Reformar la Constitución es algo que todas las personas de buena voluntad se plantean si de verdad están interesadas en resolver la profunda crisis de legitimidad que tenemos. Las causas de ésta son múltiples y también lo deben ser las soluciones, por difíciles que sean.
"Esta crisis tiene dos fuentes principales: las formas de actuación de los partidos políticos (la cultura partidista) y la falta de adecuación de la ordenación jurídica del sistema político a las necesidades de la sociedad española. Ello exige, por una parte, una profunda regeneración política y, al mismo tiempo, la reforma de la Constitución", señala el profesor López Basaguren.
Todas las Constituciones son producto de una coyuntura, tienen su propia historia, y su futuro se garantiza por su capacidad de adaptación a las necesidades sociales. Nuestra historia constitucional no es, tristemente, muy brillante.
"No se ha conseguido nunca establecer la renovación del vínculo entre la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio de una manera jurídicamente ordenada, mediante la reforma constitucional", considera el profesor Pérez Royo; pero ahora ha llegado el momento de iniciar esa difícil tarea, que resulta imprescindible.
Si no lo hacemos, el sistema democrático más largo y fructífero de nuestra historia saltará por los aires. Hay que partir de tomar conciencia de la necesidad de reforma, para poder llegar a concretarla con el máximo consenso social.
A la Constitución del 78, la de la transición, le debemos los mejores años de nuestra vida en democracia. Fruto del consenso, en unos momentos también muy difíciles, nos ha servido para regular la convivencia personal y territorial, al reconocernos derechos individuales y una organización territorial de la que, con cortos periodos, habíamos carecido.
Hoy sabemos que es precisa su reforma en profundidad, dando un salto cualitativo en la regulación de su contenido. Es necesario reformar la Constitución para defenderla, logrando un nuevo pacto constitucional que revitalice nuestra democracia. Es un reto muy difícil, sin duda, pero nos estamos jugando el éxito de esta democracia que tanto costó conseguir y que hay que enderezar por sus muchas deficiencias. Es vital para el futuro de la convivencia.
La nueva Constitución tiene que garantizar el Estado del Bienestar construido con tanto esfuerzo a lo largo de estos años, para lo cual debemos introducir el principio de estabilidad social que asegure un nivel mínimo de inversión pública en los servicios básicos: educación, sanidad, servicios sociales (incluida la dependencia), reconociendo como derechos fundamentales algunos que no tienen esa consideración, como el derecho a la salud.
Hay que incorporar una nueva regulación expresa y diferenciada de la igualdad de género para blindar los avances conseguidos, porque no es justo, como escribe Gil Calvo, que "la desigualdad de clase indigne cada vez más pero, en cambio, la desigualdad de género -que también es una desigualdad de rentas-, que ha crecido con la crisis, resulte completamente ignorada, como si fuera lo más normal del mundo".
Garantizar la igualdad, sí, pero sabiendo siempre que la primera de las desigualdades es la que se da entre mujeres y hombres, esa que Rousseau olvidó en su Contrato Social y que tan injustamente desiguales ha hecho a las mujeres.
Y, por último, pero no lo último, hay que reformar la estructura territorial del Estado en sentido federal. La Constitución del 78 resolvió la organización territorial de una manera imprecisa -sólo se sabía lo que no se quería-, pero ha resultado muy eficaz y ha permitido, con lógicas tensiones, vivir articulados territorialmente durante todos estos años. El Título VIII hoy no existe, es letra muerta.
Ni siquiera el Estado de las autonomías que tenemos es así denominado; sólo se establecía el procedimiento de acceso a la autonomía, y es, precisamente, el referéndum andaluz del 28 de febrero el que rompe las previsiones constitucionales. Hoy hay que reordenar sus competencias, garantizar su financiación y cambiar ese inútil Senado que tenemos.
El Estado autonómico, se ha repetido hasta la saciedad, se asemeja a un Estado federal, pero en España carecemos de cultura federal porque hemos tenido muy escasa cultura democrática. "El federalismo es la palabra incomprendida. Como cultura política, incorpora una dimensión plural a la democracia y comporta añadir a la libertad individual la idea de tolerancia, y a la noción de igualdad, respeto a lo diverso. La España de hoy es un Estado de armazón federal sin cultura federal", opina el profesor Francisco Camaño.
El federalismo une y reconoce las diferencias. Los cambios que se propongan no podrán ir contra la unidad de España ni otorgar privilegios a nadie. Los federalistas nunca han sido disgregadores. En definitiva, se trata de conseguir la diversidad en la igualdad y la unidad en la diversidad, para las personas y para los territorios.
Este artículo se publicó originalmente en 'El Diario de Cádiz'.
"Esta crisis tiene dos fuentes principales: las formas de actuación de los partidos políticos (la cultura partidista) y la falta de adecuación de la ordenación jurídica del sistema político a las necesidades de la sociedad española. Ello exige, por una parte, una profunda regeneración política y, al mismo tiempo, la reforma de la Constitución", señala el profesor López Basaguren.
Todas las Constituciones son producto de una coyuntura, tienen su propia historia, y su futuro se garantiza por su capacidad de adaptación a las necesidades sociales. Nuestra historia constitucional no es, tristemente, muy brillante.
"No se ha conseguido nunca establecer la renovación del vínculo entre la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio de una manera jurídicamente ordenada, mediante la reforma constitucional", considera el profesor Pérez Royo; pero ahora ha llegado el momento de iniciar esa difícil tarea, que resulta imprescindible.
Si no lo hacemos, el sistema democrático más largo y fructífero de nuestra historia saltará por los aires. Hay que partir de tomar conciencia de la necesidad de reforma, para poder llegar a concretarla con el máximo consenso social.
A la Constitución del 78, la de la transición, le debemos los mejores años de nuestra vida en democracia. Fruto del consenso, en unos momentos también muy difíciles, nos ha servido para regular la convivencia personal y territorial, al reconocernos derechos individuales y una organización territorial de la que, con cortos periodos, habíamos carecido.
Hoy sabemos que es precisa su reforma en profundidad, dando un salto cualitativo en la regulación de su contenido. Es necesario reformar la Constitución para defenderla, logrando un nuevo pacto constitucional que revitalice nuestra democracia. Es un reto muy difícil, sin duda, pero nos estamos jugando el éxito de esta democracia que tanto costó conseguir y que hay que enderezar por sus muchas deficiencias. Es vital para el futuro de la convivencia.
La nueva Constitución tiene que garantizar el Estado del Bienestar construido con tanto esfuerzo a lo largo de estos años, para lo cual debemos introducir el principio de estabilidad social que asegure un nivel mínimo de inversión pública en los servicios básicos: educación, sanidad, servicios sociales (incluida la dependencia), reconociendo como derechos fundamentales algunos que no tienen esa consideración, como el derecho a la salud.
Hay que incorporar una nueva regulación expresa y diferenciada de la igualdad de género para blindar los avances conseguidos, porque no es justo, como escribe Gil Calvo, que "la desigualdad de clase indigne cada vez más pero, en cambio, la desigualdad de género -que también es una desigualdad de rentas-, que ha crecido con la crisis, resulte completamente ignorada, como si fuera lo más normal del mundo".
Garantizar la igualdad, sí, pero sabiendo siempre que la primera de las desigualdades es la que se da entre mujeres y hombres, esa que Rousseau olvidó en su Contrato Social y que tan injustamente desiguales ha hecho a las mujeres.
Y, por último, pero no lo último, hay que reformar la estructura territorial del Estado en sentido federal. La Constitución del 78 resolvió la organización territorial de una manera imprecisa -sólo se sabía lo que no se quería-, pero ha resultado muy eficaz y ha permitido, con lógicas tensiones, vivir articulados territorialmente durante todos estos años. El Título VIII hoy no existe, es letra muerta.
Ni siquiera el Estado de las autonomías que tenemos es así denominado; sólo se establecía el procedimiento de acceso a la autonomía, y es, precisamente, el referéndum andaluz del 28 de febrero el que rompe las previsiones constitucionales. Hoy hay que reordenar sus competencias, garantizar su financiación y cambiar ese inútil Senado que tenemos.
El Estado autonómico, se ha repetido hasta la saciedad, se asemeja a un Estado federal, pero en España carecemos de cultura federal porque hemos tenido muy escasa cultura democrática. "El federalismo es la palabra incomprendida. Como cultura política, incorpora una dimensión plural a la democracia y comporta añadir a la libertad individual la idea de tolerancia, y a la noción de igualdad, respeto a lo diverso. La España de hoy es un Estado de armazón federal sin cultura federal", opina el profesor Francisco Camaño.
El federalismo une y reconoce las diferencias. Los cambios que se propongan no podrán ir contra la unidad de España ni otorgar privilegios a nadie. Los federalistas nunca han sido disgregadores. En definitiva, se trata de conseguir la diversidad en la igualdad y la unidad en la diversidad, para las personas y para los territorios.
Este artículo se publicó originalmente en 'El Diario de Cádiz'.