Foto: Manifestación en Barcelona en el año 1977 (GETTYIMAGES)
Que el pez grande se come al chico es una verdad que todos conocemos bien. Pero, a diferencia de lo que sucede en el mundo animal, existen seres humanos que se niegan a aceptar una realidad basada en la imposición del más fuerte. No porque ignoren que se trata de un fenómeno natural, sino porque rechazan un estado de cosas que consideran fundamentalmente injusto. La base del pensamiento de izquierdas reside en esa tendencia de ciertas personas a ponerse de parte del débil, a adoptar el punto de vista de los que, por una razón u otra, se encuentran mal preparados para la lucha por la vida. Su objetivo último consiste en crear una sociedad más noble y solidaria, en la que desaparezcan las grandes desigualdades entre los diversos grupos, y todos, fuertes y débiles, puedan vivir con dignidad.
Pero el concepto de debilidad posee una referencialidad equívoca. La fuerza se ejerce de muy diversas maneras, por lo que la decisión de combatirla aboca en ocasiones a difíciles encrucijadas. Veamos el caso de España. La interpretación más inmediata de las relaciones de poder posee, como es lógico, un carácter esencialmente económico. Débiles son las clases bajas, los que ocupan los peldaños inferiores de la estructura social, los que realizan los trabajos más duros y reciben la remuneración más escasa, los parias, los pobres, los que se encuentran en una situación de precariedad y desamparo. Es lógico, por tanto, que el programa de los partidos de izquierdas se haya enfocado primordialmente en defender a los miembros de ese grupo, en redimirlos de los abusos que han sufrido a lo largo de la historia y, en último término, en diseñar estrategias para mejorar sus condiciones de vida.
Existen, sin embargo, otros factores, además del económico, que generan abusos y que no debemos ignorar a la hora de construir una sociedad más justa. En ese sentido, no es de extrañar que las izquierdas se hayan caracterizado también por asumir una actitud militante en favor de los derechos de las minorías. Si nos limitamos a España, esa actitud no sólo ha implicado la solidaridad con todos aquellos colectivos que por su peculiar idiosincrasia han sido objeto de alguna forma de discriminación por parte de los grupos mayoritarios, sino también la defensa de aquellas lenguas y culturas que han sufrido la agresión de gobiernos represivos. Se explica así que el pensamiento progresista se haya opuesto por lo general a la centralización (asociada con Madrid e incluso, no infrecuentemente, con España), y que, al igual que se ha esforzado por defender los intereses de las clases bajas, haya mostrado igual entusiasmo en proteger los derechos de las denominadas identidades periféricas.
La doble interpretación del concepto de debilidad, entendida tanto en un nivel económico como identitario, constituye el eje central sobre el que se ha articulado en España el pensamiento de las izquierdas. Desde la muerte de Franco y el inicio de la democracia, los partidos de esa tendencia se han comportado como si ambos objetivos estuvieran estrechamente relacionados y fueran de algún modo complementarios. Gran parte de sus decisiones en los últimos cuarenta años han estado guiadas por ese convencimiento. Sin embargo, determinados desarrollos recientes se han encargado de probar que no siempre es así.
Me concentraré en el caso específico de Cataluña. Durante la época de la Transición, la cultura catalana contó con el apoyo y la simpatía de la inmensa mayoría de las izquierdas.
Especialmente, por considerar que, durante la larga etapa de la dictadura, habían estado unidas en una misma lucha. El objetivo era devolver la dignidad a un colectivo que acababa de ser objeto de una larga represión y cuyo mero derecho a existir había sido cuestionado por décadas. Una sociedad que pretendía ser solidaria no podía permitir que ninguno de los grupos que la integraban fuera tratado de manera injusta. ¿Se logró el objetivo que se deseaba? Habrá quien considere que todavía queda mucho por hacer, pero, en mi opinión, no es infundado responder que sí.
La recuperación de la lengua y la cultura catalanas (al igual que la de otras lenguas y culturas periféricas) ha constituido uno de los grandes logros de la democracia española. No sólo se han incorporado con normalidad al espacio público, sino que, en ciertos casos, han logrado privilegios que en otros sistemas democráticos (en Francia, por ejemplo, o en la misma Escocia) se considerarían impensables. Me refiero concretamente a la inmersión lingüística en catalán en las escuelas. Eso sólo ha sido posible porque los nacionalistas han contado con el apoyo, en buena parte justificado, de la izquierda no nacionalista. Sin embargo, tras cuarenta años de democracia, la nueva situación que se ha creado evidencia la existencia de contradicciones que las formaciones de izquierda no se pueden permitir ignorar.
La deriva independentista del nacionalismo catalán ha puesto de manifiesto que la doble dimensión en que se fundamenta el pensamiento de izquierdas, la económica y la identitaria, ocasiona a veces un conflicto de intereses de difícil solución. Es algo que ya se entreveía anteriormente, pero que la retórica soberanista ha contribuido a resaltar. La pregunta esencial atañe al concepto de debilidad. ¿Es Cataluña débil respecto a otras regiones de España? Si entendemos el término en un sentido económico, indudablemente no. Valga como prueba el dato, por todos conocido, de que esa autonomía posee una de las rentas per cápita más altas del Estado. Que los independentistas catalanes (incluidos los que se dicen de izquierdas) argumenten para avalar su proyecto que los habitantes de esa región vivirían mejor por separado, es algo que, dejando de lado la verdad de la suposición, ningún grupo de la izquierda no nacionalista debería apoyar.
Si Cataluña es una de las regiones más prósperas del país y, aun así, existe en ella un alto nivel de miseria, el problema debería resolverse distribuyendo mejor su riqueza, no responsabilizando a las regiones más pobres de emplear recursos que es lógico que vayan a los que más lo necesitan. Otra cosa es que luego se utilicen bien. Una propuesta de ese tipo, fundamentalmente hostil al concepto de solidaridad, sólo puede plantearse desde un punto de vista nacionalista, otorgando prioridad a cuestiones identitarias y relegando a un segundo plano las económicas. La solidaridad es uno de los fundamentos en que se asientan las izquierdas. En las relaciones interregionales, los partidos de esa tendencia no pueden asumir los argumentos de las comunidades más ricas. Eso va contra su misma razón de ser.
La tensión entre reivindicaciones de corte identitario y conflictos de clase (o económicos) se hace aún más evidente si nos centramos en la situación interna de Cataluña. La sociedad catalana es diversa, como lo es la española. Está dividida en dos grandes bloques, uno de habla catalana y otro que tiene el castellano como lengua materna, por lo que parecería lógico que los partidos que se dicen de izquierdas defendieran la pluralidad catalana, al igual que lo hacen con la española. La necesidad de una actitud de ese tipo se agudiza si consideramos que los hablantes de castellano descienden en su mayoría de inmigrantes y están en una clara posición de desventaja. Los catalanes de cultura catalana controlan la política, la economía, los medios de comunicación y la vida intelectual del antiguo Principado.
Permitirles que monopolicen una identidad que es plural, implica concebir esa colectividad en términos esencialistas y, por tanto, condenar a los hablantes nativos de castellano a la categoría de ciudadanos de segunda clase. O de catalanes nuevos, si se me permite expresarlo en unos términos que despiertan en nosotros traumáticas resonancias. Los nacionalistas es lógico que defiendan un concepto excluyente de Cataluña que los favorece, pero las izquierdas deben proteger los derechos del débil. El fomento de la cultura catalana, legítimo y necesario sin lugar a dudas, comienza a despertar reticencias cuando interfiere con cuestiones de justicia social.
La comprensión que evidencian las izquierdas hacia el nacionalismo catalán, y que les lleva a disculpar comportamientos insolidarios y prepotentes, cuando no injustos, pone de manifiesto que, en su análisis de la situación catalana (así como en el de otras comunidades periféricas), predominan los factores identitarios sobre los económicos. Las simpatías hacia las culturas que se han considerado tradicionalmente débiles pesan más a la hora de tomar decisiones que las simpatías hacia los grupos que evidencian ser débiles económicamente. Ya sea en un sentido regional o de clase. De ese modo, las izquierdas españolas se han distanciado del objetivo esencial que históricamente ha constituido su razón de ser: la voluntad de subsanar injusticias basadas en la desigual distribución de la riqueza.
¿Se trata de un desplazamiento consciente? Todo hace pensar que no. Confrontadas con la necesidad de tomar una decisión sin duda complicada, las izquierdas parecen haber optado por negar que exista un conflicto de intereses y han tirado por el camino más fácil: el de ponerse del lado del grupo más agresivo, del que más grita, del que sale a la calle y manifiesta un mayor entusiasmo en la defensa de sus objetivos. Pero los que más débiles no son necesariamente los que más gritan. Eso es algo que las izquierdas saben muy bien. O deberían saber.