Foto: Mayte Piera
Cualquiera que haya estado en Grecia un tiempo habrá observado una peculiar característica de sus habitantes: su obsesión por pescar. Pasear por el puerto, con un griego, es sinónimo de hablar solo, porque él o ella te estarán escuchando, pero tras unas cuantas respuestas del tipo Um, Ne, aja, po, po po... te darás cuenta de que su atención está en otro sitio; en el agua; a ver si algo se mueve.
Pero la pesca, mucho más que el futbol, mucho más que la política, es motivo de grandes disputas, de vecinos sin saludos y de amistades rotas; por un pez.
Hoy voy a contaros una historia de Evgiros, mi pueblo griego. Ysiempre que he pensado en contarla la he imaginado con esta banda sonora de Γιώργος Μουφλουζέλης (Giorgos Moufloutzelis): El pescador en el pueblo.
¿Qué busca el pescador a estas horas en el pueblo?
Si el amor de su corazón no estaba en este barrio
como para perder el sedal; y están todas las tiendas cerradas.
¿Qué busca el pescador a estas horas en el pueblo?
Bebió a crédito cuando se lio con los muchachos,
viene ahora a pagar su deuda para poder llevar la cabeza alta.
¿Qué busca el pescador a estas horas en el pueblo?
Salió a por corales y se fue muy hondo,
pero se acordó de unos labios que le querían en la tierra firme.
Esta historia que os traigo de pescadores y peces, de barcas y vecinos empezó un día de verano. Un día de mucho calor en el que mi amigo Vasilis nos pidió un hueco en el congelador para guardar unos pescaditos.
-Pero pocos, que no tengo sitio.
-Solo los que he sacado hoy; pocos. No me caben en el mío, que es muy pequeño y no quiero pedirle a nadie del pueblo que me los guarde.
-Ah
-Cuando hace años empecé a pescar, todos se reían de mí. Me decían que como yo era de Atenas, no sabía pescar. Nadie quiso nunca enseñarme sus secretos. Ahora, yo pesco. Ahora, yo no se lo enseño a nadie.
Cuando me di cuenta, casi no se podía cerrar la puerta de la nevera. Pajeles, sargos y meros de tamaños respetables asomaban sus cabezas en la morgue de mi congelador. Pensé que sería algo pasajero, pero pasar, pasó el agosto; sin que pudiéramos meter un hielo para refrescar el café. Así que un día me armé de valor y el dije:
-Enséñanos a pescar.
La cara se le iluminó; como a Zorba -Pescar, ¿dices?
A partir de este punto, toda nuestra conversación fue muy variada. Hablamos de palangres, de líneas, de gusanos, de cebos, de barcas y de sitios misteriosos e indefinidos -por supuesto, muy secretos- donde los pageles acudían en tropel. Más que hablar, susurrábamos, y si alguna vez alzamos la voz, recibíamos un chiss como respuesta. Me percaté de que estábamos ante un obseso.
Después de las teóricas, empezó con la práctica, sacando palangres de diferentes tamaños, con anzuelos grandes, anzuelos pequeños, boyas, sedales, cascabeles, quitavueltas; y una colección de rápalas dignas de un museo. Entiendo ahora que parte de la razón de los bisbiseos y murmullos era que su mujer no se llegara a enterar del dineral que había invertido en artes de pesca.
Se acercaba el final de agosto, cuando él tenía que volver a la ciudad; el aciago y deprimente día del regreso y de enfrentarse a la dura Atenas 2011. Así que en un impulso descontrolado se acercó al vernos y nos dijo muy bajito:
-Esta noche, después de cenar, en mi casa. Traed café.
-Está bien.
-Y que nadie se entere, claro.
-No te preocupes.
No soy muy buena mintiendo. Me temblaron las piernas.
A la hora acordada, todo el pueblo en silencio, nos bebimos el café mientras cebábamos con gusanos los anzuelos del palangre; yo diría que unos 10000. Recogimos todo y, sin hacer ruido, nos dirigimos hacia el coche. No se oía nada. Casi llegando a la plaza, al volver la esquina, nos dimos de bruces con Vula, la tabernera.
-¿Que hacéis?
Poco podíamos decir con la carga que llevábamos, así que nos callamos.
-De acuerdo, no os he visto -dijo Vula sonriendo.
Guardamos todo en el maletero, arrancamos y bajamos la cuesta. En la curva, al final de pueblo, delante de la panadería, dimos un frenazo; un gato se cruzó entre las ruedas. El chirrido despertó a la panadera que asomó su cabeza por la ventana iluminada. No hubiera visto un elefante a dos metros del balcón, así que saludamos con la mano; por instinto, más que nada.
En el camino a la playa, la carretera es muy estrecha: cuando se cruzan dos coches, uno debe hacerse a un lado; si puede, claro; si no, tiene el precipicio cerca. Eso fue lo que nos pasó cuando vimos venir dos luces de frente; imposible apartarse, imposible apagar las nuestras; solo era posible aguantar el tipo. Oh...la camioneta del secretario del pueblo.
-¿Dónde vais?
-Nos dejamos una cosa en la playa. ¿Y tú?
-No podía dormir.
-Vale
-Kalinijta- dijimos todos sonriendo.
Los dos kilómetros de descenso fueron tensos; miles de seres nos observaban con los ojos como platos... Y levantaban el vuelo al pasar el coche. Es posible que ellas, las lechuzas, también hubieran salido a cazar, pero no podía haber imaginado una carretera tan llena. Debían suceder cosas muy interesantes a ras de suelo a esas horas, sobre el asfalto.
Noche de verano, de calma exagerada, en el que el agua no existía y las barcas flotaban en el éter suspendidas por sus cabos. En la cala había algún sospechoso coche aparcado. Dejamos el nuestro entre los matorrales y esperamos a oír el silencio nocturno, el uh,uh de los búhos o el cri-cri de los grillos; pero no fue así. Lo que sí escuchamos fue el petardeo del motor de alguna barca lejana; muchas luces rojas y verdes se movían en el horizonte invisible. Cargamos nuestra embarcación, sin palabras, y nos hicimos a la mar.
Calar un palangre tiene su oficio; hay que dejar correr el sedal y permitir salir las pequeñas líneas por orden. El lastre, según baja, hace que todo tome una velocidad preocupante, especialmente para las manos torpes de quien se pone en el camino de los anzuelos. Bueno, pues ya estaba hecho; solo cabía esperar a que los peces constatasen que aquello que allí quedaba era delicioso. Nos retiramos a descansar unas horas; para volver al amanecer.
Volvimos a bajar con el cielo a punto de estallar. Eos, la de los dedos de rosa, se esmeraba en prepararnos un día de verano de los buenos, buenos. Algún vecino madrugador nos miraba escamado.
En la playa, el espectáculo grandioso del amanecer nos compensó los desvelos y nos permitió constatar algunos hechos curiosos.
- Umm, aquí alguien ha pescado...
La bahía aparecía salpicada de palangres, trasmallos, barcas y buceadores.
Estaban todos, todos...menos Vangelis, el pescador oficial; apareció algo después.
-Buf. Cada vez hay menos peces.
-Vangelis, ¡pero si calas la red al lado de la Playa!
-Pues para lo que hay, para qué me voy a esforzar. Antes había mucho más, pero ahora no hay forma. Además, en este pueblo nadie compra pescado.
Instantáneamente la cala se vació y allí se quedó Vangelis, dándole la plática a algún despistado y esperando que bajaran las primeras turistas de la mañana a tomar el sol.
Los demás nos fuimos a almorzar... pescado.
Este post fue publicado inicialmente en el blog de la autora