplicar sistemas como estos a las emisiones basadas en carbono son muy similares, sobre todo para la salud humana.
La principal ventaja de los sistemas de comercio de emisiones es la flexibilidad con la que cada país puede lograr cumplir con sus objetivos. Evitar que haya un "goteo" de emisiones hacia países que no participen en el acuerdo depende de que se alcance una ratificación global. Sin embargo, el alcance de estos instrumentos regulatorios aún es limitado en la práctica. Por ejemplo, no existe un sistema de comercio de emisiones en el sector agrícola, ni en el del transporte, ni en el de la pesca comercial. No es que sea tarea simple construir un esquema regulatorio adecuado, pero con un diseño minucioso, que tenga en cuenta el sistema económico en un sentido amplio, se pueden obtener mecanismos que funcionen conjuntamente para lograr la transición a ese futuro low carbon. Aunque la tecnología existe y mejora constantemente, la desafortunada verdad es que las políticas actuales van un paso por detrás. La buena noticia es que tenemos el poder de cambiarlas.
Este post fue publicado originalmente en la edición británica de 'El Huffington Post'