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Qué ha quedado de la América de los 70 y los 80

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Es curioso. Buena parte de la realidad que alimentaba los estereotipos que los españoles tenían de Estados Unidos en los años 70 y 80 se ha esfumado sin darnos cuenta.

Estados Unidos era, entonces, el país de la mercancía barata: la ropa tirada de precio, comida barata, coches baratos, casas baratas y material deportivo a tutiplén. El país del give me two (dame dos) al que ibas de compras a Nueva York. Casi cualquiera podía sentirse un rey.

Hoy, mucha gente que vive a caballo entre los dos países, llena las maletas de ropa de Zara y de Mango cuando llega a España. Se gasta 300 o 400 dólares y siente que se lleva moda, algo valioso. Se lleva alimentos, aquellos que al menos sabe que permite la FDA (su agencia alimentaria) y no los van a confiscar en la aduana. Va a Decathlon y alucina con los precios. Va a Mercadona y a los autoservicios de descuento y le parece que la comida cuesta un tercio que en cualquier ciudad de medio pelo de Estados Unidos. Se sienten como reyes aquí.

Sí, siguen quedando como últimos bastiones los Levi's, allí dejados de la mano de Dios, y el precio de la gasolina, que es la mitad debido a que no está gravada.

Estados Unidos de América era, también, el país de las grandes infraestructuras: los nudos de autopistas de 12 carriles que aparecían en las series, los puentes míticos e imposibles que surcaban el océano (como el de la bahía de San Francisco), los aeropuertos en cualquier ciudad mediana o pequeña.

Pocos se niegan a reconocer que el asfalto de las autopistas americanas es rugoso y de mala calidad, que muchos puentes parecen a punto de hundirse, que en realidad hay pocos aeropuertos modernos de verdad y algunos de ellos (como los de Chicago o Nueva York) están al borde del colapso, o que el metro de las ciudades que lo tienen (pocas) es poco denso y obsoleto.

Todo el mundo sabe que los americanos tendrán que elevar sus tipos impositivos los próximos años para sufragar mejores y más modernas infraestructuras.

Estados Unidos era también el país de los high school californianos, los de los telefilmes en los que rubios adolescentes peleaban por ser los más populares de la clase y llevarse a las mejores tías. Esas escuelas con pistas de atletismo interminables, campos de baloncesto de verdad y hierba por todas partes. Donde, en lugar de las denostadas lentejas con chorizo, se servían hamburguesas y pizza todos los días lectivos.

Debe ser que por la televisión no se apreciaba lo deplorable de los catering que sirven estos centros, ni se sabía que los padres tienen que costear casi hasta el papel higiénico, debido a las restricciones presupuestarias.

Estados Unidos era el sitio donde la gente se reinventaba. Si uno se divorciaba o quería cambiar de trabajo, se trasladaba en un periquete de Texas a Nueva York para empezar de cero.

Qué poca gente sabe que las grandes ciudades como San Francisco, Nueva York o Washington DC se han convertido, en virtud de los precios estratosféricos de sus viviendas, en un reducto privilegiado para las clases con mayores ingresos, donde en realidad muy pocos norteamericanos pueden plantearse vivir, por muy buen trabajo que tengan. Que sólo una minoría puede acceder a la segregación de los ZIP o códigos postales.

Y se me dirá, ¿qué queda entonces de aquella América? Pues mucho. Dinamismo empresarial, iniciativa, ilusión, una cierta idea de excelencia y un mercado de trabajo lo suficientemente bueno como para, a pesar de todo, no coartar la libertad individual o, en otras palabras, que permite a cualquiera sentirse dueño de su destino.

Bastante, me parece a mí.

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