La exclusión social tiene una dimensión social y otra individual. Las sociedades pueden ser más o menos excluyentes, más o menos acogedoras, y los individuos pueden ser más o menos capaces de integrarse socialmente. La primera tiene que ser abordada desde un punto de vista político y económico. La segunda remite a dramas individuales que requieren programas personalizados.
Las políticas sociales que sólo se basan en grandes cifras, sin tener en cuenta las problemáticas individuales, pueden ser muy racionales pero también despiadadas; las que sólo tienen en cuenta a los individuos, olvidando el origen social de la desigualdad, corren el riesgo de dejar las cosas como están.
La exclusión es un término que se define en referencia a otro, la sociedad. Como tal, puede variar según las circunstancias históricas y el grado de desarrollo de las sociedades. En los países del primer mundo, la exclusión se entiende como algo más que la carencia de determinados medios materiales o económicos, implica también la falta de acceso a determinados recursos sociales y la imposibilidad de ejercer determinados derechos.
En los casos más graves implica un proceso de aislamiento, empobrecimiento y deterioro que puede provocar otros daños más o menos permanentes en la persona. Un ejemplo extremo es el de una persona sin hogar -uno de esos "huéspedes del aire", como los llama José Cabrera- que ha roto sus vínculos familiares, de amistad y vecindad, que se ha "adaptado" a la intemperie urbana de tal manera que no se plantea cambiar, ni siquiera cuando se han modificado las condiciones materiales que le llevaron a la exclusión, bien por ser víctima de la indefensión aprendida o bien por miedo a volver a sufrir.
Para reducir la desigualdad, origen social de la exclusión, son necesarias políticas fiscales de redistribución de la riqueza, políticas activas de empleo, de formación profesional, de acceso a la enseñanza de calidad, de racionalización de la protección social.
Hay muchas propuestas técnicas adaptadas a la realidad española que no proceden de fuentes partidistas ni gubernamentales, como la de las entidades del Tercer Sector de Acción Social o la de la sección española de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social. Su idea principal es que no basta sólo con crecer. Se puede crecer económicamente como país, aumentar la renta per cápita, el PIB, etc., y no disminuir la brecha social de la desigualdad, tal y como han recogido los sucesivos informes FOESSA de los últimos años.
En España y en Europa se han identificado numerosos colectivos vulnerables: discapacitados, adictos, enfermos mentales, sin hogar, exreclusos, minorías étnicas, inmigrantes, parados de larga duración, además de factores transversales como el género o la edad. Con frecuencia, cada uno de estos colectivos posee sus propias medidas de protección social y sus propios programas de promoción.
Algunos disfrutan de medidas legales para el empleo (% reservado para discapacitados); otros, de fondos procedentes de cupones o loterías (ONCE); otros, de programas específicos de fomento del empleo (Red de Artesanos y Arquímedes para adictos); otros, de fondos directos de la UE (Secretariado Gitano).
El problema es que las medidas de unos no alcanzan a los otros. La propia Administración Pública organiza sus departamentos en función de estos colectivos como compartimentos estancos, lo cual no sólo resulta ineficiente, sino que también introduce elementos discriminatorios entre los propios colectivos.
Por otra parte, entre la exclusión y la integración social existen diversos grados de vulnerabilidad social que es necesario conocer, tanto para comprender su naturaleza como para poder abordarlos adecuadamente a través de programas adaptados a cada circunstancia. La inmensa mayoría de los programas podemos clasificarlos como preventivos, cuando van dirigidos a prevenir el problema, asistenciales, cuando están destinados a ofrecer tratamiento o atención personalizada, y de incorporación social o de reinserción, cuando están dirigidos a facilitar la integración social.
De los tres tipos de programas, sólo los asistenciales deberían estar especializados en función del problema original o del sector al que se pertenece: enfermedad mental, adicciones, discapacidad física, etc., siempre en estrecha colaboración con el Sistema de Salud.
En cuanto a los programas preventivos y de incorporación, deberían estar orientados hacia dos objetivos principales: la mejora de la empleabilidad, a través de medidas de capacitación (dada la importancia del empleo en el proceso de integración social), y la mejora de la capacidad de integración social, mediante programas de habilidades sociales y de gestión emocional. Las habilidades socioemocionales poseen un indudable valor educativo y preventivo y aportan un plus a la empleabilidad, por lo que deberían generalizarse entre las personas en situación de vulnerabilidad, independientemente del colectivo al que pertenezcan.
En conclusión, si de verdad queremos desarrollar una política de lucha contra la pobreza y la exclusión, por una parte es necesario que la prioridad del Gobierno no se base sólo en el crecimiento económico, sino también en la reducción de la desigualdad. Y por otra, hay que realizar un esfuerzo por superar la política sectorial de los problemas sociales. No puede seguir existiendo un programa de protección social diferente para cada colectivo.
El modelo de protección social debe asemejarse al sanitario en cuanto a universalidad y gratuidad, debe ser considerado un derecho individual y debe estar organizado en niveles de atención primaria y especializada que se adapten a las necesidades de las personas, a su grado de vulnerabilidad, y no a los colectivos. Este cambio de modelo no implica necesariamente más recursos, pero sí capacidad de innovación, de superación de resistencias corporativas y de transformación organizativa.
Las políticas sociales que sólo se basan en grandes cifras, sin tener en cuenta las problemáticas individuales, pueden ser muy racionales pero también despiadadas; las que sólo tienen en cuenta a los individuos, olvidando el origen social de la desigualdad, corren el riesgo de dejar las cosas como están.
La exclusión es un término que se define en referencia a otro, la sociedad. Como tal, puede variar según las circunstancias históricas y el grado de desarrollo de las sociedades. En los países del primer mundo, la exclusión se entiende como algo más que la carencia de determinados medios materiales o económicos, implica también la falta de acceso a determinados recursos sociales y la imposibilidad de ejercer determinados derechos.
En los casos más graves implica un proceso de aislamiento, empobrecimiento y deterioro que puede provocar otros daños más o menos permanentes en la persona. Un ejemplo extremo es el de una persona sin hogar -uno de esos "huéspedes del aire", como los llama José Cabrera- que ha roto sus vínculos familiares, de amistad y vecindad, que se ha "adaptado" a la intemperie urbana de tal manera que no se plantea cambiar, ni siquiera cuando se han modificado las condiciones materiales que le llevaron a la exclusión, bien por ser víctima de la indefensión aprendida o bien por miedo a volver a sufrir.
Para reducir la desigualdad, origen social de la exclusión, son necesarias políticas fiscales de redistribución de la riqueza, políticas activas de empleo, de formación profesional, de acceso a la enseñanza de calidad, de racionalización de la protección social.
Hay muchas propuestas técnicas adaptadas a la realidad española que no proceden de fuentes partidistas ni gubernamentales, como la de las entidades del Tercer Sector de Acción Social o la de la sección española de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social. Su idea principal es que no basta sólo con crecer. Se puede crecer económicamente como país, aumentar la renta per cápita, el PIB, etc., y no disminuir la brecha social de la desigualdad, tal y como han recogido los sucesivos informes FOESSA de los últimos años.
En España y en Europa se han identificado numerosos colectivos vulnerables: discapacitados, adictos, enfermos mentales, sin hogar, exreclusos, minorías étnicas, inmigrantes, parados de larga duración, además de factores transversales como el género o la edad. Con frecuencia, cada uno de estos colectivos posee sus propias medidas de protección social y sus propios programas de promoción.
Algunos disfrutan de medidas legales para el empleo (% reservado para discapacitados); otros, de fondos procedentes de cupones o loterías (ONCE); otros, de programas específicos de fomento del empleo (Red de Artesanos y Arquímedes para adictos); otros, de fondos directos de la UE (Secretariado Gitano).
El problema es que las medidas de unos no alcanzan a los otros. La propia Administración Pública organiza sus departamentos en función de estos colectivos como compartimentos estancos, lo cual no sólo resulta ineficiente, sino que también introduce elementos discriminatorios entre los propios colectivos.
Por otra parte, entre la exclusión y la integración social existen diversos grados de vulnerabilidad social que es necesario conocer, tanto para comprender su naturaleza como para poder abordarlos adecuadamente a través de programas adaptados a cada circunstancia. La inmensa mayoría de los programas podemos clasificarlos como preventivos, cuando van dirigidos a prevenir el problema, asistenciales, cuando están destinados a ofrecer tratamiento o atención personalizada, y de incorporación social o de reinserción, cuando están dirigidos a facilitar la integración social.
De los tres tipos de programas, sólo los asistenciales deberían estar especializados en función del problema original o del sector al que se pertenece: enfermedad mental, adicciones, discapacidad física, etc., siempre en estrecha colaboración con el Sistema de Salud.
En cuanto a los programas preventivos y de incorporación, deberían estar orientados hacia dos objetivos principales: la mejora de la empleabilidad, a través de medidas de capacitación (dada la importancia del empleo en el proceso de integración social), y la mejora de la capacidad de integración social, mediante programas de habilidades sociales y de gestión emocional. Las habilidades socioemocionales poseen un indudable valor educativo y preventivo y aportan un plus a la empleabilidad, por lo que deberían generalizarse entre las personas en situación de vulnerabilidad, independientemente del colectivo al que pertenezcan.
En conclusión, si de verdad queremos desarrollar una política de lucha contra la pobreza y la exclusión, por una parte es necesario que la prioridad del Gobierno no se base sólo en el crecimiento económico, sino también en la reducción de la desigualdad. Y por otra, hay que realizar un esfuerzo por superar la política sectorial de los problemas sociales. No puede seguir existiendo un programa de protección social diferente para cada colectivo.
El modelo de protección social debe asemejarse al sanitario en cuanto a universalidad y gratuidad, debe ser considerado un derecho individual y debe estar organizado en niveles de atención primaria y especializada que se adapten a las necesidades de las personas, a su grado de vulnerabilidad, y no a los colectivos. Este cambio de modelo no implica necesariamente más recursos, pero sí capacidad de innovación, de superación de resistencias corporativas y de transformación organizativa.