Con cualquiera que hablo llego a la misma conclusión. Los horarios de trabajo (y de ocio) en España son una verdadera esclavitud. Salimos muy tarde de la oficina (hay que calentar la silla hasta que el jefe se va a casa), cenamos también tarde, dormimos poco y descansamos menos. Eso, por supuesto, lo pagan nuestros hijos, que al final acaban adoptando los ritmos extenuantes de sus padres. Como resultado, prolifera la mala leche y la insatisfacción, y la famosa conciliación de la vida laboral y familiar sigue siendo un lujo de unos pocos y un sueño irrealizable para la mayoría.
Los únicos que lo tienen mejor son los funcionarios. El resto tenemos que apechugar con horarios de otra época, del franquismo y de antes del franquismo. La vida ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años: la estructura familiar, los roles en la propia familia, la naturaleza de los propios trabajos, la tecnología disponible, la localización de la gente en las ciudades, los desplazamientos que hay que hacer..., pero seguimos lidiando con eternas jornadas partidas.
No conozco a nadie o a casi nadie que esté en contra salir a una hora razonable del trabajo (cinco o seis de la tarde como máximo) y dedicar el tiempo que sigue a cuidar a sus hijos o a prepararles una cena saludable, o a solazarse haciendo deporte, leyendo un libro, charlando con los amigos en una terraza, entrando en las redes sociales o viendo un programa de televisión a un horario razonable. Sin embargo, en España seguimos siendo campeones en hacer las cosas al revés y, de paso, hacernos la vida imposible.
Los estudios dicen que somos más productivos con jornadas más cortas, pero mejor aprovechadas. De hecho, en los países que admiramos, la gente se va de la oficina mucho antes que en España, y cuando alguien se queda reiteradamente hasta tarde se convierte en síntoma de que algo no funciona. El presencialismo en el trabajo puede agradar al jefe casposo, pero no es la mejor forma de organizarse y es muestra de una desconfianza que lo paraliza todo.
Sinceramente, no creo que estemos condenados a vivir para trabajar en España. Cambiar costumbres no es fácil, pero es posible. Hace falta voluntad política, como la que hubo para acabar con el tabaco en oficinas, lugares públicos ¡y hasta bares!, o la que se empleó para rebajar las lacerantes tasas de muerte por accidente de tráfico que sufríamos hace algo más de una década. Si acabamos con el humo y con los fallecimientos en carretera, creo que podemos adaptar los horarios, algo que, por otro lado, nos haría infinitamente más felices.
A pesar de las presiones, , la reforma de los horarios no se ha considerado una prioridad en el Congreso y habrá que esperar a la próxima legislatura para ver si sale adelante. En cualquier caso, creo que no se requieren grandes cambios ni proezas políticas para mejorar la situación. Sólo bastaría tocar algunas teclas para variar la melodía. Una sería la de volver a la hora menos que nos corresponde por situación geográfica. Al fin y al cabo, lo de tener la hora continental es una herencia del franquismo, que cambió de uso en la Segunda Guerra Mundial para mostrar su adhesión a Alemania.
También se podría adelantar una hora el prime-time televisivo, que tanto influye en la rutina doméstica. Ahora muchos programas de máxima audiencia acaban pasada la medianoche, cuando en Europa ya están por el quinto sueño. La situación es reversible porque las teles explotan un servicio público y por eso deben amoldarse al famoso "interés general". Otra vez, sólo hace falta voluntad política para conseguirlo. Lo mismo se podría hacer con el fútbol. Es intolerable que los niños tengan que esperar a las diez o las once de la noche para ver a sus ídolos.
Y también se podrían dar incentivos claros a las empresas que hagan jornadas hasta las cinco o las seis de la tarde, que es la hora de irse a casa o de pasar la tarde con los hijos de los nórdicos o los estadounidenses, y penalizar a las que no apaguen la luz a partir de ese momento. Hay múltiples maneras de hacerlo, incluso subiendo el recibo de la electricidad consumida a partir de esa hora.
Como digo, costaría muy poco empezar a cambiar las cosas. Además, los españoles somos bastante disciplinados cuando adquirimos un hábito y vemos que es beneficioso para todos. Como decía antes, lo demostramos eliminando el tabaco de un día para otro en los lugares de trabajo y los bares, y lo hemos demostrado también en la carretera, donde las muertes se han reducido un ochenta por ciento en la ultima década gracias al carnet por puntos, un endurecimiento de las penas y a un mayor control del tráfico con los radares.
Sólo falta que los políticos se tomen en serio el tema de los horarios y venzan a algunos lobbies empresariales que creen que manteniendo las cosas como están sacan más rédito. Todos se lo vamos a agradecer, y no hay que inventar la rueda para conseguirlo, créanme.
Nota: Enhorabuena a la Asociación para la Racionalización de los Horarios Españoles (Arhoe), que lleva casi una década promoviendo el debate en torno a esta cuestión.
Los únicos que lo tienen mejor son los funcionarios. El resto tenemos que apechugar con horarios de otra época, del franquismo y de antes del franquismo. La vida ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años: la estructura familiar, los roles en la propia familia, la naturaleza de los propios trabajos, la tecnología disponible, la localización de la gente en las ciudades, los desplazamientos que hay que hacer..., pero seguimos lidiando con eternas jornadas partidas.
No conozco a nadie o a casi nadie que esté en contra salir a una hora razonable del trabajo (cinco o seis de la tarde como máximo) y dedicar el tiempo que sigue a cuidar a sus hijos o a prepararles una cena saludable, o a solazarse haciendo deporte, leyendo un libro, charlando con los amigos en una terraza, entrando en las redes sociales o viendo un programa de televisión a un horario razonable. Sin embargo, en España seguimos siendo campeones en hacer las cosas al revés y, de paso, hacernos la vida imposible.
Los estudios dicen que somos más productivos con jornadas más cortas, pero mejor aprovechadas. De hecho, en los países que admiramos, la gente se va de la oficina mucho antes que en España, y cuando alguien se queda reiteradamente hasta tarde se convierte en síntoma de que algo no funciona. El presencialismo en el trabajo puede agradar al jefe casposo, pero no es la mejor forma de organizarse y es muestra de una desconfianza que lo paraliza todo.
Sinceramente, no creo que estemos condenados a vivir para trabajar en España. Cambiar costumbres no es fácil, pero es posible. Hace falta voluntad política, como la que hubo para acabar con el tabaco en oficinas, lugares públicos ¡y hasta bares!, o la que se empleó para rebajar las lacerantes tasas de muerte por accidente de tráfico que sufríamos hace algo más de una década. Si acabamos con el humo y con los fallecimientos en carretera, creo que podemos adaptar los horarios, algo que, por otro lado, nos haría infinitamente más felices.
A pesar de las presiones, , la reforma de los horarios no se ha considerado una prioridad en el Congreso y habrá que esperar a la próxima legislatura para ver si sale adelante. En cualquier caso, creo que no se requieren grandes cambios ni proezas políticas para mejorar la situación. Sólo bastaría tocar algunas teclas para variar la melodía. Una sería la de volver a la hora menos que nos corresponde por situación geográfica. Al fin y al cabo, lo de tener la hora continental es una herencia del franquismo, que cambió de uso en la Segunda Guerra Mundial para mostrar su adhesión a Alemania.
También se podría adelantar una hora el prime-time televisivo, que tanto influye en la rutina doméstica. Ahora muchos programas de máxima audiencia acaban pasada la medianoche, cuando en Europa ya están por el quinto sueño. La situación es reversible porque las teles explotan un servicio público y por eso deben amoldarse al famoso "interés general". Otra vez, sólo hace falta voluntad política para conseguirlo. Lo mismo se podría hacer con el fútbol. Es intolerable que los niños tengan que esperar a las diez o las once de la noche para ver a sus ídolos.
Y también se podrían dar incentivos claros a las empresas que hagan jornadas hasta las cinco o las seis de la tarde, que es la hora de irse a casa o de pasar la tarde con los hijos de los nórdicos o los estadounidenses, y penalizar a las que no apaguen la luz a partir de ese momento. Hay múltiples maneras de hacerlo, incluso subiendo el recibo de la electricidad consumida a partir de esa hora.
Como digo, costaría muy poco empezar a cambiar las cosas. Además, los españoles somos bastante disciplinados cuando adquirimos un hábito y vemos que es beneficioso para todos. Como decía antes, lo demostramos eliminando el tabaco de un día para otro en los lugares de trabajo y los bares, y lo hemos demostrado también en la carretera, donde las muertes se han reducido un ochenta por ciento en la ultima década gracias al carnet por puntos, un endurecimiento de las penas y a un mayor control del tráfico con los radares.
Sólo falta que los políticos se tomen en serio el tema de los horarios y venzan a algunos lobbies empresariales que creen que manteniendo las cosas como están sacan más rédito. Todos se lo vamos a agradecer, y no hay que inventar la rueda para conseguirlo, créanme.
Nota: Enhorabuena a la Asociación para la Racionalización de los Horarios Españoles (Arhoe), que lleva casi una década promoviendo el debate en torno a esta cuestión.