Para su próxima campaña de invierno, la firma Givenchy, ese nombre que siempre asociamos a la belleza ligera de Audrey Hepbun, tendrá ni más ni menos que a Donatella Versace como imagen y nueva musa de la marca.
Como decía Oscar Wilde, la belleza está en los ojos del que mira. Entonces, es posible que detrás de los labios cebados y de la melena Gandalf de El señor de los anillos de la diseñadora -haciendo uso de un poco de arqueología-, halláramos los trazos de una antigua contadina de la Calabria, descendiente de aquellas matronas del neorrealismo popular de los años cincuenta. Pero dejemos de momento la investigación para sus colegas de Dolce & Gabbana, artesanos en la recreación de la eterna belleza italiana.
Ya sabemos que desde hace años la moda y belleza forman una pareja de conveniencia. La alternancia de los extremos estéticos es norma y práctica en el escaparate mediático. Pionero en este "culto de lo diferente" ha sido John Galliano que, con su desfile Freak show (2006), daba paso sobre la pasarela a modelos poco convencionales.
McQueen, con la modelo y atleta americana Aimée Mullins y sus prótesis, ya había dado otro salto mortal en el combate contra los estereotipos. Si retrocedemos unas cuantas décadas, la canonización de la belleza irregular de un personaje como Walli Simpson, también conocida como la duquesa de Windsor, sentaba nuevos parámetros. Muy lejos de los ideales platónicos y mucho más cerca de la fascinación publicitaria y sus dictados, que a partir de ahora regirían la sociedad.
En el imperio del sol naciente, la belleza photoshop, el nuevo chic, pasa por la transgresión y las reglas del márquetin. Si la moda se rige por lo efímero y el deseo impulsivo, esta búsqueda de modelos "anómalos" sería un capítulo más en el reino del scoop urgente, después de la era de las top models triunfantes, de las modelos niñas-adolescentes, o de los cuerpos atléticos y abrillantados.
Una marca como Diesel, y su director creativo, Nichola Formichetti, que siempre se han distinguido por sus heterodoxas campañas publicitarias, no han dudado en utilizar una modelo con distrofia muscular y silla de ruedas o con una enfermedad degenerativa de la piel como la canadiense Winnie Harlow.
En los confines, en otros tiempos etiquetados de indeseables o anómalos, la moda se desliza entre las reglas imperiosas de la comunicación, el márquetin y la relectura crítica de los cánones y estereotipos, tanto estéticos como de género.
Cuando Hedi Slimane requería el físico de una estrella del rock como Marilyn Manson para Saint Laurent, al mismo tiempo continuaba la imagen de ruptura que estaba en el ADN de la firma. Incluso, a pesar de que la permanente de Catherine Deneuve la colocaba en los nuevos rumbos del siglo XXI.
Para uno de sus últimos desfiles, el siempre astuto Karl Lagerfeld no ha dudado en buscar el impacto de un físico como el de Molly Bair, más cerca de Avatar que del santo espíritu de Mademoiselle Chanel.
Hace precisamente medio siglo, una nueva generación de modelos abrían una brecha en la representación de la imagen en la moda. La figura robótica y andrógina de Twiggy o las siluetas mutantes de Veruschka o Donyale Luna señalaban los nuevos cánones.
En España, una modelo como Montse Ribas marcaba la diferencia sobre sus colegas. A partir de ahora, fealdad y belleza establecían un vis-à-vis inaugurado por todo lo alto por Picasso con Las señoritas de Aviñón. El mundo de la armonía que había prevalecido desde los estucos de Fidias entraba en zona sísmica.
En unos tiempos en que la belleza se ha convertido en algo monstruoso -con la ayuda de la cirugía estética- o ridículo, visualizado en esos concursos de belleza o en esas webs donde asistimos a la puesta en escena de modelos infantiles como grotescas princesas o reinas por un día, la moda -desde su lado más transgresor- reivindica lo asombroso o anómalo como categoría y objeto de fascinación.
Donatella Versace y el ogro Shrek escriben una nueva variación del viejo cuento -con papeles intercambiables- de La Bella y La Bestia.
Como decía Oscar Wilde, la belleza está en los ojos del que mira. Entonces, es posible que detrás de los labios cebados y de la melena Gandalf de El señor de los anillos de la diseñadora -haciendo uso de un poco de arqueología-, halláramos los trazos de una antigua contadina de la Calabria, descendiente de aquellas matronas del neorrealismo popular de los años cincuenta. Pero dejemos de momento la investigación para sus colegas de Dolce & Gabbana, artesanos en la recreación de la eterna belleza italiana.
Ya sabemos que desde hace años la moda y belleza forman una pareja de conveniencia. La alternancia de los extremos estéticos es norma y práctica en el escaparate mediático. Pionero en este "culto de lo diferente" ha sido John Galliano que, con su desfile Freak show (2006), daba paso sobre la pasarela a modelos poco convencionales.
McQueen, con la modelo y atleta americana Aimée Mullins y sus prótesis, ya había dado otro salto mortal en el combate contra los estereotipos. Si retrocedemos unas cuantas décadas, la canonización de la belleza irregular de un personaje como Walli Simpson, también conocida como la duquesa de Windsor, sentaba nuevos parámetros. Muy lejos de los ideales platónicos y mucho más cerca de la fascinación publicitaria y sus dictados, que a partir de ahora regirían la sociedad.
En el imperio del sol naciente, la belleza photoshop, el nuevo chic, pasa por la transgresión y las reglas del márquetin. Si la moda se rige por lo efímero y el deseo impulsivo, esta búsqueda de modelos "anómalos" sería un capítulo más en el reino del scoop urgente, después de la era de las top models triunfantes, de las modelos niñas-adolescentes, o de los cuerpos atléticos y abrillantados.
Una marca como Diesel, y su director creativo, Nichola Formichetti, que siempre se han distinguido por sus heterodoxas campañas publicitarias, no han dudado en utilizar una modelo con distrofia muscular y silla de ruedas o con una enfermedad degenerativa de la piel como la canadiense Winnie Harlow.
En los confines, en otros tiempos etiquetados de indeseables o anómalos, la moda se desliza entre las reglas imperiosas de la comunicación, el márquetin y la relectura crítica de los cánones y estereotipos, tanto estéticos como de género.
Cuando Hedi Slimane requería el físico de una estrella del rock como Marilyn Manson para Saint Laurent, al mismo tiempo continuaba la imagen de ruptura que estaba en el ADN de la firma. Incluso, a pesar de que la permanente de Catherine Deneuve la colocaba en los nuevos rumbos del siglo XXI.
Para uno de sus últimos desfiles, el siempre astuto Karl Lagerfeld no ha dudado en buscar el impacto de un físico como el de Molly Bair, más cerca de Avatar que del santo espíritu de Mademoiselle Chanel.
Hace precisamente medio siglo, una nueva generación de modelos abrían una brecha en la representación de la imagen en la moda. La figura robótica y andrógina de Twiggy o las siluetas mutantes de Veruschka o Donyale Luna señalaban los nuevos cánones.
En España, una modelo como Montse Ribas marcaba la diferencia sobre sus colegas. A partir de ahora, fealdad y belleza establecían un vis-à-vis inaugurado por todo lo alto por Picasso con Las señoritas de Aviñón. El mundo de la armonía que había prevalecido desde los estucos de Fidias entraba en zona sísmica.
En unos tiempos en que la belleza se ha convertido en algo monstruoso -con la ayuda de la cirugía estética- o ridículo, visualizado en esos concursos de belleza o en esas webs donde asistimos a la puesta en escena de modelos infantiles como grotescas princesas o reinas por un día, la moda -desde su lado más transgresor- reivindica lo asombroso o anómalo como categoría y objeto de fascinación.
Donatella Versace y el ogro Shrek escriben una nueva variación del viejo cuento -con papeles intercambiables- de La Bella y La Bestia.