"Es como si ni siquiera practicara".
La profesora de piano de Audrey estaba de pie frente a mí, dándome su honesta valoración. Sus ojos eran amables y su voz suave, pero mi culpa paterna convirtió su afirmación en una pregunta. Una pregunta que no sabía responder. Así que fingí un ataque de diarrea y me fui corriendo al baño.
Cuando llegamos a casa, estaba decidido a mostrar a la señorita Amanda que mi hija podría ser la próxima Liberace, solo que más deslumbrante que el original. Por eso, abrimos el libro de música y nos pusimos a trabajar.
Llevábamos sentados una junto al otro frente al piano unos diez minutos, cuando Audrey empezó a desvanecerse. Ella ni siquiera estaba mirando la partitura. Su espalda estaba encorvada. Sus dedos apenas presionaban las teclas. Traté de ser alentador, pero cada uno de sus tímidos esfuerzos agotaba rápidamente mi pozo de ternura.
"Cariño", le dije en un tono un poco serio. "¿No quieres ser buena en esto?".
Ella no dijo nada. Solo hizo un ruido extraño, parecido al gemido de un delfín. Así que le pregunte otra vez.
"Cielo. ¿No quieres ser buena tocando el piano?".
Me miró y me contesto: "No".
¿Acaso ha dominado mi hija de 6 años el arte del rencor?
"De acuerdo", dije provocándola. "Supongo que ya no practicaremos nunca más y seguiremos malgastando el tiempo de la señorita Amanda repasando las mismas cosas todas las semanas".
Me levanté y me dirigí a la cocina, donde mi hijo estaba ocupado en no hacer sus tareas.
"¡Jake! ¿Qué estás haciendo? ¡Termina los deberes! ¡En 10 minutos tenemos que irnos al entrenamiento de baloncesto! ¡Venga! ¡Ni siquiera estás preparado!".
No fue mi mejor momento como padre. Toda la tarde fue así, yo diciéndoles lo que hacer y ellos discutiéndome cada orden. Piano. Baloncesto. Higiene. Enjabona, aclara y vuelve a hacerlo. Un pozo sin fin de zalamería. Para mis adentros pensé: "Ambos están recibiendo sus monturas para navidades. De esta forma, al menos estaré cómodo cuando tenga que cabalgar con ellos todo el tiempo".
No estoy orgulloso de ello, pero la verdad es que me preocupo por mis hijos y por su nivel de compromiso. Y tal vez tú también lo hagas. Como padre, a menudo me siento absorbido por un torbellino de expectativas. Todos los demás padres hablan sobre las grandes oportunidades que les están dando a sus hijos. Campamentos de verano especiales, aprendizaje de lenguas extranjeras, profesores particulares, clases de música, clínicas de coaching.
Y cuando oigo cómo otros niños están participando en esas actividades, no puedo evitar pensar que mis hijos se quedarán atrás o serán excluidos si no participan en ellas. Temo un futuro en el que los otros niños se divierten juntos, resolviendo ecuaciones de segundo grado y consiguiendo trabajos con salarios de seis cifras nada más acabar la secundaria, mientras mis hijos están sentados en una esquina comiendo el pegamento Elmer's directamente del bote.
Y temo que todo eso sea mi culpa.
Así pues, en un esfuerzo por preparar a nuestros hijos para el competitivo mundo que les espera, llenamos sus días con actividades. Planificamos sus días de sol a sol para maximizar su potencial. Para que puedan aprender y crecer.
Sin embargo, temo que en nuestro afán de ayudarles, quizá los estemos hiriendo.
El tiempo libre de los niños ha ido disminuyendo de manera constante desde la década de 1950. En un estudio llevado a cabo entre 1981 y 1997, los niños experimentaron una disminución del 25% en el tiempo de juego y una disminución del 55% en el tiempo de hablar con otras personas en casa. En contraposición, el tiempo dedicado a las tareas ha aumentado un 145% y el tiempo dedicado a hacer la compra con los padres, un 168%.
¿Eso es malo?
Yo creo que sí.
Un proyecto de investigación de Jean Twenge, profesor de Psicología de la Universidad San Diego State, analizó las tendencias psicológicas de los jóvenes durante un periodo de tiempo similar y advirtió un fuerte aumento de la ansiedad y la depresión. Nuestros hijos están más estresados que antes.
Y ese no es el único cambio. Otro estudio de Twenge muestra un sorprendente cambio en la motivación en los últimos años. Según el estudio, los niños de los 60 y 70 estaban motivados por ideales intrínsecos (la autoaceptación, la afiliación y la comunidad) mientras que los niños de hoy en día están motivados por ideales extrínsecos (el dinero, la apariencia y la fama).
Y nosotros somos los únicos que les empujamos en esa dirección.
Como padres, centramos el 100% de nuestra energía en hacernos la pregunta equivocada:
"¿Qué podemos perdernos si no aprovechamos estas oportunidades?".
Y tenemos que parar.
¿Por qué?
Porque la motivación detrás de esta pregunta es el miedo. Y es mi miedo.
Me preocupa que se rían de mis hijos por no tener "cosas" socialmente aceptables. Me preocupa que no sean atletas de élite, a no ser que a los diez años se especialicen en un deporte. Y me preocupa que no entren a la universidad si no sacan buenas notas en el colegio.
Pero estos temores son en gran parte infundados.
El tema "de las cosas" se supera fácilmente con sentido común. Nadie en la historia de la humanidad ha sido capaz de comprar a un amigo de verdad. Y en el ámbito deportivo, los niños que se especializan en un deporte no son mejores que los que no lo hacen, y en algunos casos, la especialización es en realidad un perjuicio.
En cuanto a la preocupación académica, ese probablemente sea el temor más infundado de todos. Nos creemos el mito de que ahora la universidad es mucho más competitiva, así que presionamos a nuestros hijos para que aprovechen todas las oportunidades de aprendizaje existentes. La verdad es que, en los últimos diez años, los consejeros de admisión han visto cómo el número medio de solicitudes casi se ha duplicado debido a padres como nosotros. Estamos presentando solicitudes frenéticamente por miedo.
Aun así, las universidades siguen aceptando un promedio de dos tercios de todos los solicitantes. Un número que apenas ha disminuido en una década. Aun así, nos creemos "el bombo publicitario".
En conclusión, los padres necesitamos relajarnos y cambiar nuestras preguntas. Aquí hay dos que pueden ayudarnos a todos nosotros a adquirir algo de perspectiva y a empezar la búsqueda de una felicidad más genuina en nuestras vidas.
Pregunta #1: "¿Qué estamos perdiendo en nuestra búsqueda del éxito?"
Si eres como yo, las partes más valiosas de tu infancia no tuvieron lugar en un aula especial o en un campo de entrenamiento perfecto. Claro que teníamos profesores y padres que nos alentaban para que diéramos lo mejor de nosotros mismos y trabajáramos para alcanzar un objetivo, pero eso era equilibrado por un montón de otras actividades que valían la pena, como destrozar un muñeco Stretch Armstrong para ver qué había dentro, construir rampas para las bicis en la calzada y hacer carreras con barcos hechos de hojas por las zanjas de drenaje durante las tormentas.
Pero hemos sacrificado estas cosas en pos de un ideal, y en el proceso hemos convertido a nuestros hijos en pequeños adultos. Diminutos profesionales que durante la semana no tienen tiempo para juegos que desarrollan el cerebro, e impulsan el alma, y por ello embuten desesperadamente este tiempo en el horario del fin de semana, repleto de deportes estructurados y recitales.
Es triste.
Pero la cuestión más importante es esta:
Pregunta #2: ¿Cuál es el objetivo final?
Fomentar el potencial de un niño es algo positivo. Y no hay nada de malo en actividades extraescolares. Enseñan valiosas habilidades e inculcan valores básicos en los niños. Valores como la disciplina, el compromiso, la fijación de objetivos y la persistencia. Y proporcionar estas oportunidades es mi trabajo como padre.
Pero hay una gran diferencia entre querer lo mejor para tus hijos y querer que tus hijos sean los mejores.
Desear lo mejor para tus hijos tiene que ver con ellos. Se trata de ayudarles a encontrar algo que les apasione y que intrínsecamente les lleve a descubrir las fortalezas que Dios les dio, ya sea en el arte, la música, el deporte, la escritura, en el mundo académico o en el servicio comunitario.
Querer que sean los mejores es sobre mí. Mis expectativas y mis miedos. Por eso les grito desde las gradas, les corrijo después de las clases y les convenzo para que hagan actividades que absorben la diversión propia de la niñez. Y en el proceso, les enseño que su valía depende de cómo actúen. Les enseño que el segundo lugar es perder. Les enseño que el juicio es más importante que el amor y la aceptación.
Y eso es falso.
Porque ser el mejor NO debería ser el objetivo. Si te pido que nombres a los últimos cinco ganadores del Óscar al Mejor Actor, ¿podrías hacerlo? ¿Y qué hay de los cinco lanzadores ganadores de la Serie Mundial de béisbol? ¿Y los cinco últimos ganadores del Premio Nobel de Medicina? Me atrevo a adivinar, sin basarme en ninguna evidencia científica, que solo el 10% de vosotros podría hacerlo. Como máximo. Y estos son ejemplos de personas que han alcanzado la cima de su profesión. Conocidos en todo el mundo.
Y los olvidamos.
¿Pero, y si te pido que nombres a las cinco personas más importantes de tu vida? Las que te han enseñado qué significa ser un amigo verdadero. Una persona con integridad. Sé, sin lugar a dudas, que el 100% de nosotros podríamos hacerlo en un abrir y cerrar de ojos. Y la lista estará llena de personas que no tienen ni carreteras ni institutos con su nombre. Gente cuyo nombre nunca ha sido grabado en un trofeo ceremonial.
Pero esta es la sorpresa.
El mero pensamiento de sus caras hace que tu corazón crezca. Puede que incluso se te escape alguna lagrimilla.
Y ese, amigos míos, es el objetivo. Estar en la lista de nuestros hijos. Para que algún día ellos mismos estén en la lista de otras personas. Y ninguna cantidad de miedo o de ansiosa insistencia logrará eso por nosotros. En este mundo en constante corrección y evaluación, tiene que haber espacio para la aceptación. Espacio para la presencia. Espacio donde el tiempo no se mida en décimas de segundo, sino en los turnos de un colorido tablero del Candy Land.
Y solo el amor puede hacer eso.
Así que mi petición de hoy es que no tengamos nada más que amor que dar. Que lo ofrezcamos todos los días.
Sin condiciones.
Sin preocupaciones.
Sin arrepentimientos.
Scott Dannemiller es un escritor, bloguero, antiguo misionero y líder de adoración de la Iglesia Presbiteriana. Escribe el blog The Accidental Missionary, donde fue publicado este post originalmente.
Este blog fue publicado en la edición estadounidense de The Huffington Post y ha sido traducido del inglés por María Ulzurrun.
La profesora de piano de Audrey estaba de pie frente a mí, dándome su honesta valoración. Sus ojos eran amables y su voz suave, pero mi culpa paterna convirtió su afirmación en una pregunta. Una pregunta que no sabía responder. Así que fingí un ataque de diarrea y me fui corriendo al baño.
Cuando llegamos a casa, estaba decidido a mostrar a la señorita Amanda que mi hija podría ser la próxima Liberace, solo que más deslumbrante que el original. Por eso, abrimos el libro de música y nos pusimos a trabajar.
Llevábamos sentados una junto al otro frente al piano unos diez minutos, cuando Audrey empezó a desvanecerse. Ella ni siquiera estaba mirando la partitura. Su espalda estaba encorvada. Sus dedos apenas presionaban las teclas. Traté de ser alentador, pero cada uno de sus tímidos esfuerzos agotaba rápidamente mi pozo de ternura.
"Cariño", le dije en un tono un poco serio. "¿No quieres ser buena en esto?".
Ella no dijo nada. Solo hizo un ruido extraño, parecido al gemido de un delfín. Así que le pregunte otra vez.
"Cielo. ¿No quieres ser buena tocando el piano?".
Me miró y me contesto: "No".
¿Acaso ha dominado mi hija de 6 años el arte del rencor?
"De acuerdo", dije provocándola. "Supongo que ya no practicaremos nunca más y seguiremos malgastando el tiempo de la señorita Amanda repasando las mismas cosas todas las semanas".
Me levanté y me dirigí a la cocina, donde mi hijo estaba ocupado en no hacer sus tareas.
"¡Jake! ¿Qué estás haciendo? ¡Termina los deberes! ¡En 10 minutos tenemos que irnos al entrenamiento de baloncesto! ¡Venga! ¡Ni siquiera estás preparado!".
No fue mi mejor momento como padre. Toda la tarde fue así, yo diciéndoles lo que hacer y ellos discutiéndome cada orden. Piano. Baloncesto. Higiene. Enjabona, aclara y vuelve a hacerlo. Un pozo sin fin de zalamería. Para mis adentros pensé: "Ambos están recibiendo sus monturas para navidades. De esta forma, al menos estaré cómodo cuando tenga que cabalgar con ellos todo el tiempo".
No estoy orgulloso de ello, pero la verdad es que me preocupo por mis hijos y por su nivel de compromiso. Y tal vez tú también lo hagas. Como padre, a menudo me siento absorbido por un torbellino de expectativas. Todos los demás padres hablan sobre las grandes oportunidades que les están dando a sus hijos. Campamentos de verano especiales, aprendizaje de lenguas extranjeras, profesores particulares, clases de música, clínicas de coaching.
Y cuando oigo cómo otros niños están participando en esas actividades, no puedo evitar pensar que mis hijos se quedarán atrás o serán excluidos si no participan en ellas. Temo un futuro en el que los otros niños se divierten juntos, resolviendo ecuaciones de segundo grado y consiguiendo trabajos con salarios de seis cifras nada más acabar la secundaria, mientras mis hijos están sentados en una esquina comiendo el pegamento Elmer's directamente del bote.
Y temo que todo eso sea mi culpa.
Así pues, en un esfuerzo por preparar a nuestros hijos para el competitivo mundo que les espera, llenamos sus días con actividades. Planificamos sus días de sol a sol para maximizar su potencial. Para que puedan aprender y crecer.
Sin embargo, temo que en nuestro afán de ayudarles, quizá los estemos hiriendo.
El tiempo libre de los niños ha ido disminuyendo de manera constante desde la década de 1950. En un estudio llevado a cabo entre 1981 y 1997, los niños experimentaron una disminución del 25% en el tiempo de juego y una disminución del 55% en el tiempo de hablar con otras personas en casa. En contraposición, el tiempo dedicado a las tareas ha aumentado un 145% y el tiempo dedicado a hacer la compra con los padres, un 168%.
¿Eso es malo?
Yo creo que sí.
Un proyecto de investigación de Jean Twenge, profesor de Psicología de la Universidad San Diego State, analizó las tendencias psicológicas de los jóvenes durante un periodo de tiempo similar y advirtió un fuerte aumento de la ansiedad y la depresión. Nuestros hijos están más estresados que antes.
Y ese no es el único cambio. Otro estudio de Twenge muestra un sorprendente cambio en la motivación en los últimos años. Según el estudio, los niños de los 60 y 70 estaban motivados por ideales intrínsecos (la autoaceptación, la afiliación y la comunidad) mientras que los niños de hoy en día están motivados por ideales extrínsecos (el dinero, la apariencia y la fama).
Y nosotros somos los únicos que les empujamos en esa dirección.
Como padres, centramos el 100% de nuestra energía en hacernos la pregunta equivocada:
"¿Qué podemos perdernos si no aprovechamos estas oportunidades?".
Y tenemos que parar.
¿Por qué?
Porque la motivación detrás de esta pregunta es el miedo. Y es mi miedo.
Me preocupa que se rían de mis hijos por no tener "cosas" socialmente aceptables. Me preocupa que no sean atletas de élite, a no ser que a los diez años se especialicen en un deporte. Y me preocupa que no entren a la universidad si no sacan buenas notas en el colegio.
Pero estos temores son en gran parte infundados.
El tema "de las cosas" se supera fácilmente con sentido común. Nadie en la historia de la humanidad ha sido capaz de comprar a un amigo de verdad. Y en el ámbito deportivo, los niños que se especializan en un deporte no son mejores que los que no lo hacen, y en algunos casos, la especialización es en realidad un perjuicio.
En cuanto a la preocupación académica, ese probablemente sea el temor más infundado de todos. Nos creemos el mito de que ahora la universidad es mucho más competitiva, así que presionamos a nuestros hijos para que aprovechen todas las oportunidades de aprendizaje existentes. La verdad es que, en los últimos diez años, los consejeros de admisión han visto cómo el número medio de solicitudes casi se ha duplicado debido a padres como nosotros. Estamos presentando solicitudes frenéticamente por miedo.
Aun así, las universidades siguen aceptando un promedio de dos tercios de todos los solicitantes. Un número que apenas ha disminuido en una década. Aun así, nos creemos "el bombo publicitario".
En conclusión, los padres necesitamos relajarnos y cambiar nuestras preguntas. Aquí hay dos que pueden ayudarnos a todos nosotros a adquirir algo de perspectiva y a empezar la búsqueda de una felicidad más genuina en nuestras vidas.
Pregunta #1: "¿Qué estamos perdiendo en nuestra búsqueda del éxito?"
Si eres como yo, las partes más valiosas de tu infancia no tuvieron lugar en un aula especial o en un campo de entrenamiento perfecto. Claro que teníamos profesores y padres que nos alentaban para que diéramos lo mejor de nosotros mismos y trabajáramos para alcanzar un objetivo, pero eso era equilibrado por un montón de otras actividades que valían la pena, como destrozar un muñeco Stretch Armstrong para ver qué había dentro, construir rampas para las bicis en la calzada y hacer carreras con barcos hechos de hojas por las zanjas de drenaje durante las tormentas.
Pero hemos sacrificado estas cosas en pos de un ideal, y en el proceso hemos convertido a nuestros hijos en pequeños adultos. Diminutos profesionales que durante la semana no tienen tiempo para juegos que desarrollan el cerebro, e impulsan el alma, y por ello embuten desesperadamente este tiempo en el horario del fin de semana, repleto de deportes estructurados y recitales.
Es triste.
Pero la cuestión más importante es esta:
Pregunta #2: ¿Cuál es el objetivo final?
Fomentar el potencial de un niño es algo positivo. Y no hay nada de malo en actividades extraescolares. Enseñan valiosas habilidades e inculcan valores básicos en los niños. Valores como la disciplina, el compromiso, la fijación de objetivos y la persistencia. Y proporcionar estas oportunidades es mi trabajo como padre.
Pero hay una gran diferencia entre querer lo mejor para tus hijos y querer que tus hijos sean los mejores.
Desear lo mejor para tus hijos tiene que ver con ellos. Se trata de ayudarles a encontrar algo que les apasione y que intrínsecamente les lleve a descubrir las fortalezas que Dios les dio, ya sea en el arte, la música, el deporte, la escritura, en el mundo académico o en el servicio comunitario.
Querer que sean los mejores es sobre mí. Mis expectativas y mis miedos. Por eso les grito desde las gradas, les corrijo después de las clases y les convenzo para que hagan actividades que absorben la diversión propia de la niñez. Y en el proceso, les enseño que su valía depende de cómo actúen. Les enseño que el segundo lugar es perder. Les enseño que el juicio es más importante que el amor y la aceptación.
Y eso es falso.
Porque ser el mejor NO debería ser el objetivo. Si te pido que nombres a los últimos cinco ganadores del Óscar al Mejor Actor, ¿podrías hacerlo? ¿Y qué hay de los cinco lanzadores ganadores de la Serie Mundial de béisbol? ¿Y los cinco últimos ganadores del Premio Nobel de Medicina? Me atrevo a adivinar, sin basarme en ninguna evidencia científica, que solo el 10% de vosotros podría hacerlo. Como máximo. Y estos son ejemplos de personas que han alcanzado la cima de su profesión. Conocidos en todo el mundo.
Y los olvidamos.
¿Pero, y si te pido que nombres a las cinco personas más importantes de tu vida? Las que te han enseñado qué significa ser un amigo verdadero. Una persona con integridad. Sé, sin lugar a dudas, que el 100% de nosotros podríamos hacerlo en un abrir y cerrar de ojos. Y la lista estará llena de personas que no tienen ni carreteras ni institutos con su nombre. Gente cuyo nombre nunca ha sido grabado en un trofeo ceremonial.
Pero esta es la sorpresa.
El mero pensamiento de sus caras hace que tu corazón crezca. Puede que incluso se te escape alguna lagrimilla.
Y ese, amigos míos, es el objetivo. Estar en la lista de nuestros hijos. Para que algún día ellos mismos estén en la lista de otras personas. Y ninguna cantidad de miedo o de ansiosa insistencia logrará eso por nosotros. En este mundo en constante corrección y evaluación, tiene que haber espacio para la aceptación. Espacio para la presencia. Espacio donde el tiempo no se mida en décimas de segundo, sino en los turnos de un colorido tablero del Candy Land.
Y solo el amor puede hacer eso.
Así que mi petición de hoy es que no tengamos nada más que amor que dar. Que lo ofrezcamos todos los días.
Sin condiciones.
Sin preocupaciones.
Sin arrepentimientos.
Scott Dannemiller es un escritor, bloguero, antiguo misionero y líder de adoración de la Iglesia Presbiteriana. Escribe el blog The Accidental Missionary, donde fue publicado este post originalmente.
Este blog fue publicado en la edición estadounidense de The Huffington Post y ha sido traducido del inglés por María Ulzurrun.